Ella, de Jorge Pinto (1964)

Los dos lados del espejo

Santiago Nicolás Giraldo Enríquez

Para la composición de eso que entendemos por cotidianidad (en principio pensada a nuestra merced), no somos más que un espectro ingrávido y borroso. Las fibras que componen a los objetos nos miran, distantes, mientras tratan de identificarnos, de aceptarnos y de aceptarse. Los objetos que nos componen se escurren entre armarios, tocadores, ladrillos, ventanas y espejos; los conocemos tan bien que se nos hacen difusos, se escurren entre los recuerdos. Son tan nuestros que, igual que nuestras uñas, labios, miradas, poros y surcos, sus imágenes pierden nitidez dentro de esa nube de zumbidos que ocupa cada una de nuestras cabezas.

 

Estos parámetros, vistos desde un punto de vista sensiblemente observacional y experimentalmente estético, movieron a un círculo de artistas y pensadores, distintivos de su época y característicos para la historia del cine (encabezados por Jorge Pinto), a realizar el cortometraje Ella (1964). En este, Gilda Mora –artista visual– interpreta a una mujer de gestos pétreos que deambula una cotidianidad sólida con pasos certeros, precisos. Observa y es observada en una dinámica que se rige por el interés hacia lo aparentemente nimio, que, en contraposición de una primera idea que se podría tener acerca del concepto, supone aquí una sustancia viva; llamativa por sus propios méritos.

 

En un principio, y dentro de una habitación huraña que susurra su propia apariencia, los gestos circunspectos de esa mujer se dirigen –a través de los resquicios de una persiana entrecerrada y su ventana subsiguiente– hacia un exterior que apenas se dibuja como una ensoñación desvaída. Sus ojos, enfatizados, se vuelven luego hacia ese espacio ya conocido, se posan en él y lo acarician con displicencia. Una vez se mueven y observan a sí mismos, su percepción viaja hacia el otro lado de un espejo insondable que cambia su panorama sin virar sus métodos.

 

La instancia propuesta por el relato, a través del uso del espejo, la mirada y los objetos, toma el gusto inmanente que suscitan esos rasgos dentro de un espacio (que, gracias a las decisiones creativas, nunca es el mismo) en el que esta mujer respira, para engrandecer lo observable y jugar con lo filmable. Con usos ópticos y lumínicos tan sutiles como categóricos, el cambio, como concepto, cae –en una oscura y mínima noche que en lugar de cielo tiene película y, a falta de estrellas, manchas– sobre el silencio de sus elementos.

 

Tras este proceso, el cuerpo de Gilda Mora es pormenorizado y representado como un paisaje complejo, que, al moverse entre estatuas, se distingue de ellas. La cercanía entre la representación de los objetos y el cuerpo femenino hila ambas ideas en una unicidad que hace respirar a los unos, y otorga un carácter plástico al otro. Se acoplan en una conceptualización cinematográfica que concede rumbos artísticos propios a la aparente simpleza de su unión (en la que, con vistas a una trascendencia, no se funden ni comparan). Como resultado de esta captura fílmica, se llega a una concreción inusitada de las imágenes comunes que abrazan el trasegar diario, una concreción que se hace encantadoramente extraña, atemporal y lúcida.

La cercanía entre la representación de los objetos y el cuerpo femenino hila ambas ideas en una unicidad que hace respirar a los unos, y otorga un carácter plástico al otro.

En ambos lados de este espejo, entremezclados, la regularidad y sus posibles derivas –que, aquí al menos, son tan reales como ella y Ella– se iluminan y oscurecen la una a las otras, y las otras a la una, como una conversación estética que permite una abstracción libre de adjudicaciones, juicios o adjetivos. La musicalidad presente en todo el metraje es, además, una decisión cinematográfica según la cual la atención se guía directamente hacia las imágenes en pantalla, que son, a todas luces –y sombras–, quienes más expresan.

 

Ella representa una forma de concebir el cine muy distinta a lo que, hasta ese momento, se había realizado en el país. Es un referente primigenio para aquellos cineastas que, años después, explorarían diversas reflexiones no narrativas acerca del cine y la cotidianidad, así como para aquellos con un interés especial por la representación femenina –en diferentes instancias–, o la respiración lenta y pesada (a la que a través del cine se puede acceder) de seres y ámbitos estáticos. Es un hito en la medida en que abrió un camino nuevo para el pensamiento fílmico colombiano, y brindó conceptos, hasta entonces inéditos, para su emancipación.

 

En este momento, la figura de la mujer, en su cotidianidad y franqueza, está siendo representada por ellas mismas; los roles cinematográficos van abriéndose a toda clase de realizadores, y revisar producciones que, como está, suponen alegatos aventurados a la profundidad de la esencia del género, en un contexto tan problemático como el nuestro, vale no solo como un ejercicio de memoria, sino también de inspección crítica al pasado y sus paradigmas. La cinta toma un camino conceptual que transgrede los encasillamientos estéticos de su tiempo, y es responsabilidad del nuestro tomarlo en cuenta como desembocadura creativa unificada a la sociedad.

 

Ver el cortometraje en:

https://rtvcplay.co/cortometrajes-ficcion/ella