Las buenas costumbres, de Santiago León Cuellar

La construcción de una complicidad

Danny Arteaga Castrillón

Una historia sobre la atracción y el enamoramiento en la adolescencia entre los lindes morales de una familia conservadora y tradicional. Tal es la premisa de Las buenas costumbres, ópera prima de Santiago León Cuéllar, que ya ha abordado previamente el tema del amor y los conflictos juveniles con sus cortometrajes Alma (2018), Mejor Cortometraje Queer en el Sao Paulo Kinoforum, y Epicentro (2020), Mejor Corto en el Festival de Cine de Sogamoso.

 

El escenario es una casa en el campo, adornado con todos aquellos elementos que operan como firmes símbolos de la familia tradicional colombiana: las imágenes religiosas, las fotografías de los antepasados, la imponente cabeza de un toro, los infinitos objetos que el tiempo avejenta y, tras todo ello, los secretos. Allí arriban dos adolescentes, Valeria y Sol, junto con sus madres, que son hermanas, y el padre de la primera, para celebrar las bodas de oro de sus abuelos. Así, desde el pensamiento de Valeria, una adolescente reprimida, silenciosa y en constante conflicto consigo misma y su madre, nos hacemos testigos del despertar inesperado de su atracción hacia su prima y cómo la casa y sus inmediaciones se convierte para las dos en un espacio de complicidad y descubrimiento.

 

Pero la película va mucho más allá del retrato de una atracción prohibida. Aunque hay una presencia constante de un erotismo sutil, como el que siente quien aún disfruta la novedad de contemplar la piel ajena, es en el trasfondo donde en verdad gravita la fuerza de la historia, en ese segundo relato que avanza silencioso detrás de las adolescentes y que nosotros, los espectadores, así como ellas, apenas dilucidamos. «Un secreto susurra en esta tierra», nos dice el pensamiento de Valeria, en alguno de sus momentos de abstracción.

 

Parte de ese misterio se encuentra en la relación que las adolescentes entablan con los cuidadores de la finca: Joaquín, un joven como ellas; su madre, Gloria, y su abuelo, un anciano que sufre demencia y erra por las noches entre los parajes de la hacienda. Se teje, entonces, una suerte de triángulo entre los tres jóvenes, no solo por la atracción inocente que también les provoca Joaquín, sino por la posibilidad de que él sea también su primo, hijo de su tío Isaac, de quien apenas conocemos fotografías escondidas entre los cajones y los libros.

 

Sin embargo, donde más se siente el peso sugestivo del trasfondo de la historia es en la distancia que la película toma de los demás personajes (la madre de Valeria, su padre, su tía). Aparte de los momentos en que se ven obligados a interactuar con las adolescentes, son casi entes silenciosos, intrusos, incluso la misma tía, que, a pesar de su ideología hippie, parece estar sometida a los efectos conservadores de su familia. Pero el momento en el que más se hace notoria esta distancia, es en el arribo de los abuelos, el motivo que tiene reunidos precisamente a los demás en esa casa: hay una suerte de breve alborozo al anunciarse su llegada, aún sin revelarlos, para que luego una elipsis se interponga y nos oculte el momento del saludo y dé paso inmediato a un plano de la abuela sentada en una mecedora, adormilada, con un tejido sobre las piernas (otro símbolo de lo tradicional), mientras Valeria se acerca a contemplarla y acariciarla, envuelta en un respetuoso silencio. Y luego, sin transición alguna, se introduce la imagen indiferente del abuelo, en la distancia, observando absorto a un avejentado caballo.

… donde más se siente el peso sugestivo del trasfondo de la historia es en la distancia que la película toma de los demás personajes (la madre de Valeria, su padre, su tía). Aparte de los momentos en que se ven obligados a interactuar con las adolescentes, son casi entes silenciosos …

Es entonces como si estos personajes estuvieran sin estar o fueran las sombras de lo que las adolescentes jamás podrán ser. Es por eso que, en frente de ellos, hacia el clímax de la historia, las dos primas se dan un beso prolongado sin que la familia se asombre, porque es un beso invisible, onírico, que está en el plano de la escena, pero no es percibido por los demás, como si la cámara precisamente quisiera mostrarnos solo lo que fluctúa en la mente de las protagonistas y a los otros les anulara la facultad de poder ver el pecado que con callada rebeldía se extiende frente a ellos.

 

Es importante mencionar que la película también inicia con esa misma escena de la intromisión fantástica del beso. Acaso no se quería que los espectadores habitáramos desde el principio la historia preguntándonos si en medio del erotismo en algún momento se materializaría el deseo. Al resolvernos de una vez esa añoranza, ya nos queda solo enfocarnos en atestiguar el cómo, y descubrimos con ello, que más que un hallazgo de amor, lo que se teje entre las dos jóvenes es una complicidad en la que confluye tanto lo erótico, como la amistad y la lealtad. Todo esto deviene en la manera armoniosa cómo las dos evolucionan y contemplan a su familia, desde esa misma distancia en la que nos ha puesto la película, y tras ello se dibuja en ellas el encanto de una risa y quizás el inicio de algo duradero que trasciende las fronteras conservadoras de las viejas costumbres familiares.