Candelaria, de Jhonny Hendrix Hinestroza

Crisálida o resignación

Joan Suárez

El espíritu jamás podrá reducirse a una mínima expresión.

 Mientras más envejece uno, más conoce el alma humana.

Escombros (Vallejo, 2021)

La insurrección, la desobediencia civil, la rebeldía y la revolución han sido un cuarteto de procesos sociales que desde hace varios siglos han marcado a los pueblos latinoamericanos, y el más potente, por sus olas de consecuencias y variaciones, ha sido La Revolución cubana. Un rincón de isla que en el Caribe se alzó contracorriente al poder de Batista y alteró la geopolítica en el orbe mundial.

Su proceso conjuga la multiplicidad de la controversia, la contradicción, la admiración, la tenacidad, la redención, la rebeldía, la resignación y la esperanza. Su complejidad y paradojas han sido divididas en períodos para seguir entendiendo qué pasó y para dónde va el actual modelo económico, político y social de las tierras de Don José Martí.

Uno de dichos procesos se conoce como El período especial en tiempos de paz, y en esa atmósfera emprendemos como espectadores un viaje en el tiempo con la película Candelaria (2017), del director colombiano Jhonny Hendrix Hinestroza. La historia es una tragicomedia al ritmo del son cubano. Ahí está la representación poética de la palabra sonora de la mulata, el aire del danzón y el bolero.

El relato transcurre casi a mediados de la década del noventa, el mundo está cambiando y la brisa en el malecón trae la precariedad, el hambre, el bloqueo, el tabaco y el ron. Todo esto comenzó como resultado del colapso de la Unión Soviética en 1991 y, por extensión, por el recrudecimiento del embargo norteamericano desde 1992.

Ante este panorama, las vidas de los personajes, Candelaria (de 64 años) y Víctor Hugo (de 63 años), dan un vuelco al encontrarse una cámara de video Hi8 en un hotel. Hasta este momento, la pareja convive como por inercia, pero con todo el ímpetu por aclamar al amor y la alegría ante un paisaje desolador para el alma, el cuerpo y la enfermedad.

Con un juguete, un objeto ajeno, ambos vuelven a mirarse, tocarse, besarse y amarse. La felicidad, un tanto anacrónica, que llega de una manera tan inesperada es solo el dulce principio de poner en confrontación las ideas, la moral, la convicción, los sueños, los anhelos, las criticas ante el sistema que les llegó cuando cada uno de ellos tenía más o menos sus treinta años.

La felicidad, un tanto anacrónica, que llega de una manera tan inesperada es solo el dulce principio de poner en confrontación las ideas, la moral, la convicción, los sueños.

Es necio pensar que la edad de los personajes es en vano, por el contrario, es la simbología del cansancio, la fatiga y el hastió ante la represión y la caída en picada de un modelo que se resiste, aguanta y paradójicamente, sobresale en salud, educación y deportes, siendo en este último, históricamente, el ganador de Los Juegos Centroamericanos y del Caribe.

Los personajes están en la segunda mitad de la vida, la vejez, la misma que camina con la narración y trae consigo el desencanto, la soledad, el abandono, la inmovilidad del cuerpo, la tristeza del corazón y los grises pensamientos de la muerte. La tempestad en la isla también toca a la puerta con la enfermedad, una triada visceral que llega en la senectud: medicamentos para la vitalidad, la relación con los espacios físicos y el ABC de los ancianos (alimentarse, bañarse y caminar). Un simbólico tópico que denota a un director sensible y cercano, tanto con los protagonistas como por la edad más temible de la existencia.

El amor entre Candelaria y Víctor Hugo es una llama incandescente de resistencia, que está desgastada. Viven la cotidianidad con la tentación cómica e irónica de comerse sus hijos, varios polluelos amarillos con nombres propios cada uno. La trama brinda una posibilidad exquisita para la vejez, ese diálogo de silencio y mirada, la oportunidad para el despertar del erotismo y la sensibilidad cuando el cuerpo y el espíritu están aporreados. A través de planos frontales la fotografía alcanza por momentos a ser un rompeolas en el árido ambiente cubano.

Así es Candelaria, en medio de muchas adversidades, la aventura en una bicicleta destartalada, la ternura y los anhelos de un beso, la presencia de un objeto ajeno para que los protagonistas puedan volver a mirarse, tocarse y amarse. La película es un instante de felicidad que se asoma tan ligera como el viento en el Caribe, un soplo de calidez. Al menos, sentados en una banca ellos pueden bromear, cantar y reír.