El vaquero, de Emma Rozanski

El cosmos debajo de una cama

Oswaldo Osorio

¿El caballo hace al vaquero? Si se tiene la determinación, sí. Y bueno, también es posible con una yegua. O al menos eso piensa Bernicia, una silenciosa y reservada mujer adonde quien llega una yegua extraviada cerca al restaurante donde trabaja. Emma Rozanski, cineasta australiana radicada en Colombia, escribe y dirige esta historia donde, con ese peculiar encuentro, elabora un original relato, el cual está más interesado por construir un singular universo y unos entrañables personajes que por desarrollar un argumento de manera convencional.

 

Ese universo propuesto aquí está poblado de mujeres (es un misterio por qué el título está en masculino), quienes mantienen unas afectuosas relaciones, las mismas que se desarrollan en un paisaje rural tan tranquilo y cálido (emocionalmente) como ellas. No es el árido oeste norteamericano, homenajeado e idealizado con cariño por esta película, sino las montañas de Ubaque, Cundinamarca. En este contexto, Bernicia paulatinamente se transforma en un inesperado personaje, el cual es acogido por ese entorno femenino con la naturalidad de quien acepta la más trivial decisión de un ser querido, aunque le advierten que el “mundo exterior”, es decir, el de los desconocidos y tal vez el de los hombres, no lo van a aceptar de la misma forma.

 

Esa transformación tiene su origen en una particular conexión de Bernicia con la naturaleza y en una introspección que parecen darle un poder sensorial diferente. Es por eso que, a través de ella, es posible adentrarse a una distinta percepción del mundo y de las relaciones, más sosegada, sensible y hasta espiritual. Por eso piensa con amorosa nostalgia en los vaqueros, pero no los que andan cabalgando como locos dando balazos, sino los que miran atardeceres, los que acampan junto al fuego y tocan la armónica, como ella misma ha empezado a hacer.

 

Y es que, para conquistar al lejano Oeste, primero hubo que encontrar una necesaria armonía con la naturaleza, y el punto de partida fue la comunión con los caballos. Por eso esta yegua, que nunca tuvo nombre, es la que dispara (sin balas) esa conexión de Berni con el aire libre, incluso con la soledad, aunque no hasta el punto del aislamiento. Los lazos familiares continúan, en especial con su divertida y cariñosa prima, pero también tantas personas, por más queridas que sean, es un bullicio que interfiere con otros placeres mínimos, pero casi sublimes, como sentir el detallado silencio de la naturaleza, acariciar una planta, ponerse un sombrero o prender un fuego. Solo con esa actitud es posible ver el cosmos debajo de una cama o en la mierda de una yegua.

 

Se trata, entonces, de una obra callada y entrañable, como su protagonista, una película que, a partir de una improbable conexión –entre la dependienta de un restaurante con el western– crea un tranquilo y sensible relato que aboga por el sosiego, la sinergia con la naturaleza, la sabia introspección y el placer de las cosas simples.

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