Yo vi tres luces negras, de Santiago Lozano Álvarez

Remontar el río de los muertos

Pedro Adrián Zuluaga

El segundo largometraje de Santiago Lozano Álvarez (luego de Siembra, de 2015, codirigido con Ángela María Osorio) se puede ver como la continuidad de un ciclo abierto por el cine realizado en la región occidental y el Pacífico colombianos, empeñado en mostrar las consecuencias de unas formas de producción económica que vienen de tiempo atrás, pero que, en las últimas décadas, han tenido como consecuencia la devastación ambiental, la violencia y la ruptura de los tejidos comunitarios en territorios habitados por poblaciones campesinas, indígenas y afrodescendientes.

 

Siempre se consideró que un aporte fundamental del viejo Grupo de Cali fue su inclinación a representar la ciudad y considerarla como objeto de investigación artística. Si bien eso es indudable, lo fue principalmente en los cortometrajes (desde Oiga vea de 1972, hasta los que se realizaron en las décadas de 1980 y 1990, para el programa de televisión Rostros y rastros, emitido por Telepacífico). Los largometrajes del Grupo, en especial Pura sangre (Luis Ospina, 1982) y Carne de tu carne (Carlos Mayolo, 1983), aunque tenían a Cali como locación, mostraban los vínculos y la interdependencia entre la ciudad y esa otra escena rural que era como el contraplano del bienestar de unas familias que habían acumulado riquezas, secretos y crímenes ocultos. La trasescena se vuelve escena principal en películas como Corta (Felipe Guerrero, 2012), Chocó (Jhonny Hendrix Hinestroza, 2012), La tierra y la sombra (César Acevedo, 2015) y Oscuro animal (Felipe Guerrero, 2016).

 

La renovación de esta tradición que se agrupó en la categoría de “gótico tropical” empezó pues en el siglo veintiuno, liderada por jóvenes que tuvieron un lugar de encuentro y formación en las universidades de Cali y en sus programas de comunicaciones y audiovisual. En El vuelco del cangrejo (2010), de Óscar Ruiz Navia, se sientan las bases de un nuevo ciclo en el que este cine regional indaga en sus propias periferias geográficas y culturales y hace el esfuerzo por volverlas centrales y protagónicas. Muchos de los temas y motivos de la ópera prima de Ruiz Navia reaparecen en Yo vi tres luces negras (2024). No es una casualidad. Ruiz Navia es productor de la película. Lozano Álvarez, por su parte, trabajó como asistente de dirección en El vuelco del cangrejo y La sirga (2012), antes de saltar a la dirección con Siembra. Todas son películas producidas por Contravía Films.

 

Al mismo tiempo que hay un desplazamiento geográfico hay un reenfoque en la mirada en este nuevo cine del Occidente y el Pacífico colombianos. Es un cine menos mediado por los formatos del cine de terror y las películas de serie B (que influyeron en o fueron apropiadas por el “gótico tropical” de los ochenta) y más inclinado a dialogar con tradiciones cinematográficas europeas o de otros países del sur. Por otro lado, en la aproximación a los territorios y las comunidades estas nuevas películas muestran rupturas y continuidades con la etnografía o la antropología. Aunque siga siendo un cine “sobre” hay indicios de que se busca también que sea un cine “con”. Ese cambio en las preposiciones implica un cambio en las posiciones, es decir, en las prácticas y la mirada.

Es un cine menos mediado por los formatos del cine de terror y las películas de serie B (que influyeron en o fueron apropiadas por el “gótico tropical” de los ochenta)…

José de los Santos y este “revoltijo de gente”

José de los Santos, personaje principal de Yo vi tres luces negras, es un héroe cansado. En el trayecto suyo que la película nos muestra, el personaje, a la vez que se va volviendo cada vez más concreto (encarnado), también se convierte en un símbolo y en una pantalla sobre la cual la película proyecta sus ideas sobre los conflictos entre tradición y desarrollo, un tema crucial en el nuevo cine del Occidente y el Pacífico colombianos. Desde niño, José (interpretado por el actor y director escénico Jesús María Mina) aprendió de sus ancestros los rituales funerarios y el vínculo con las ánimas. La violencia que azota al territorio en el que José vive desde siempre, trastoca el sentido de estos rituales y tradiciones. Los desaparecidos, los muertos sin sepultura, los cadáveres que flotan en las aguas demandan de José cuidados que hagan posible el descanso eterno para estos cuerpos y estas almas. José no descansa. Ni siquiera ha podido sepultar a su propio hijo (Pium-Pium), desaparecido quizá a causa de que se dejó seducir por los cantos de sirena de los grupos armados, detrás de los cuales hay intereses económicos y políticos. Todos los grupos armados buscan sembrar la enemistad y la sospecha donde antes hubo algo parecido a una comunidad. En la película ese pasado es evocado como un “locus amoenus”; es lo perdido. Y Yo vi tres luces negras se pliega a una comunidad de sentimiento definida por esa pérdida.

 

Pium-Pium (Julián Ramírez) visita a su padre y le anuncia que su muerte está cerca. Le indica también que debe ir a la selva y cumplir con su destino. José emprende pues lo que él mismo llama su “último viaje”. Como es evidente por la anterior descripción, en la narrativa de Yo vi tres luces negras hay fuertes componentes de narraciones literarias y mitológicas que muchas culturas comparten, y en las que los mundos de los vivos y de los muertos tienen pasadizos comunicantes. La película nos va entregando toda esa información de forma gradual y es así como progresivamente vamos entendiendo unos códigos visuales y narrativos que hacen posible la convivencia de distintos tiempos, espacios y niveles de realidad. El otro mundo, el de los muertos, es parte de este mundo; podría decirse que lo sostiene y lo dota de sentido. El cansancio de José es un grito de denuncia de la pérdida de armonía y comunicación entre ambos mundos; uno de los signos del desastre es la imposibilidad de enterrar a los muertos, misión en la que José es mediador, y que se ha visto radicalmente alterada por la guerra.

 

Yo vi tres luces negras es una película de encuentros porque es la narración de un viaje, y cada uno de estos encuentros tiene para José un carácter de revelación. El viaje de José es un último reconocimiento y la cámara lo acompaña en su tránsito. La cámara, al inicio de la película, encuentra a José después de entrar al territorio filmado por el río y de hacer unos planos fijos de personas que parecen posar a la manera de la vieja fotografía etnográfica. Son cuerpos de personas retratadas con signos distintivos de su entorno y mundo material con los que se pone en perspectiva la película misma como dispositivo de representación, y la relación siempre problemática entre quien filma y los sujetos filmados. Luego de encontrar a José, la cámara sigue con él por esa selva llena de fantasmas, a la cual es llevado el personaje para que cumpla la antigua ley de enterrar y cuidar a los muertos.

Yo vi tres luces negras es una película de encuentros porque es la narración de un viaje, y cada uno de estos encuentros tiene para José un carácter de revelación.

En la selva habita un revoltijo de gente entre viva y muerta. La película recoge esa cosmovisión de la que José es depositario (uno de los últimos) y la traduce en lo que hoy algunos llaman realismo espectral, donde el espacio representacional realista se fractura, como se dijo arriba, por la intromisión de otros niveles de realidad. A la vez, el uso de canciones opera en la película como uno de esos recursos que el dramaturgo alemán Bertolt Brecht usó y sistematizó para producir distancia crítica en el espectador, e impedir que este fluyera sin fisuras en lo representado. (También es, por supuesto, un homenaje a las músicas afrocolombianas del litoral pacífico donde se filmó la película). Otro elemento que crea distancia es el registro actoral, seco y sin énfasis.

 

El viaje de José, aunque incluye una especie de descenso a las profundidades, dotándose cada vez más de una dimensión simbólica, sigue siendo realista y permite al espectador reconocer un territorio en disputa entre fuerzas económicas y formas de concebir el progreso y de relacionarse con los recursos naturales. José (como otros héroes de este cine, entre ellos Alfonso de La tierra y la sombra) sabe del canto de los pájaros y está conectado con la tierra como sustento de la vida y no solo del desarrollo económico. La angustia (el cansancio) de José se produce al constatar que todo un sistema de herencias y transmisiones está terminando, y con ello, la amenaza sobre el mundo que conoce es inmediata y real.

 

Al tiempo acelerado del extractivismo la película responde con el tiempo pausado del ritual, y específicamente del ritual funerario. Con la atención a ese acto reparador, Yo vi tres luces negras participa de esa corriente actual del arte colombiano que el crítico Elkin Rubiano cartografía en su libro Los rostros, las tumbas y los rastros. El dolor de la guerra en el arte colombiano (Utadeo, 2022). Rubiano muestra la reiteración de ritos funerarios en obras plásticas (incluye películas documentales como Réquiem NN, de Juan Manuel Echavarría), la aparición de metáforas como el cementerio, incluido el conocido tropo del río como tumba, y la cercanía semántica entre museo y mausoleo. Y dice que esta reiteración no es, de ningún modo extraña. Aparece “propiamente como síntoma, como aquello que retorna cuando es negado y reprimido. En ese sentido, el arte se presenta como el sustituto funcional del rito funerario” (p. 22).

 

En esta confrontación entre tiempos y visiones que la película plantea, el tiempo del cuidado y el ritual se impone así sea solo como justicia poética, mientras las balas y la violencia siguen su curso aparentemente inexorable. La película es como un río de los muertos que los personajes principales deciden recorrer en el sentido opuesto al de la corriente. Lo remontan, van hacia el origen y la unidad que solo parecen posibles en la muerte: el presunto lugar de los encuentros esperados y definitivos. Esa justicia poética es, entonces, mucho y a la vez muy poco. Así, como el cine.