La otra forma, de Diego Felipe Guzmán

Descuadrando el paraíso

Danny Arteaga Castrillón

A veces es mejor distorsionar la realidad para hacer más latentes sus problemáticas y contradicciones. No siempre es elocuente el retrato fidedigno, el reflejo en el espejo, la imagen que le hurta instantes a lo real. Se hace necesario que aquello que nos pone en evidencia y nos negamos rompa de vez en cuando las lógicas espacio-temporales y tome otras dimensiones, acaso semejantes a nuestros conflictos interiores, esa suerte de esquizofrenia que hace dubitativa nuestra identidad en la relación con el mundo.

 

Tal es quizás el propósito de La otra forma, de Diego Felipe Guzmán, película de animación colombo-brasileña, que por medio de un universo insólito muestra la lucha del individuo contra un sistema de estructuras rígidas y mecánicas. Los seres humanos de ese hemisferio hipotético se ven sometidos a moldear sus cuerpos con prensas y variados aparatos correctivos para adaptarse a los moldes comprimidos y cuadriformes que les fueron asignados, y así obtener un lugar, como un «tetris» masivo y claustrofóbico, en las naves monolíticas que se encaminan hacia una luna cuadrada donde se ha construido una tierra prometida.

 

La historia se centra en Peter Press, un hombre que vive con una prensa en la cabeza para adecuar su cabeza al molde que le corresponde, con la esperanza de emprender ese viaje soñado hacia la luna; una modelo que ha logrado «cuadratizar» todo su cuerpo y otro hombre que, en cambio, se limita a vivir con una caja en la cabeza, aún lejos de poder recurrir a un dispositivo para transformar su cuerpo. Los tres se enfrentan a las dificultades de lograr su objetivo, pero con ello descubren el llamado intimo proveniente quizá de su pasado o de sus secretas añoranzas.

 

La premisa es, entonces, sencilla: la búsqueda de encajar (y en la película este término es más diciente) en la sociedad. Sin embargo, es en las posibilidades que permite el material de la animación, su maleabilidad en el plano de la ficción y la atmósfera distópica, donde se encuentra la riqueza de la historia y la fuerza simbólica de sus imágenes para evidenciar la crítica social que pretende. Además, la ausencia de diálogos le otorga a la audiencia la capacidad de relacionarse de manera más estrecha con la imagen, descubrir poco a poco la naturaleza de ese universo extraño, conocer sus reglas impositivas y rebelarse en silencio contra él. Tampoco se hace necesaria la presencia evidente de un ente maligno, corporativizado, propio de la distopía; es suficiente con los efectos del sistema sobre los individuos y cómo se desenvuelven en ese espacio cuadrangular, que la película retrata frondosamente en su despliegue estético, tanto en la infinidad de detalles de la ciudad mecanizada, donde chirrían los goznes y carraspean los piñones, así como en la abundancia de los personajes que deambulan cargando cada uno su tortura.

 

Envueltos ya en ese entorno, los símbolos y las metáforas cobran relieve: la fabricación de un paraíso en la luna para encausar propósitos masivos; la transformación del carácter eterno del círculo en el estrecho y limitado rectángulo; la agudización de una tortura autoinfligida para obligar al encajamiento, y la manera como los aparatos correctivos atrofian los sentidos (el tacto, la vista, el oído), que, sin embargo, encuentran la manera de filtrarse y trastocar la condena de los personajes principales. Precisamente en los sentidos es donde reside el elemento catártico de la historia: las sensaciones que perciben los personajes, al principio amenazantes y estruendosas cuando se despojan de sus prensas, son el medio a través del cual se manifiesta la forma verdadera, se vuelve redondo lo anguloso, se abren las grietas a través de las cuales florecen las raíces del sentir. Esa sensibilidad represada dentro de los personajes, el arte quizá (el hombre de la caja, por ejemplo, se expresa por instinto, aunque con dolor, con dibujos coloridos y brillantes sobre las paredes de su encierro), es la que irrumpe en la confusión de los personajes, en las esquinas de esa ciudadela tapizada de cuadrados adoquines, en toda la extensión de la historia, y los libera, nos libera.

Envueltos ya en ese entorno, los símbolos y las metáforas cobran relieve: la fabricación de un paraíso en la luna para encausar propósitos masivos; la transformación del carácter eterno del círculo en el estrecho y limitado rectángulo; la agudización de una tortura autoinfligida para obligar al encajamiento, y la manera como los aparatos correctivos atrofian los sentidos (el tacto, la vista, el oído), que, sin embargo, encuentran la manera de filtrarse y trastocar la condena de los personajes principales.

Esa manera como en la película se vitalizan los objetos, se estira la materia para darle otros alcances y se metamorfosea la lógica para ampliar los significados del mundo recuerda un poco a la película rumana The Island, de Anca Damian. Ambas obras recurren a ese horizonte del paraíso prometido, a esa fuga de los sentidos, a la recreación de los conflictos internos de los personajes y a la ductilidad de la animación y los colores para hacer críticas sociales humanas. La otra forma, sin embargo, hace más evidente la problemática, y su cierre redondo nos permite contrastar mejor nuestra realidad colectiva con el de la urbe cuadriculada de la historia. Nos es inevitable, entonces, sentir cierta atrofia en los miembros y un claustrofóbico temor de estar acaso insertos en una forma ajena.