Danny Arteaga Castrillón
La conjugación entre las imágenes y las voces en La niebla de la paz es el reflejo palpable y elocuente de la construcción de paz y de reconciliación en un país que ha estado siempre marcado por el estigma del conflicto armado. Es además un ejercicio en sí mismo de recuperación de la memoria histórica, tema que sobresale en su narrativa y se muestra como el camino esencial para la consolidación de una paz que aún es brumosa, pero que deja entrever una luz, como la que precisamente irradia el documental.
La película, cuyo estreno estaba predispuesto para el 2020, pero debido a la pandemia se postergó hasta el pasado mes de febrero, es dirigida por Joel Stängle, estadounidense que ha realizado proyectos sobre multiculturalismo y memoria, y producida por la socióloga Carolina Campos. Juntos se internaron meses en la selva, en el 2016, para filmar la experiencia de guerrilleros rasos en los momentos previos y posteriores a la firma del acuerdo de paz entre el Gobierno y las Farc. Allí, en las montañas del suroccidente colombiano, recurren a la voz del hoy excombatiente Teófilo González, un hombre campesino que, como él mismo lo dice, tiene el propósito de escribir para conservar la memoria; así, desde su campamento, lo vemos recopilar la historia de vida de sus compañeros y dar sus propias reflexiones sobre la guerra y el futuro que anhela para el país. Las imágenes se complementan con las realizadas por Boris Guevara, miembro del equipo de comunicaciones de las Farc durante las negociaciones en La Habana, que resultan en un material hasta ahora inédito. Las dos historias conforman un paralelo, un contraste, entre dos mundos: el de los rebeldes en la selva y el de quienes construyen la paz en las mesas de negociación.
El ejercicio de la comunicación une a estos dos exguerrilleros. Ambos son conscientes de la importancia de las palabras para la recuperación de la memoria. Boris tiene un talante más periodístico, pero es crítico sobre la información y las narrativas que se tejen en los medios de comunicación. Con su cámara en mano registra la cotidianidad de los negociadores a lo largo de los pasillos del recinto, en La Habana, donde se entablan los diálogos. Lo denomina como un laberinto compuesto de distintas recamaras, tras las cuales se trata un tema diferente de la agenda, pero desde donde se conforma el propósito común de encontrar un solo camino para todos. “Conozco el pasado a través de imágenes. Eso es lo que lo impulsa a uno también a grabar el presente, para que la próxima generación conozca qué es lo que uno está viviendo. Es como un ciclo que se repite; ojalá que este sea el último”, dice con estoicismo.
Teófilo es más poético, tiene la voz de un narrador, de un contador de historias, capaz además de captar la esencia de sus entrevistados. Su libreta y grabadora lo acompañan en las charlas con sus compañeros en la selva, y luego relata en sus textos las historias que recoge, imprimiendo en ello su propio sentir. “Las historias se pueden usar para justificar la guerra, la continuidad de un espiral de venganza, odio sin final. O las mismas historias pueden ser usadas para reflexionar y detener el ciclo de la guerra. Cada persona decide qué sacar de ellas y para qué usarlas (…). Cada guerrillero anda con sus propias memorias encaletadas, lo que se vive en la guerra se guarda adentro, pero que estén enterradas no quiere decir que no sigan vivas”, dice.
Tal es el gran mérito del documental: retratar el afán y las ansias auténticas de estos exguerrilleros de recuperar la memoria, que es el mismo deseo de sus compañeros de campamento y de los diferentes actores que participan en el proceso. De ahí se desprende otro de los móviles del documental: una caleta enterrada en algún lugar de las montañas que contiene registros en video y audio y otros documentos confidenciales en los que se recopilaron los reportes diarios, durante más de nueve años, del campamento de Alfonso Cano. La búsqueda de esa caleta representa para los dos comunicadores una fuente de información valiosa para enriquecer y revivir la memoria. “Si dejamos eso botado se pierde, y los que van a escribir la historia son otros; no podemos dejar perder la historia nuestra”, dice Teófilo, a quien se le asigna la misión de encontrar ese material.
“Las historias se pueden usar para justificar la guerra, la continuidad de un espiral de venganza, odio sin final. O las mismas historias pueden ser usadas para reflexionar y detener el ciclo de la guerra. Cada persona decide qué sacar de ellas y para qué usarlas (…).
Hay un cuidado minucioso también en las imágenes que acompañan estos relatos. Hay un rastro poético en ellas. Unas muestran la cotidianidad de los campamentos, la belleza que se puede hallar en la manigua, una cierta tensión en los rostros y en las palabras de los combatientes ante los avances del proceso, el quiebre anímico que representó el plebiscito para refrendar los acuerdos, en el que se impuso el “no”. Todo ello en contraste con lo ceremonioso de las negociaciones, la urbe y sus edificios brillantes, las imágenes de archivo a veces frías de los medios de comunicación y de las intervenciones del secretariado de las Farc y del presidente Juan Manuel Santos. Un diálogo constante entre la vida civil y el tiempo detenido de la selva, la tranquilidad del recinto durante los diálogos y la incertidumbre en los campamentos, como si esa yuxtaposición de secuencias en el documental fuera en sí misma una metáfora de lo que significó la negociación.
Se aviene, luego de la firma del acuerdo, la última marcha de los guerrilleros, el reencuentro con la sociedad civil, los aires de una transformación. Casi que un arco narrativo se percibe en el carácter de todos los actores, incluidos Boris y Teófilo. El primero decide estudiar Diseño de Comunicación y apoya desde esta área los proyectos productivos de los exguerrilleros. El segundo ha llevado a cabo labores de desminado y forma parte de la Comisión de la Verdad. La voz de los dos, algo nostálgica a lo largo de la película, toma otro tenor hacia el final, dos años después de la firma, en el 2018: la de mantener la esperanza en el acuerdo de paz, cuya implementación tambalea por las medidas del Gobierno de ese momento, pues una nueva incertidumbre se suma a sus vidas: la dificultad de ver un horizonte cristalino.
Por décadas, el imaginario del colombiano frente al conflicto era el de la lucha de un Estado contra un enemigo oculto en la selva. La niebla de la paz logra cambiar esa idea y desentrañar el sentir de aquellos excombatientes que, como los demás ciudadanos, añoran también la paz y tienen el compromiso y sueño colectivo de recuperar la memoria y esclarecer la verdad, para que con ello se pueda escribir la historia aún nebulosa de nuestro país.