Jorge Alí Triana (Bogotá, 1942)

Del teatro al cine y la TV      

Mauricio Laurens

Cineasta virtuoso, hombre de teatro y creador de series históricas televisivas. Director escénico del TPB (Teatro Popular de Bogotá), creador de los montajes I took Panamá y Delito, condena y ejecución de una gallina, realizador de cuatro largos argumentales –dos fieles adaptaciones de Gabo–, una doble figuración en cortos del Sobreprecio y el responsable de las puestas en escena El cuento del domingo, Los pecados de Inés de Hinojosa y Pecado santo –entre otras–. Su debut en el largo, la segunda adaptación de un guion original de Gabriel García Márquez: Tiempo de morir –una venganza circular e imperecedera–. Vino después Edipo alcalde (1996), o la peste de la violencia nacional, siendo parodia ‘garcíamarquiana’ de la peste tebana adaptada a las circunstancias sociopolíticas del país.

 

En la era del Sobreprecio, un primer corto: Enterrad a los muertos, en 1977. Lo tragicómico, con dosis de humor negro, a partir del negocio montado por las funerarias alrededor de la muerte, expone una fría complicidad monetaria con los hospitales. La narración en imágenes se desenvolvía de manera límpida, sin los habituales textos tan en boga de aquel entonces. Entre sus secuencias sobresalía la carrera espectacular por jardines y corredores con un ataúd en hombros –rememoración de recursos escénicos de persecuciones en las comedias mudas americanas–. Fue ajustado el trabajo del grupo teatral, con Carlos Barbosa sobrio y Gustavo Angarita colosal; también visualizó en formato 35mm las ironías de una parábola religiosa llamada Dad de comer a los hambrientos (1982).

 

Jorge Alí se lanzó al formato comercial de la pantalla grande, en 1980, como director del primer episodio de Las cuatro edades del amor. La pubertad, o No te dejarás tentar por el demonio: un seminarista se aferra a la devoción mariana como única fuente de salvación, llega a Bogotá y se tropieza con la pecaminosa encarnación asumida por una empleada doméstica. Escenografía cuidadosa y encuadres formales –claustro y capilla, cirios pascuales y casona republicana–, con elementos narrativos pertinaces: ¡Aléjate del demonio, del mundo y la carne! Sus recursos documentales marcan una transición urbana y revelan anécdotas sutilmente contestatarias –revista militar, vallas comerciales, puestos callejeros y prostitución–.

 

Tiempo de morir (Colombia-Cuba, 1985). Tragedia vivida por un hombre bueno cuando regresa a su pueblo, después de haber pasado una veintena de años en prisión, se tropieza con el odio implacable de quienes nunca perdonaron el asesinato de su padre. Dos fuerzas antagónicas, que corresponden a sentimientos históricos claramente identificables: la paz asumida por quien tiene su conciencia limpia, puesto que la justicia humana lo absolvió, y la venganza ancestral vuelta obsesiva sin compadecerse con el desenlace ineludible del duelo a muerte.  En medio de provocaciones sucesivas, rencores e intransigencias que obedecen a un destino ciego, el miedo actúa como catalizador de las partes en conflicto –“porque el miedo a matar es tan grande como el miedo a morir” –.

 

 

Ópera prima, mejor película en el importante Fest-Rio de aquella década, arguye una temática que trasciende y nos brinda constantes dramáticas empapadas de varios significados. Además del rigor en el desarrollo de la crónica como tal, sin descuidar los detalles secundarios o alternativos de sus acciones ofensivas y contraofensivas. Planos bien iluminados y encuadrados, con la experiencia cinematográfica del cubano Mario García Joya (‘Mayito’), sumados al acertado manejo de actores y construcción de personajes acordes con los perfiles interpretativos originales.

En medio de provocaciones sucesivas, rencores e intransigencias que obedecen a un destino ciego, el miedo actúa como catalizador de las partes en conflicto –“porque el miedo a matar es tan grande como el miedo a morir”.

 

Gustavo Angarita es… Juan Sáyago: pacífico, bastante aplomado, transpira fortaleza y no se deja amedrentar o acorralar por sus enemigos –inmutable, nos dejó la sensación de portar una máscara sobre su rostro–. María Eugenia Dávila (Mariana): mujer sola y viuda que inspira respeto, digna en toda la medida de su porte y ensimismada como lo requiere la espiritualidad del personaje –momentos de tal identificación que parecería encerrada en una pajarera–. Sebastián Ospina (Julián Moscote): arrogante, soberbio, intransigente y machista. Jorge Emilio Salazar, el mismo Pedro Moscote: joven comprensivo perfilado como cara opuesta del hermano patán. En conclusión, Tiempo de morir marcó un hito en el desarrollo argumentativo y técnico de las cintas colombianas del período Focine-Icaic.

 

Edipo alcalde (Colombia-España, 1996). Cuadro desolador de nuestra realidad campesina en donde rondan los fantasmas del narcoterrorismo, el fracaso de las negociaciones de paz y el fuego cruzado entre bandos heterogéneos que asolan a una población inerme. Edipo no es un rey, sino el joven alcalde de un municipio conflictivo del eje cafetero, vive en la Colombia de finales de siglo y se le asigna la misión de dialogar con los grupos alzados en armas.  Un bien pensado elenco iberoamericano: el cubano Jorge Perugorría (Edipo), la española Angela Molina (Yocasta) y el mítico Francisco Rabal (Tiresias). Sus ingredientes tricolores: narcotráfico, paramilitarismo, guerrilla, secuestro y nudo ciego del país nacional.

 

Sófocles, en versión García Márquez, con esquemas narrativos que corresponderían a las circunstancias nuestras: destino inexorable que pesa sobre el individuo y trastorna su razón, venganza que engendra una  violencia circular y  arrastra  irremediablemente  a todo un país hacia el caos colectivo, búsqueda  infructuosa  de una paz  social y la  seguridad personal, desgobierno o ineficacia militar que genera violentos enfrentamientos entre guerrilleros y paramilitares, o fuerzas oscuras, que perturban el normal  funcionamiento de un estado de derecho en peligro de extinción.

 

Bolívar soy yo (Triana, Colombia, 2002), interpretado por Robinson Díaz. Ficción histórica representada por un actor que confunde la realidad, y hace que la farsa fantasiosa usurpe los linderos de las tradiciones conocidas. Dos temáticas desenvueltas con algunos aciertos para desarrollar un juego divertido alrededor de las confusiones de personalidad –actor de telenovelas, entre la realidad histórica y sus propias fantasías como héroe ficcional– e identificación con el personaje creado que asimila esquemas interpretativos hasta confundir dónde comienza la actuación y cuándo termina el rol asignado. Si la reencarnación del Libertador parecería una farsa destructiva, se presenta un paralelo interesante con la situación nacional hasta desembocar en un abismo institucional de proporciones anárquicas.

 

Santiago Miranda, quien ha representado exitosamente al Libertador en una serie de televisión titulada Los amores de Bolívar, cree por momentos que ha revivido el sueño supremo de la Gran Colombia y se obstina en modificar los libretos sensacionalistas que no coinciden con la imagen tradicional derivada del paradigma de la libertad. Al pretender alterar las decisiones atribuidas a criterios meramente comerciales, entra en conflicto y revive o resucita la figura mítica de quien hace dos siglos hablaba de crisis partidista e igualmente del caos al que había sido sometida la República por sus gobernantes.

 

Robinson Díaz, anterior protagonista de La pena máxima y Soplo de vida, suena convincente en la apropiación del símbolo patriótico de nuestra nacionalidad. Pero algunos excesos del guion lo muestran sencillamente grotesco cuando baila en una discoteca, se acuesta con una mujer de cero en conducta y recita borracho un monólogo traído de los cabellos en plena Plaza de Bolívar. Del plano irreverente, que hubiese podido bordear el humor negro, se precipita gratuitamente hacia el manejo desproporcionado del contenido alegórico.

Robinson Díaz, anterior protagonista de La pena máxima y Soplo de vida, suena convincente en la apropiación del símbolo patriótico de nuestra nacionalidad.

Esto huele mal (Producciones CMO, 2007), o una mentira en plena tragedia colectiva, traspuesta comedia de enredos sentimentales paralelos a un hecho terrorista que hace tres décadas estremeció a la sociedad colombiana. A partir de una mentira inocente e inoportuna, bucea por las picardías y complicaciones generadas por un marido infiel que termina cuestionando los engaños de algunos medios de comunicación, el heroísmo casual de un ciudadano privilegiado y las falsedades o iracundias momentáneas en que todos hemos caído.

 

El atentado fatídico del exclusivo club bogotano del Nogal afectó por igual a socios y empleados; sus autores materiales fueron debidamente identificados y reivindicada su gestoría guerrillera e intelectual. Aunque las minucias novelescas pertenecen a la ficción, cualquier espectador ignorante de tales acontecimientos se preguntaría si hubo alguna investigación posterior por cuanto todo parecería indicar que solo se debió a una fatalidad, sin ir más allá de sus demostrables móviles políticos.

 

Abordaje de la realidad nacional con tono dramático, espíritu fantasioso y acento ‘garcíamarquiano’; sin embargo, quedó la impresión de haberse abordado un tema delicado en medio de convencionales ropajes y entretenidas salidas meramente comerciales. Caicedo, un empresario mentiroso por naturaleza; su compinche, Guzmán, posee las habilidades del ‘perro’; las amantes de turno son juguetes caprichosos y la esposa, quien se autodefine víctima, también tiene su secreto bien guardado.

 

Tan extendida picaresca desemboca en una tendencia de la que casi nadie se salva: niña damnificada que señala con el dedo a su “salvador”, reportera que inventa un gesto heroico y efectistas manifestaciones patrióticas. Estos elementos cruciales en la novela del periodista Fernando Quiroz han servido para preguntarnos cómo olvidarnos prontamente de un episodio enredado, o doloroso, para enseguida ocuparnos de asuntos baladíes.