Detrás de cámaras de Pepe, estudios de la imaginación.
En una era de hiper-globalización vale la pena preguntarnos por el origen de las obras que consumimos, precisamente por la necesidad de cuestionar el efecto que la homogeneización de estos productos masivos tiene sobre las audiencias y las identidades culturales.
Gloria Isabel Gómez
Los umbrales que se construyen entre la realidad y el arte están siempre atravesados por la condición humana y la experiencia de los y las creadoras. Estos umbrales no necesariamente son rutas calculadas sino senderos que se cruzan a través de categorías que, a lo largo de la historia, hemos utilizado para diferenciar unas obras de otras, sea por su época (por ejemplo, definir una pintura como rupestre o neoclásica), su técnica (una pintura al óleo o una escultura en bronce) o en el caso del cine, su aproximación a un relato (documental, ficción, experimental).
Muchas creaciones refuerzan las expectativas de la época, la técnica o el modelo al que pertenecen, haciendo que estas categorías tengan referencias artísticas numerosas y logren mantenerse en el tiempo. Otras, en cambio, empiezan a trazar líneas curvas o trayectorias impredecibles a través del juego con diferentes lenguajes o soportes. Recientemente vi Pepe, estudios de la imaginación, una película que me dejó una sensación de liminalidad, una ambigüedad que surge cuando los espacios no están definidos con claridad o cuando sí hay un área donde se desarrollan las acciones, pero esta se escabulle entre etapas o entre lugares que no necesariamente están unos juntos a otros.
Esta palabra –que proviene del latín līmināris– es cada vez más utilizada en la arquitectura, el performance y el teatro, quizá porque, a diferencia del espacio en el cine, el escenario tiene otras características visuales, plásticas y expresivas. También es utilizada por antropólogos para referirse a lo que sucede durante ciertos ritos de paso o situaciones intermedias del ser (estar en el vientre materno, soñar, entre otros).
El largometraje del dominicano Nelson Carlo de los Santos nos ofrece una pregunta por el
lugar de donde provienen las historias y nos invita a pensar si es que acaso hoy podemos afirmar que las películas, entendidas como productos culturales, le pertenecen a un territorio específico.
Si utilizamos la noción de propiedad para responder a esta pregunta, encontraremos una respuesta relacionada con los procesos financieros y administrativos que hacen del cine una industria: sin ninguna excepción, los fondos y los festivales de todo el mundo exigen la documentación o las evidencias que demuestren el origen de los recursos con los que se financia un proyecto cinematográfico (por ejemplo, las contrataciones). Es decir, una película puede pertenecer a un país y en el camino encontrar diferentes fuentes de financiación.
Los países de producción de Pepe son República Dominicana, Alemania, Francia y Namibia. En ese sentido, no es preciso afirmar que esta es una película de nuestra cinematografía, pues, aunque hay locaciones y personal de Colombia involucrado en la producción, bajo estos criterios (respaldados en porcentajes por país y en datos cuantificables en dinero), el aporte colombiano no alcanza siquiera el de la coproducción.
Sin embargo, la película genera una serie de tensiones geográficas y políticas para superar esa “exclusión”. Una de sus estrategias es el idioma, una forma de transportarnos de un continente a otro a través de voces diversas que nos hablan en español, afrikáans, mbukushu y alemán.
Invitarnos a escuchar otras maneras de estructurar la realidad a través de la palabra es un aspecto crucial de este trabajo, no porque sea necesario reforzar ideas nacionalistas, sino porque el personaje protagónico es un ser sin patria… Es un animal que transita de un lugar a otro a partir de su propia muerte, una condición que le permite narrarnos su historia de violencia.
Podemos pensar que el punto de vista de un hipopótamo fantasma es una extravagancia narrativa, pero en realidad es una decisión sobre la que se estructura el relato, porque los animales pertenecen a hábitats y no a países, solo que con frecuencia lo olvidamos porque nuestra noción del territorio contempla atribuciones que son absurdas y arbitrarias, como el suceso que muestra la película (el traslado de hipopótamos a una hacienda privada) o mandatos internacionales, como la diplomacia del panda, un acuerdo político en el que todos los pandas –incluso los que nacen en zoológicos extranjeros– le pertenecen a China.
Durante la película nos acompaña una voz humana que representa a Pepe, quien gruñe y reflexiona sobre su pasado. Por el aire, la tierra y el agua recorremos la sabana africana, el mar, el río Magdalena y otros paisajes sin nombre, al tiempo que transitamos entre la ficción, el documental y el experimental. Así es como seguimos el camino errante del protagonista, adaptándonos a los cambios de ritmo, temperatura y formato.
Durante la película nos acompaña una voz humana que representa a Pepe, quien gruñe y reflexiona sobre su pasado. Por el aire, la tierra y el agua recorremos la sabana africana, el mar, el río Magdalena y otros paisajes sin nombre, al tiempo que transitamos entre la ficción, el documental y el experimental.
Con frecuencia queremos saber “¿de dónde es esta película?” y casi siempre buscamos una respuesta simple: el país de producción de la obra. En este caso, la pregunta es más compleja, porque la multiplicidad de espacios de este largometraje refuerza la capacidad que tiene el cine como un reflejo de creencias o de memorias colectivas que comparten grandes grupos de personas por sus preferencias religiosas, su orientación sexual, su origen étnico o la generación a la que pertenecen…En otras palabras, al eludir una localización precisa, Pepe nos obliga a reflexionar sobre las identidades latinoamericanas, la migración entre países y, de manera más amplia, acerca de los abusos de poder que afectan a las poblaciones que fuimos colonizadas, así como el abandono y la fragilidad que afecta algunos territorios rurales por causa de la violencia.
Quisiera agregar que la liminalidad que rodea este largometraje persiste más allá de las evidencias que he expuesto, pues también involucra lo más humano del quehacer cinematográfico, una cierta inquietud que tienen los y las cineastas acerca de para quién o para qué se hacen las películas. Pepe nos lo cuenta en los créditos finales, en donde se aprecia el siguiente mensaje del director: “Dedicado a toda la gente de Estación Cocorná, que me abrió las puertas como uno más”.
En otras palabras, en el cine, la liminalidad de la que hablo está relacionada con una serie de procesos creativos, administrativos, técnicos y humanos que involucran muchos espacios, pero también muchas personas, tanto las que pertenecen al gremio, como aquellas que llevan vidas totalmente ajenas al arte cinematográfico, quienes abren sus casas, prestan su ropa y ofrecen su apoyo para que los proyectos salgan adelante, independiente de que sean obras de autor, trabajos de estudiantes o películas comerciales.[1]
La representación del espacio dentro del relato cinematográfico establece cercanías o distancias con una obra, porque es un aspecto que determina las experiencias o sensaciones que atraviesan los personajes y que llegan a la audiencia a través de la pantalla y el sonido. En mi caso, la conexión que pude establecer con el mundo que me propuso Pepe no fue emocional ni geográfica sino racional, porque me obligó a formularme preguntas sobre el arte y sus fronteras. Quizá, esta experiencia como espectadora también explique mi sensación de liminalidad: la atención plena de mis sentidos mientras veía la película y en simultáneo, una conciencia permanente para racionalizar su significado.
[1] Esta solidaridad la conocen bien las personas encargadas de las locaciones y la producción de campo, porque son profesionales que se dedican a encontrar y gestionar los espacios donde las historias son posibles.