La casa de mamá Icha, de Óscar Molina

O el mito vitalista

José Leonardo Cataño Sánchez

¿Los archivos familiares son obituario de la memoria o bálsamo de porvenir? Es la pregunta que nos surge ante las fotos del archivo familiar, y ante documentales que son retratos vivos de una familia. Los días familiares inmortalizados en lenguaje cinematográfico. Contar historias con arco dramático sobre una serie de retratos rodados en línea temporal, resulta ser una estrategia narrativa que exhibe sus frutos tras la maduración de proyectos documentales, los que datan de una década o más de seguir el desenvolvimiento de una vida con sus conflictos y conservar los roches. Historias que corren a la par de los días, proyectos que cuando alcanzan la sala de proyecciones, despiertan una ansiedad en los espectadores que presenciaron la germinación y culminación de una apuesta investigativa y de creación que se oyó mencionar por años. Sí, sí, me refiero al sonsonete de un proyecto del que se hablaba entre amigos cada que se tenía la oportunidad. Ahora bien, concatenemos un poco sobre lo que se hablada y habla hoy de la casa de mamá Icha y lo que finalmente vemos en la pantalla sobre la vida de María Dionisia Navarro, mamá Icha.

 

La casa de mamá Icha, como expresó el director de cine Victor Gaviria cuando se la vio en salas, es la versión condensada de las sagas familiares de la literatura o la televisión regional, en la que se consuma precipitadamente una cosmogonía humana con su gesta, desarrollo y final. Si bien el cambio se da a través de grandes elipsis de tiempo y geografía, el tiempo en Filadelfia, Estados Unidos; el tiempo en Mompox, Colombia, la película por su metraje alberga el material suficiente para detenerse en los aspectos que conectan más arquetipos de una constelación familiar que los insinuados en su dramaturgia principal o en sus personajes protagónicos.

 

Es seguro que de La casa de mamá Icha, como se dijo, y aún se lo menciona en tanto pieza de una trilogía transmedia, se trata de una investigación alrededor de las migraciones, la realización de los sueños de mujeres migrantes y todo ello girando en torno a la pregunta por mi hogar, el estar, pertenecer, transmigrar, el habitar. Se puede plantear, dialogando un poco a lo que expone en espacios académicos Brenda Steinecke Soto, productora y coguionista de la película; que si bien el marco referencial en el que se crea el proyecto de mamá Icha es el campo de las migraciones y lo que pasa en una casa; cualquier encuadre temático y teórico se diluye ante lo que se siente cuando se ve en pantalla esta saga familiar. En este sentido, y enfatizando lo de universal mitológico como se explicará a continuación, su poder no radica tanto en lo percibido como en lo que siente al conectarse con los dramas de una familia que puede ser la de uno por extrapolación cuántica. Por lo tanto, se trata de una pieza con poder terapéutico y transaccional en términos psicoanalíticos.

 

…se trata de una investigación alrededor de las migraciones, la realización de los sueños de mujeres migrantes y todo ello girando en torno a la pregunta por mi hogar, el estar, pertenecer, transmigrar, el habitar.

 

Las historias de maduración paulatina y seguimiento sistemático de los ciclos vitales se convierten en mitos, la voz de sus muertos. Se hacen clásicas, por su poder universalizante a la vez que, por su capacidad de conectar sensaciones, en lo sumo, individuales, es decir, por su potencia mitopoética en cuanto relato colectivo en permanente escritura, y a la vez, fuente de la que cada persona obtiene una revelación singular y una emoción inexplicable. Nuestra película, de Luis Ospina y Lorenzo Jaramillo; Boyhood, de Richard Linklater; Cuba y el camarógrafo, de Jon Alpert; 16 memorias, de Camilo Botero; The Smiling Lombana, de Daniela Abad; Como el cielo después de llover, de Mercedes Gaviria, La casa de mamá Icha, de Óscar Molina y, por supuesto, otros títulos que documentan la vida y la muerte en presente continuo, ya son oráculos y obituarios que podemos frecuentar para recordar la sabiduría de los muertos o los que están por morir.

 

En los diálogos de La casa de mamá Icha, como en las glosas de un vallenato clásico o una frase de Bashó, escuchamos axiomas para calmar alguna de las dudas cruciales de nuestras vidas, pero también para atenuar algunas percepciones pesimistas sobre el porvenir. Sobre todo, las preguntas que tocan duro al alma de cualquier colombiana, para quienes no hay respuesta histórica satisfactoria ante las dudas insondables por los derechos sobre la tierra, la justicia inmobiliaria, la memoria digna sobre la errancia, la marginalidad y la exclusión de madres, viudas y bastardos en las historias de acumulación y desposesión de riqueza.

 

Sentados en la casa de mamá Icha en una silla mecedora en un zaguán de la Mompox que creció hacia un lado del río Magdalena, pueblo anfibio de orfebres de la filigrana, inventoras del dulce de cáscara de limón y otros dulces; te puedes replantear asuntos ontológicas de los que se resuelven tomando cerveza pero que son, por principio, incontestables, como cuánta azúcar adicionarle a tu café oscuro para no morir por problemas asociados, qué es ser madre, cómo ser madre cuando se migra, cómo se vive el envejecimiento, cómo se es hija ante determinada circunstancia, qué lugar se le da a lo femenino y a lo masculino en una familia extensa, qué es el amor, quien le preparaba la cena a Adam Smith, qué es el olvido, qué es la dependencia, en qué momentos celebramos la dignidad de los acontecimientos y las alianzas, qué implica seguir tus sueños, terquedades y pálpitos, qué es ser justo en una negociación de migajas, qué nos separa y qué nos une, cuánto le corresponde a un hermano de una herencia para ser equitativos, cómo tratar a un perro por su bienestar, qué significa el lugar de origen, cómo entendemos los sentimientos por la tierrita, con cuáles actos cultivamos el cariño o el odio, de qué nos alimentamos mañana si solo para lo de hoy alcanza. Y si, al final de todo, Dios si proveerá.

…qué implica seguir tus sueños, terquedades y pálpitos, qué es ser justo en una negociación de migajas, qué nos separa y qué nos une, cuánto le corresponde a un hermano de una herencia para ser equitativos…

 

Seguramente la sapiencia requerida para entender estos tiempos de distopía mediática, la encontremos en personajes como doña María Dionisia Navarro cuando le responde altisonante a alguna de sus hijas: yo quiero ir y yo voy. Si se observa el tiempo verbal en ambas conjugaciones para el querer y el hacer, se trata de sentencias conjuros que luego son hechos en la película. Es probable que el aliento asertivo y vitalista para comprender las transformaciones más radicales en la vida, las escuchemos en relatos-mitos en los cuales nos habla un decantado de personas con rostro popular.

 

Obras similares, puede plantearse, presentan retos para la performatividad de la mirada y como propuesta estética política, ya que se trata de acercar las preguntas primordiales a experiencias etnográficas con cámara en la vida de personas próximas al vecindario y, sobre todo, próximas al corazón como fue el caso de Óscar Molina con la familia de mamá Icha. No puede dejar de mencionarse al hablar de una película documental, que es el vínculo afectivo y empatía, o rapport, del que nacen la transparencia y honestidad con la que nos llega el relato de mamá Icha, lo visible ante cámara, es gracias a y pese al afecto.

 

Hay mucho cariño en un proyecto como La casa de mamá Icha, (de verdad) que se siente al verla y que el montajista, Gustavo Vasco, anudó muy bien en el relato el vínculo afectivo que dirigió la película que vemos en pantalla.