David Guzmán Quintero
Malta es de esos relatos que se agradecen, que no tienen nada que ver con la sobreestimulación de una película “perfecta” y, de hecho, cuyas pretensiones son bastante modestas, acaso inocentes. Formalmente, no hay algo que valga particularmente la pena resaltar: hay algunas patas que cojean en el guion y otras más en dirección. Todo en lo que me quiero detener es en la representación.
Algo así como lo que hizo Paul Thomas Anderson en Licorice Pizza (2021) al reinventarse un cliché como lo son las re (re,re,re,re) fritadas películas románticas adolescentes, Natalia Santa sigue la estructura de una típica comedia romántica del estilo chico-conoce-chica; solo que esta vez se invierten los roles: esta vez es la mujer la ruda y el hombre es el perdedor. Modificar algo tan sencillo en un tipo de cine tan costumbrista se hace algo bastante loable. Dicho eso, habría que destacar que no es un filme que repita los “errores” que tanto se le adjudican a ese tipo de cine (de hecho, lo mejor de todo es que Malta se arriesga a cometer otros errores); a diferencia de esos filmes, esta estructura respira: sí hay una trama principal y algunas secundarias, pero siempre hay tiempo para bailar en la sala de la casa o para una guerra con pistolas de agua. Es mera cuestión de filosofía, de cómo se ve la vida. Pero, al final, quién puede decir si la vida se resume en emprender una búsqueda o en esos momentos dotados de aparente insignificancia.
Ahondemos en la representación de esos sistemas de sexo/género que se nos muestra en Malta. Tras ver la delicada silueta desnuda de Gabriel (Emmanuel Restrepo) entrepiernada con Estefanía Piñeres y su aceptación despreocupada de sus juveniles deseos homosexuales hacia un personaje de historieta, comencé a pensar en eso que han estado llamando “Nuevas masculinidades”. En los últimos años hemos visto a distintos realizadores poniendo en conflicto la imagen masculina: En La jauría, en La roya, en Los reyes del mundo, en Una madre. Sin embargo, empecé a hacer un breve recorrido a lo largo de la historia del cine y me encontré con que los realizadores siempre han encontrado en la pugna subyacente de ese sistema sexo/género unos cuestionamientos sociales. No pude evitar pensar en esa divina feminidad del mimo de Los niños del paraíso, por ejemplo. Como ese mimo, Emmanuel Restrepo dota a su personaje no de una feminidad, sino de una masculinidad delicada, trémula, un hombre al que no le crecen las patillas “ni con minoxidil”. Y ese chico, sin seguir en lo absoluto el estereotipo de macho, es con el que vemos a la protagonista en una escena de sexo bastante larga y algo explícita. En el desarrollo de esa representación, Natalia Santa fue bastante precisa con la forma en la que decidió representar, no solamente su masculinidad, sino también su heterosexualidad: ninguna de las dos tiene que ver con su comportamiento, mucho menos con el que se haya sentido alguna vez atraído hacia otro hombre.
Y ese chico, sin seguir en lo absoluto el estereotipo de macho, es con el que vemos a la protagonista en una escena de sexo bastante larga y algo explícita.
Eso es abarcativo hacia toda la masculinidad del relato. Toda idea de masculinidad aparece agonizante: un padre ausente, un hijo que sigue los pasos del padre, un abuelo que está mal enterrado, un amante introvertido y un niño. Por el lado de las mujeres, bueno, el relato abre con un plano del desagüe de la ducha sobre el que la protagonista está orinando. De esos detalles tan minúsculos es de los que se enriquece sobremanera el relato. Y así como las representaciones masculinas y femeninas, también se ha deconstruido la imagen de la madre santa. Como sucede en Una madre, el cine colombiano, tal vez partiendo de la misma idolatría por la maternidad, se ha estado preocupando por hacer madres humanas, o sea, con derecho a ser imperfectas. (Esta vez –como cosa rara– Patricia Tamayo nos regala una soberbia actuación.) Y en el entresijo que hay entre la masculinidad y la fertilidad, solamente encontramos a varios hombres que solo aparecen para una satisfacción casual, una madre en pijama y unos peces que se van muriendo a lo largo del relato.
Estas representaciones fueron logradas no solo por Natalia Santa en su guion y dirección, sino (me atrevería a decir que, sobre todo) por unos actores con rostro. Natalia Santa aparece como una directora interesada en no seguir en automático respecto a los no-actores y ha optado por unos inteligentísimos actores que han logrado representar de manera impecable todas las ideas descritas. En el elenco de su anterior filme, La defensa del dragón, contó con la maestra Victoria Hernández y un actor del peso de Hernán Méndez; esta vez, contó con Estefanía Piñeres, Emmanuel Restrepo (que se perfila como una promesa de la actuación en Colombia y eso no tiene nada que ver con la acogida mediática que obtuvo su papel en la telenovela de Rigo), Patricia Tamayo y (nada más y nada menos) el maestro César Badillo.
El resultado es un relato con logros mayores a sus propósitos. No tiene nada que ver con que sea la mejor o la peor película del año. Deja, simplemente, un ligero y agradable sabor de boca.