Danny Arteaga Castrillón
La construcción de la memoria sobre el conflicto colombiano también se hace desde la recuperación de los recuerdos acallados y ocultos, tanto de víctimas como de victimarios. Para ello el arte es un canal esencial. La película En sombras, de Camila Rodríguez Triana, logra ese propósito: traducir los recuerdos de un ex guerrillero en imágenes performáticas que atraen, además, una polifonía de voces del pasado para configurar una obra sobre la culpa y la necesidad de reconciliarse con quienes se ha sido.
Sin duda, Camila Rodríguez Triana es una de las cineastas colombianas más importantes de la actualidad. En su obra combina el documental con el arte visual, para resignificar el material de la realidad, sacarlo de la rigidez del tiempo y permitirle ser de nuevo en una dimensión casi pictórica, como sucede en Atentamente (2016), la historia de un viejo fotógrafo que tiene una silenciosa relación sentimental con una compañera de vejez en un hogar de ancianos, o en Interior (2017), que captura la belleza azarosa de la cotidianidad de diferentes personas, en diferentes instantes, en una sola habitación de una pensión austera. Pero la misma tendencia de hurtarle formas a la realidad para realzar de ella aquello que permanece en silencio se siente también en sus ficciones, como en la reciente El canto del auricanturi (2023), en la que el amor entre madre e hija persiste en medio de un lugar con un conflicto acechante, unidas apenas por un canto mutuo como un lenguaje eterno y secreto.
En En sombras, también una ficción, es el material del recuerdo con el cual esta vez trabaja la directora, pero igualmente empapado de realidad, por un lado, como referente histórico o poético y, por el otro, a través de la historia del hombre del cual se toma el insumo artístico. Se trata, según cuenta la misma realizadora, de un ex combatiente de los años setenta, que, tras una temporada en la cárcel, decide desmovilizarse, ya en la década de los años ochenta, y se ve obligado a seguir una vida clandestina debido a la persecución estatal y a la del mismo movimiento guerrillero al que pertenecía. La artista encontró en esta historia la posibilidad de materializar la naturaleza de esos recuerdos, insertos en el plano de tres identidades: la de su vida antes de ser guerrillero, durante su militancia y la que asumió una vez se funde de nuevo en la vida civil. Todo ello desde el hemisferio de la ficción, con el fin, entre otros aspectos, de mantener en secreto la identidad del hombre, que, aún hoy, teme por su integridad.
Fue una decisión afortunada, pues la obra pareció cobrar una cierta libertad, una manera más intrincada de tejer esa suerte de laberinto performático, envuelto de sombras, de objetos, de ceniza, de trozos de ruina, de los espacios, muebles y artefactos de una casa que pareció paralizarse en una estética de décadas atrás, más la presencia del protagonista que deambula por las galerías de su hogar materno, junto con la fantasmal presencia de dos hombres que representan esas otras identidades suyas que lo persiguen. Así el hombre va redescubriendo los hitos y símbolos de su pasado, de los cuales se desprenden la culpa, los residuos de un ayer inmutable, los contornos de una pesadilla.
Una tras otra se van sucediendo las escenas o segmentos, que operan casi como fragmentos independientes, que contienen su propio performance o su trazado teatral; otras veces, los cuerpos ralentizan su movimiento, se aquietan, se integran a los objetos, a la luz sorda, a la sombra, para eternizar así la sensación de una composición pictórica. No obstante, el sentido de las imágenes se reafirma gracias a la manera como lo performático se integra a las voces del pasado. El sonido alcanza aquí, entonces, una relevancia tan importante como el de la imagen. Así, salpican, desde el registro gangoso de una radio los fragmentos de un discurso de Camilo Torres, el himno completo de La Internacional, los versos sentidos de un poema revolucionario de Pablo Neruda, las noticias sobre un crimen que pesa en la conciencia, para después dar paso a los ecos de la nostalgia con la voz de una madre que añora al hijo fugado, el balbuceo de los versos de una canción de Julio Jaramillo, el relato de un mal sueño. Camila Rodríguez Triana logra que estos ecos se apeñusquen junto con los demás objetos de la casa, y se sumen a la ruina, al polvo, a la ceniza.
… el sentido de las imágenes se reafirma gracias a la manera como lo performático se integra a las voces del pasado. El sonido alcanza aquí, entonces, una relevancia tan importante como el de la imagen.
Es con esa integración cómo comprendemos el relato de la violencia, que también se relaciona con las formas que toman los recuerdos y las culpas en la memoria individual. Esas formas, que parecen íntimas, secretas, es precisamente lo que atestiguamos en En sombras. Son los contornos contradictorios de quien fue un victimario y se volvió víctima, de quien es padre y esposo y debe ocultar su pasado, de quien convive en doloroso silencio con sus otras identidades.
Sí, en efecto, con En sombras, nos ubicamos en el plano de lo experimental, aunque ese término, al cual muchos recurren para describir lo incomprensible, se queda corto, desde mi punto de vista, para el propósito de esta obra, que es materializar un clamor interior de un hombre atormentado por las imágenes de sus recuerdos y sus culpas represadas en las neuronas. Por eso diría que la obra es más una suerte de flujo de conciencia visual, donde confluyen, a veces en tropel, todos los vestigios filosos como astillas provenientes de esa vida o vidas, que hacen parte además de ese ominoso episodio sin fin que es el conflicto colombiano.
Tampoco es una obra azarosa o que obedezca solamente a lo intuitivo, pues, aunque no haya una estructura narrativa evidente, el conjunto del performance, la imagen y las voces sí dan cuenta de una progresión, una, de hecho, muy elocuente, como es la de este personaje que inicia tanteando la oscuridad con una linterna hasta encontrarse con un baño de luz final, una redención, una aceptación de quien fue, como en efecto lo sugiere el canto de las hijas en ese momento que opera casi como un clímax en la obra: “el pasado es importante / pa’poderse transformar, / no solo es mirar pa’lante / atrás también hay verdad”. La voz del protagonista, que había permanecido mudo, resuena además un instante después con un tono de dolorosa confesión. Con ello, la película nos deja, entonces, una idea: la reconciliación, incluida la de todos como nación, inicia con el acto individual de perdonarse a sí mismo, y para ello es necesario darle, primero, un lugar concreto a los recuerdos.