Joan Suárez
Muchacha feroz
Tu boca es aguja en el agua
Tú no eres ni has sido de nadie
Tú eres indomable
Eres tuya
Eres tú
Desde sus empinadas calles descuelgan los cuerpos cansados. Las carreras periféricas aturdidas, caóticas y de estruendoso ruido. Tan aceitosas y resbaladizas. La ciudad de Medellín, tan verde y anaranjada, con sus casas inclinadas que desafían la gravedad y sostienen la lápida, tan irónico y natural. Allí donde la gente es ternura y maldad a cada cuadrante sin flores. La cuadra tiene un montículo de huecos y de secretos ocultos sobre los que nadie dice nada. Sin embargo, Yennifer Uribe, directora de la película La piel en primavera (2024), perfuma con imágenes la vida de Sandra en el barrio y la expansión de su esencia en la dimensión de la sexualidad, la determinación, el autodescubrimiento y la libertad.
De pronto, un bus rueda fácilmente y temprano por el barrio con una de tantas historias, su banda sonora local y emisora salsera. La mansión de la rutina madruga a bordo en los asientos de la ciudad primaveral. El despertar afanoso entre los que no tienen nada y otros que lo tienen todo. Un plano acaricia el rostro delicado y nítido de Sandra (interpretada por Alba Liliana Agudelo Posada), en el que su mirada conversa con lo que vamos a ver. Un color azul en su ropa y el descenso a pie desde la periferia y la subida en un bus me traen a Leidy, Andrea, Karen, Cristina, Anna y Alejandra…
Desde un bus también ha bajado Leidi (2014), de Simón Mesa, con su triste y primorosa mirada. Y he visto el declive de Andrea en Madre (2016), del mismo director, y su descubrimiento violento de la capilla central de la ciudad, el centro común y siniestro, el refugio pasajero de la soledad y el paradero de un bus. Y qué decir, saltando entre urbes y aceras de asfalto, a Karen llora en un bus (2011), de Gabriel Rojas Vera, el mínimo mundo matrimonial de una mujer y el tedio a la mesa. Por otra parte, Cristina (2023), de Hans Dieter Fresen, explora los vínculos afectivos con amigos, familiares y amantes. Y las carreteras de Colombia, desde Bogotá hasta Santa Marta lleva a Anna (2015), de Jacques Toulemonde Vidal, por una travesía de huida y entendimiento. Y la aparente independencia en la que vive Alejandra con sus emociones y su sexualidad en Señoritas (2013), de Lina Rodríguez. Todo un universo femenino narrado (casi en su totalidad) por hombres: jóvenes madres de distinta clase social, el amor de pareja, su lugar como mujer, la frustración ante el mandato social, madres solteras, trabajadoras o profesionales, etc.
Sí, es una perspectiva estimulante y contundente que nos facilita este caleidoscopio memorial (insuficiente) no solo de estas películas, sino también las historias de sus mujeres protagonistas; ahora, hacía falta la voz potente e ingeniosa, espiritual y de cariño desde una misma mujer y su Ser. Yennifer Uribe eleva los matices y es quien nos brinda con frescura y azares el desenvolviendo adormecido de Sandra, quien está atragantada y tiene el alma atorada. Su cotidianidad es aturdida en los instantes tramposos de ida y vuelta entre su empleo, su hogar y sus esporádicas salidas sociales.
Sí, es una perspectiva estimulante y contundente que nos facilita este caleidoscopio memorial (insuficiente) no solo de estas películas, sino también las historias de sus mujeres protagonistas; ahora, hacía falta la voz potente e ingeniosa, espiritual y de cariño desde una misma mujer y su Ser.
El relato sigue a Sandra en el bus, este es el espacio – tiempo de un movimiento en forma de espiral, aunque la ruta sea cíclica: el mismo recorrido y la misma trayectoria. Los hechos suben y bajan por unas escaleras eléctricas en desafíos de asombro y risas contenidas, palabras calladas y ojos sostenidos: el cumplido aceptado, el saludo atendido, la salida a conversar, la llamada recibida… Y un hijo saltando de adolescente a hombre. Así es el tono dictado por la música y el ritmo palpitar de Sandra, en su ambiente laboral como vigilante y la apertura a nuevas amistades, otras mujeres, el amor y su cuerpo.
El equilibro en la vida es incierto, Sandra está nueva en su lugar de trabajo y se abre la ventana; en un primer momento, la conversación con el conductor del bus; y en el segundo, por la cofradía con sus compañeras de turno en el centro comercial. El recorrido íntimo comienza por la singularidad de la palabra, la mirada, la coquetería, la curiosidad inquieta, la melodía sensual, la picardía entre bromas y los momentos de pequeña celebración: el cumpleaños de la novia de su hijo y la única cita romántica en el bus con Javier, que revela a los hombres, muchos entre tantos (como el padre ausente de Julián), que no quieren para siempre.
El relato da cuenta de una filigrana sensible en la que se exploran emociones, estados de ánimo, el eco de un pasado sinuoso y el carácter templado y decidido aprendido con la experiencia, y el autodescubrimiento del placer y el deseo. Sandra se masturba al igual que Ángela en La sangre y la lluvia (2009), de Jorge Navas. Momentos, solo momentos de soledad e imaginación erótica en la hostilidad gris de una ciudad, el dictamen cultural y social del pecado, la sumisión y la obediencia. Pero Sandra apela a la deconstrucción de patrones, el deslumbramiento de su piel le abre la caricia de su Ser y la libertad de su espíritu. En la última secuencia Sandra está en su propia terraza (una habitación más amplia), gigante ante la ciudad, y un plano general, acompañado de una leve lluvia, desnuda el nacimiento de otra Mujer, otra Sandra, la que dará su vida por ella, como ha sido; y por quererse siempre primero, como será.
Yennifer Uribe alcanza con maestría algunas escenas sutiles y alegóricas, si bien no son primerizas para el cine colombiano y lo que se ha llamado “realismo cotidiano” a nivel latinoamericano; su virtuosidad poética como directora nos abre la puerta para ir más allá de la acera, no la de los jóvenes en las bancas de los barrios y sus vueltas, sino la de otra ciudad (la misma Medellín de Rodrigo D) a la que tanto y todavía le dan la espalda. Sandra es la expansión de muchas mujeres, con diversas pieles de sudor y que trabajan, que están por fuera del canon plástico y quirúrgico. De ahí, que la estética musical sea tan vibrante y alegre, ya no es Tu muñeca, de Dulce, para jugar, ni la hermana que trapea en los ochenta. Sandra es Sherezade, y muchas otras mujeres a la vez, la que proviene de una hermosa ciudad. La que es medallo por cariño y metrallo de verdades. Donde no azaran las neas, aquí azara otra guerra silente e individual: la autonomía, el autodescubrimiento y la libertad de la mujer.
En esta revista me permitiré la licencia para reproducir un fragmento del poema Ciudad invisible, del poeta y cineasta Víctor Gaviria, que está en su libro La mañana del tiempo (2003), un texto que sigue temblando como un pensamiento invisible sobre las pieles en la primavera.
Ciudad invisible
Una muchacha con las cejas espesas
y su boca entreabierta, camina rápidamente en sentido contrario
lo que me da tiempo de observarla: pero pasa sin pestañear y mira hacia abajo,
pensando, ensimismada… […]
Bienvenidas la quietud, la boca silenciosa, los ojos iluminados por el día,
pero que miran hacia adentro.
¡Por favor, abran paso! que voy sin que nadie me moleste
por un bosque de desconocidos!…