David Guzmán Quintero
“Y siento un humo como familiar.
Alguien se acerca y comienza a hablar.
Me quedo piola y digo: ‘¿Qué tal?
Vamos a pescar
dos peces con la misma red’.
Desprejuiciados son los que vendrán
y los que están ya no me importan más.
Los carceleros de la humanidad
no me atraparán
dos veces con la misma red”.
–No soy un extraño (Charly García)–
Me gusta el cine. Tengo cierta distancia con hacerme llamar ‘cinéfilo’, pero he visto unas cuantas pelis. No puedo decir que mi encuentro con el cine fue una casualidad, pues lo busqué, lo rebusqué y desde entonces he tenido unos dieciocho años en los que me he ido enamorando de él cada día más (claro, con todo y las tusas que uno puede pasar con cualquier amor); el cine ha sido mi amigo, novio, padre, hijo, maestro; ha hablado de mí (o yo he hablado de mí a través de él) como ser sexual, social, de mi (supuesta) identidad como colombiano, como hombre, ha cuestionado mi posición económica, mis creencias políticas y mis privilegios; ha sido la mala y la buena influencia (si tan solo mis padres hubieran sospechado que el ir a cine no es algo tan inocente como parece), llevándome a orgías, favelas, tertulias, bares, tabernas, burdeles, bajos fondos, viajes por carreteras, con ricos, pobres, pobres ricos, prostitutas, drogadictos, asesinos, amantes, enfermos, parias, abusados y abusadores, ladrones. Y fue todo eso lo que me llevó a intentar escribir crítica, que no es otra cosa que una simple verbalización de ciertas reflexiones que a veces comparto.
Hago esta nota autobiográfica introductoria porque, con todo y los años que llevo viendo cine, pocas veces (o ninguna) había experimentado esta sensación de vulnerabilidad tan exquisita frente a la hostilidad del relato que veía. Es como si, por primera vez en muchos años, sintiera que una película es más importante que el cine. Es como si, por primera vez en muchos años, sintiera cierta extrañeza al salir de la sala y ver a la gente siguiendo su vida, desentendida de eso a lo que yo acababa de asistir. Todo lo anterior es muy a pesar de esa línea a la que intento aferrarme y es a la de hablar de películas como películas (no como novelas literarias, no como obras de teatro) y, así mismo, manteniendo al margen cualquier argumento emocional del tipo “esta peli es buenísima, me hizo llorar”; pero una película única requiere, así mismo, una excepción a la norma. Expongo entonces, de entrada, un componente subjetivo mucho más presente de lo que de por sí lo ha estado en otros textos. Expongo entonces, de entrada, que la forma en la que he recibido Anhell69 ha estado fuertemente condicionada por la cercanía que siento con esas imágenes y cuánto llevaba esperándolas.
El relato empieza con un carro fúnebre transportando un ataúd. La cámara lo sigue desde atrás y la banda sonora está compuesta solamente por un ruido blanco que se va a extender por algunas de las próximas escenas; se corta a un plano más cerca que encuadra a la ventanilla del ataúd, sin embargo, la oscuridad no nos deja percibir bien un rostro y las luces que pasan por encima tampoco son suficientes: el muerto puede ser cualquiera. La voz en off entra diciendo que no pidió nacer. Cortamos a un material de archivo de la apocalíptica Medellín de los ochenta y noventa, después a una fiesta y luego a una iglesia que pasa a la habitación del narrador, que cuenta que es de una generación criada solo por madres y cómo lo excomulgaron de la iglesia a los trece años; durante este último momento que es abordado con una simpleza soberbia, descubrimos, mediante una panorámica, algunos símbolos que entran en pugna desde la perspectiva normativa de género: primero, el logo de Nike en la ventana (símbolo deportivo, “actividad de hombres”) y luego florecitas en el closet junto a una fotografía de Britney Spears (símbolo de la cultura pop, propia “de mujeres”); a esa pugna hay que añadirle la tensión que se genera entre la tranquilidad de la panorámica y la voz en off, parca, que cuenta cómo entró en las calles y probó las drogas siendo un niño. Solamente en estos tres momentos, Theo Montoya sintetiza los tres ejes en torno a los cuáles gira el relato: la muerte (que acompaña a los vivos), la rumba (que acompaña a los vivos y a los muertos) y la pugna en contra de la norma. Quién sabe cuál es el que más se desarrolla, o si los primeros son consecuencias directas del tercero.
Theo Montoya sintetiza los tres ejes en torno a los cuáles gira el relato: la muerte (que acompaña a los vivos), la rumba (que acompaña a los vivos y a los muertos) y la pugna en contra de la norma.
Sobre estos mismos tres ejes, gira un trabajo corto del 2020 del mismo Theo Montoya, Son of sodom, que se centra solamente en Camilo Najar, que vuelve a aparecer en Anhell (de hecho, ambos títulos vienen del Instagram de Camilo. Usuario: @an.hell69. Nombre: Son of sodom), un joven homosexual al que Theo le hizo casting para una película de horror muy cercana al cine B estadounidense y que muere poco tiempo después, antes de que Theo pudiera decirle que había sido seleccionado como el protagonista de su peli.
Entonces cabría decir que tanto Son of sodom como Anhell69 (y especialmente Anhell69, por abarcar más tiempo y más personas) parten de un luto que Theo Montoya exorcizó a través del cine (“Me enamoré del cine porque era el único lugar en el que podía llorar”; cada vez tiene más sentido lo que decía Haneke de que hace cine para no ir al siquiatra), un estado letárgico al que nos incorporamos frecuentemente en un país violento, en un país violento para la clase media-baja, en un país violento para la población LGBTIQ+ de clase media-baja. Esto es una sensación universal, pues somos víctimas de la violencia, aún si no hemos recibido agresiones personalmente; coincidimos en la vulnerabilidad que implica ser parte de una sociedad beligerante a la que se le entregan los cuerpos para que los cuide y estos resultan siendo un contenedor vivaz de vejaciones. Visto desde esta perspectiva, el relato toma muchísimo más sentido desde lo que decía Judith Butler en Deshacer el género (2006) de que “puede ser que en esta experiencia [la del luto] nos sea revelado algo de nosotros mismos, algo que delinea los lazos que tenemos con los otros, que nos muestra que estas relaciones constituyen nuestro sentido del yo, y que componen quiénes somos […]” Y este sería el frente para abordar Anhell, pues quien lo aborde esperando un relato clásico o aristotélico (o desde cualquier parámetro preestablecido, en general), tomando el coche fúnebre como un hilo narrativo por el mero hecho de aparecer a lo largo del filme, se chocará contra un relato al que ignorantemente llamará “inconsistente”; en cambio, quien lo afronte como experiencia sensorial detonada por el luto, se encontrará con una propuesta errática y laberínticamente estimulante.
Es quizá por eso mismo que Theo Montoya renunció a realizar su filme de ficción tras el fallecimiento de su protagonista. En cambio, en Anhell, Theo se extiende, primero, en las recreaciones de lo que iba a ser este, mientras, en segundo lugar, ahonda también en sus otros amigos que también presentaron castings. Su ficción iba sobre una Medellín (más) apocalíptica en la que ya los muertos eran tantos que no cabían en los cementerios, por lo que los fantasmas y los vivos comenzaron a convivir y los vivos comenzaban una práctica sexual que se denominó “Espectrofilia” y empiezan a ser perseguidos y aniquilados por el gobierno y la iglesia a causa de ese mismo deseo. Y en cuanto a lo segundo, Camilo Najar se convierte solo en un extremo del ovillo que se desenreda en esos otros jóvenes que son asesinados día a día, todos los días en esta selva que es Medellín; esto se sintetiza al final en el collage (¿o es todo el relato un collage, una colcha de retazos?) de los rostros de quienes murieron: un collage que sigue y sigue añadiendo nombres en su registro.
… convivir y los vivos comenzaban una práctica sexual que se denominó “Espectrofilia” y empiezan a ser perseguidos y aniquilados por el gobierno y la iglesia a causa de ese mismo deseo.
Medellín es una ciudad cercenada por el cine, una ciudad trepidante que nos enseña cada vez otra cicatriz. En este relato, Theo hace uso de varias estrategias (como dramatizaciones, entrevistas, material de archivo, material grabado que roza con lo contemplativo) que abren ese postigo en la ciudad que nos da la bienvenida a otra cara del No futuro[*]: jóvenes que se ven obligados a robar para poder pagar la matrícula del colegio, jóvenes agazapados que encontraron un hogar en las drogas, el sexo y la clandestinidad, y lo único que hicieron fue una rumba en casa, mientras esperaban a la muerte con los brazos abiertos. (¿Qué puede matar a la juventud en un país que suda crueldad? ¿Sicarios, Guerrilla? ¿La policía, que asesina a manifestantes que exigen una vida digna? ¿Una sobredosis? ¿Las enfermedades e infecciones para las que no hay tratamientos a las que cualquier persona pueda acceder fácilmente?) Opuesto a la cara que hemos visto del No futuro, en la que la violencia se inscribe como un elemento más del paisaje y las personas ignoran el peligro latente que les susurra al oído, estos jóvenes de Anhell son conscientes de que van por la calle con la muerte agarrada de la mano y prefieren hacerle el amor… ese mundo de sexo, drogas y fiestas es solo un medio a través del cual reivindican su estadía en el mundo de los vivos, con la tranquilidad de que, cuando pasen al de los muertos, algún espectrofílico los invitará a seguir viviendo.
El montaje del filme hace que incluso el mismo relato pareciera que cargase con el mismo presagio que sus protagonistas, no solo por el registro de todo un mundo que amenaza la vida de las personas que no pertenecen a una hegemonía sexual o de clase, sino porque muchas veces pareciera que el filme está por acabarse y resulta dando un soplo de vida más… hasta que se acaba de verdad. Y al final, de todas formas, se siente que acompañamos a estos personajes por mucho tiempo (sin embargo, no por el suficiente). La estructura realza sobremanera esta sensación de pérdida, pues primero conocemos a los personajes, nos encariñamos con ellos y luego nos dicen que no podemos seguir sabiendo de ellos, que ya no están: sentimos, como Theo, que nos los han arrebatado.
Este trabajo elaborado en el montaje del filme, es extensible a todos sus aspectos formales, pues es una exploración inquieta en el lenguaje cinematográfico, atravesando los recursos, mutando de un género al otro sin mayor inconveniente: utiliza el material de archivo de los castings y lo rescatado en redes sociales, la iluminación del material filmado es mortecina en algunos momentos (realzando esa sensación de incomodidad constante en esa atmósfera hostil), las dramatizaciones generan con un contrapeso radical respecto a esa sensación de realidad del resto del relato, migrando a una fantasía distópica. Pocos filmes se atreven a poner todas las cartas sobre la mesa; de hecho, en este momento, el único relato que se me viene a la cabeza cuya forma podría acercarse a la de Anhell es Cortejo fúnebre de rosas (1969), de Toshio Matsumoto, un relato (coincidencia) sobre la vida trans en el Japón de los años sesenta que utiliza entrevistas, dramatizaciones psicodélicas, animaciones tipo cómic, peleas al estilo vodevil, etcétera; tal vez, sin embargo, Cortejo, al no ser un relato tan personal y tan visceral, se permitía ser más atrevido y arriesgado en cuanto a su tratamiento: ya queda ad libitum de la audiencia a qué darle más importancia, si es que acaso merece la pena meterse en esa discusión.
… el único relato que se me viene a la cabeza cuya forma podría acercarse a la de Anhell es Cortejo fúnebre de rosas (1969), de Toshio Matsumoto, un relato (coincidencia) sobre la vida trans en el Japón de los años sesenta …
No obstante, más allá de ser un relato cinematográfico imperdible, Anhell es un homenaje (por eso no debe entenderse que sea cándido). Es de los asesinatos al padre más hermosos que he visto**, representándolo, de hecho, con el reconocimiento a Víctor Gaviria dentro del mismo filme, siendo este quien conduce el carro fúnebre, comprándole una rosita a una vendedora de rosas en un semáforo. Pero es también un homenaje póstumo a esos amigos que le dieron el privilegio a Theo de conservar sus últimas imágenes. Es también una celebración del deseo, del encuentro, del beso, de la gente que está abierta a dar y recibir el amor que les ha sido reprimido, del amor en todas sus manifestaciones (incluso las espectrales), del margen de un escenario coactivo y constrictivo como otro escenario con libertaries y libertines como actantes. Este relato sí que quiere sembrar la anarquía: es una venia a la vida sin etiquetas, a la herejía y a quienes tienen presente la imagen de Jesucristo para hacerse una paja pensando en ella.
Y es justamente esa la razón por la cual tanto me entusiasma Anhell69, porque me despierta una esperanza en el cine colombiano; va más allá del yo mismo haber habitado estos escondrijos y tener que asistir a los velorios de mis amigos vivos; tiene que ver con que llevaba mucho tiempo exigiéndole al cine este tipo de relatos: relatos verdaderamente cuir***: o sea, con esa perspectiva “distorsionada” de alguien con quien el mundo ha sido indiferentemente voraz y que la “víctima” haya decidido escupirle al rostro y no pedirle perdón; relatos ajados, imperfectos, cargados de indignación y que tengan toda la voluntad de generar molestia y no seguir con ese ímpetu complaciente ya tan rancio; esto es cine cuir, no como esa charlatanería revictimizante que hace el mercantilismo; de hecho, quien esté esperando un relato en el que el género y/o la sexualidad de los personajes sea el epicentro y que todo surja por y a partir de que el personaje sea gay o travesti a través de esa mirada estupefacta y morbosa de quien pareciera que recién descubre deseos no capturables por una cisheteronorma, que mejor siga comiendo crispetas.
Como sea, y muy a pesar de lo escrito hasta ahora, es muy probable que esta no sea la mejor forma de reconocer la importancia de Anhell69. (De cualquier forma, este es del tipo de filmes que aceptan todo tipo de recepciones y hacen innecesario el mero hecho de escribir un texto al respecto.) Hay que esperar a que llegue a salas, no tenga más de un par de funciones comerciales, que los viejitos salgan furiosos de alguna, acusando bajeza e indecencia, y que algún puritano ofendido escriba una columna en algún periódico conservador… entonces Anhell69 habrá recibido el mejor de los halagos.
[*] Es importante discriminar el precedente (la ausencia del padre) del contexto (el No futuro), pues no es una consecuencia de la otra; el filme en ningún momento sugiere que las drogas y la fiesta (muchísimo menos la sexualidad y la identidad de género) sean consecuencia de ser una generación sin padre.
** Por el principio también se incluye la escena inicial de Pura sangre (1982), de Luis Ospina; una película, como la que pretendía Theo, que intentaba acercarse al horror de serie B; esta escena es visualmente impactante: un travelling hurga en una casa y va descubriendo un cadáver desnudo, lleno de sangre, mientras un gallo se pasea indiferentemente por ese corredor; la cámara entra a la habitación para descubrir una cama, también ensangrentada, y otro cadáver desnudo. Igualmente, se incluye la escena final de Rodrigo D. (1990), de Víctor Gaviria, en la que Ramiro Meneses observa con impotencia, a través del vidrio, a esa ciudad que le arrebató el futuro, a esas calles a las que les entregará su vida.
*** Pongo en duda, sin embargo, que el filme se autodenomine “cuir” a pesar de que el narrador dice explícitamente que es una película trans, pues antes dice que es una película sin fronteras, por lo que bien podría estar haciendo referencia a la hibridación que hay durante todo el relato: pasando de la ficción al documental, de la tragedia al romance, del realismo al horror de serie b, etcétera.