Minotauro de Joaquín Uribe

El laberinto de Minotauro

Daniel Tamayo Uribe

El cine, como cualquier arte, ha sido objeto de muchos discursos o ideas con que se ha buscado definir sus objetivos o fines, sea a un nivel técnico o a uno filosófico. Por otra parte, ha sido asunto de discusión la ética del oficio cinematográfico, en particular en lo relativo al trabajo con otros. En unas y otras se han presentado abusos por menosprecio o por sobreestima. Bajo estas consideraciones, me gustaría enfocarme en lo estético, lo sensible, para el caso de Minotauro (2024), película colombiana dirigida por Joaquín Uribe.

 

Una estética, diría yo, es un determinado orden (o desorden) de las formas sensibles –aquí ya empiezo a pecar de estar dando definiciones–. Esto viene acompañado de conceptos y emociones. Podría decirse que la virtud de la persona dedicada al cine radica en lograr establecer esa organización de forma que se pueda habitar un momento y espacio y así los espectadores podemos transitar por emociones y conceptos hacia algún destino. Esto nos remite inmediatamente a la figura de cineasta o directora. Figura vanagloriada y criticada, anhelada y desechada, la mayoría de las veces oculta en la obra y con frecuencia protagónica fuera de ella.

 

En Minotauro se pretende documentar periódicas salidas a “la libertad”, con una duración de 72 horas, por parte de un misterioso e histriónico hombre de sesenta años de edad, Omar Bautista, condenado a prisión por homicidio hace aproximadamente diez. En la película nos movemos entre los registros de la vida de Omar en la cárcel La Modelo y aquellos en sus diferentes salidas en la ciudad de Bogotá, gracias al beneficio obtenido en la prisión. Sin embargo, la presencia (visual y sonora) del director, Joaquín, termina por ser central. El documental en realidad es sobre la película que intentan hacer estos dos hombres, aunque quizás cada uno intenta hacer una diferente. Parece que ninguno, al menos desde el principio (como es usual), sabe cuál quiere crear ni anticipa a cuál llegará. El minotauro no es solo el impredecible Omar, hay otro. Esa aún más compleja dualidad que “protagoniza” y “dirige”, esa tensa relación artística que llega a formarse entre los que filman y los que son filmados, Omar y Joaquín.

 

Normalmente esperamos que la persona que dirige esté detrás de cámara y la que protagoniza quede delante de ella. Aquí es así pero también pasa a la inversa, quien dirige llega a estar frente a cámara y el protagonista igualmente manipula la cámara. No solo hay seguimientos u observaciones más típicamente documentales y momentos de hablar a cámara o a quien está tras de ella, igualmente vemos a Omar haciendo unos como performances aparentemente planeados con Joaquín o improvisados por él. Por su parte, el director decide aparecer en off o frente a cámara para poner en evidencia desde cuestiones técnicas y de producción hasta artísticas y personales en torno a la película.

 

Es justamente en estos momentos de estelaridad escénica de Omar y Joaquín en los que salen a relucir las tensiones a propósito del cine como forma de arte. La performatividad escénica trae a cuento, al menos en este caso, el vínculo entre lo estético con lo ético y lo filosófico. Este documental, como cualquiera, adquiere una posición en su relación con la puesta en escena y la ficción. En otras palabras, con aquello que hace referencia a su necesaria construcción al tiempo que con sus compromisos con la verdad y la falsedad.

 

Cabe preguntarse, como se plantea en la película, si lo que vemos y lo que se nos dice es verdad o auténtico. Llegamos a enterarnos de que no todo lo que Omar cuenta de su vida a Joaquín es cierto. Asimismo, en medio de su histrionismo, humor y crudeza da la sensación de estar siendo auténtico sin dejarnos ver mucho de él. Ante esto, por una parte, Joaquín lo pone en una sala, entre luz y oscuridad, que parece de interrogatorio de película gringa. Así parece pretender confrontarlo consigo mismo a la vez que quizás espera que los espectadores podamos ver más de él. Por otra parte, el director habla con Omar en más de una ocasión, con franqueza y rudeza, preguntándole qué quiere hacer (con la película y con la vida).

… en medio de su histrionismo, humor y crudeza da la sensación de estar siendo auténtico sin dejarnos ver mucho de él. Ante esto, por una parte, Joaquín lo pone en una sala, entre luz y oscuridad, que parece de interrogatorio de película gringa.

En este punto saltan las preguntas éticas y estéticas tanto para Joaquín como para Omar. Las preguntas en el cine, como siempre, pasan por lo que se decide mostrar y lo que no, el dentro y el fuera de cuadro (visual y sonoro). Y esto es determinado por ese registrar o ser registrado. Las dos posiciones tienen sus potencias, riesgos y responsabilidades. Para entrar en ello, primero cabe considerar las situaciones y, conforme a ello, las intenciones de cada uno de los actores (no en el sentido de la profesión). Y en esto radica una de las principales dificultades: no sabemos bien ni lo uno ni lo otro.

 

Esto, de fondo, corresponde al interrogante fundamental: ¿por qué hacer una película? Más aún, ¿por qué hacer esta o cual película? Omar es un convicto que tiene la oportunidad de salir de su celda y “ser libre”; Joaquín, por su lado, es un documentalista que tiene la oportunidad de registrar a Omar frente a esta situación vital que se le presenta. Uno y otro, da la impresión, creen que hacer del caso una película puede aportar. ¿A qué? A la propia vida de Omar así como, parece, a la sensibilización, concientización o reflexión sobre lo que implica la privación de la libertad, como se suele denominar la pena a la que fue condenado el protagonista. Ambos se plantean el “qué mostrar” en función de un mensaje que dejar.

 

No obstante, da la sensación de que Omar y Joaquín terminan por ser parciales o ambiguos sobre sus intenciones, de que todo lo que desean al hacer el documental no se resume en la intención de aportar ese mensaje a la sociedad o siquiera a sí mismos. Puede que esto responda a que consciente e intencionalmente oculten algo que no quieren mostrar (como sí vemos en algún momento de la película), pero a lo mejor es que ni siquiera saben qué quieren. Así se siente. De ahí que las formas y escenas que se adoptan en la película sean irregulares entre ellas y no siempre claras sobre qué se espera o se pretende que sintamos o pensemos. Hay momentos divertidos, otros bellos y algunos fríos. Y aunque la realidad sea así de compleja y dispar, en una película parece importante darle orden e intención a la diversidad de formas para poder habitarla en cuanto cine y no solo como la vida misma –vuelvo con las definiciones…–, a la que igualmente buscamos darle sentidos.

 

No sabemos en qué circunstancias llegaron Joaquín y Omar a cruzarse y decidieron hacer esta película. En principio, uno diría que es el documentalista quien tiene mayor poder y responsabilidad con el protagonista, pues puede que ponga en riesgo la oportunidad de Omar y lo exponga ante quienes vieran la película. Hacia el público su compromiso es, pues, ofrecer una obra que sea habitable, asunto difícil y no tan valorado. Por su lado, Omar determina la película, más allá de la dirección que quiera dar Joaquín, hasta el punto que parece salirse de control el resultado final. Su principal responsabilidad es consigo mismo y su posibilidad de “libertad”, aunque también tenga alguna con Joaquín, quien decidió acompañarlo en el proceso. Con el público, de haberse comprometido con dar un mensaje, a lo sumo es responsable de hacerlo.

 

Qué puede y debe una película son cuestiones que nos exceden, como la vida misma. Pueden mucho o muy poco; lo mismo con lo que llegarían a deber. Todo esto aplica para quienes graban, quienes son grabados y quienes ven, tipo de personas de las que sigue habiendo muchas. Son diferentes y siempre inciertos lo objetivos propuestos y los fines alcanzados. Cual minotauro griego, como el que conforman Joaquín y Omar, nos encontramos en medio de un laberinto al ver y hacer una película. Llegamos a un camino sin salida o alcanzamos libertad. Para este Minotauro y el laberinto que habita, que sean Omar, Joaquín y el resto de espectadores quienes digan a qué destino fueron a dar. Yo ya he escrito el mío.