Los vivos y los muertos, de Manuel F. Contreras

Un retrato íntimo para fraguar el destino

Danny Arteaga Castrillón

Hacer un retrato de lo íntimo es otra manera de acercarse a un espejo, pero uno que posibilita ver casi en simultáneo las transformaciones que permite el tiempo, y no solo la contundencia ilusoria de un presente. Los vivos y los muertos, documental de Manuel F. Contreras, es una muestra de ello. En la película el realizador toma como escenario a su propia familia y su entorno para indagar sobre el pasado y así entender su presente, más las decisiones de cara al futuro.

 

Manuel hace el registro, a lo largo de varios años, de su propia historia, de su cotidianidad en Budapest y las temporadas que pasa con sus hermanos en Bogotá. La película se mueve al inicio en torno a la búsqueda de un medio hermano desconocido, que resultó de una infidelidad del padre en el pasado. Esto a raíz de su indecisión de tener hijos, que nace cuando su pareja le manifiesta sus deseos de ser madre. Así, el documental hace una constante reflexión sobre la paternidad y, con ello, sobre la estructura familiar, más los secretos y rencores que oculta el tiempo.

 

Los vivos y los muertos es una muestra de creación de tensión narrativa a través del retrato de lo privado. Se contraponen situaciones como el autorregistro que hace Manuel de su soledad, en Budapest, más la construcción de su propio espacio, a la manera como sus hermanos, por su lado, van construyendo un hogar. Los espectadores participamos del dilema que embarga al realizador – protagonista. Asumimos el entorno familiar como un escenario de indagación, casi como un oráculo. Las señales del destino parecen filtrarse en las imágenes para convocarlo o tentarlo, sobre todo cuando poco a poco sus hermanos van teniendo sus propios hijos o saltan las manifestaciones espontáneas de lo gratificante que es ser padre o madre. Esto incluye al medio hermano, con quien Manuel había encontrado un fugaz punto en común sobre sus inquietudes y su futuro.

 

La película va más allá de una intención solipsista. No es el retrato vanidoso de quien quiere eternizarse en sus propias imágenes. Late en verdad una sensación de indagación que se percibe en lo espontáneo, de permitirle al lente moverse con el ritmo de la emoción y del afecto. Registra con naturalidad los vínculos familiares. Los deja expresarse y sumarse a la observación. Por eso la cámara no es un artefacto ajeno que los observa desde un plano distante de su realidad, sino que delata su presencia. Se le permite volcarse con el movimiento, pasar de una mano a otra, incluso por un momento el realizador accede a que un niño invada el plano y acaricie el lente con curiosidad. Hechos como este último, sencillos, impulsivos tal vez, pueblan casi de manera imperceptible algunas escenas de la película. Pueden pasar desapercibidos o parecer simples situaciones decorativas, contextuales, pero que resultan muy elocuentes en la consciencia dubitativa de Manuel, como ese otro fugaz instante en el cual su sobrina y su sobrino juegan al “papá y a la mamá”, y revelan incluso, en esa ingenuidad, un típico problema de matrimonio.

Por eso la cámara no es un artefacto ajeno que los observa desde un plano distante de su realidad, sino que delata su presencia. Se le permite volcarse con el movimiento, pasar de una mano a otra …

Hay, además, una voz en off presente a lo largo de la película que narra los hechos y opera casi como una consciencia que habla desde diferentes planos del tiempo; pero no juzga, se limita tan solo a enfatizar en los dilemas del realizador – protagonista. De esa manera, el director toma distancia de su yo en la imagen para que la introspección suceda sin la injerencia de su propio juicio. Así, la película se convierte en el escenario que fragua Manuel F. Contreras para buscar las respuestas que determinarán sus decisiones y su destino y nos convierte a los espectadores en testigos de ese proceso.

 

Sin embargo, la indagación no se limita a los parangones de Manuel. Él mismo se convierte en la motivación que lleva a sus hermanos, incluido el medio hermano, a hacer sus propios descubrimientos, a adentrarse en su pasado y reconciliarse con quienes ya no están. Podemos, además, percibir la transformación de cada uno a lo largo de los años, incluido Manuel, cuyos interrogantes se van resolviendo a medida que el destino que registra las imágenes le confirma sus reservas en torno a la paternidad y el devenir que añora, del mismo modo, su espacio en Budapest va tomando forma e identidad.

 

La película adquiere un cierto carácter terapéutico. Indaga en lo íntimo para encontrar las grietas que lastiman. Ahonda, sin embargo, en el pasado apenas con la tristeza suficiente; anda como de puntillas, incluso con cierta reverencia, para no despertar rencores ni agudizar el dolor, y la nostalgia alcanza una presencia sutil, sobre todo a través de la música y las fotografías, ya más cercana a la sensación del alivio. Surge entonces la pregunta de si las imágenes son tan solo un registro de los avatares de un conjunto de relaciones afectivas o si la película más bien cumple un rol directo en el destino emocional de los personajes, si la presencia de la cámara, la promesa de un proyecto cinematográfico, incluso el tejido final, en algo habrá incidido en esa catarsis familiar.