Tito S. Martínez
Anverso
La noche del minotauro (2024), de la directora paisa Juliana Zuluaga, narra a manera de fábula la historia de su abuela Luz, primera directora porno colombiana, el pueblo donde creció su familia y, finalmente, la forma en la que la influencia de esta primera sobre el territorio termina por devorarlo. Utiliza el formato del documental familiar, pero se muestra poroso a través del archivo mixto, proveniente de distintas fuentes, con el que teje la historia casi como un mito fundacional. Pero ¿qué es lo que inaugura allí? ¿Qué nace y muere con aquel pueblo innombrado y la luz que arroja la cámara sobre las bestias que lo habitan?
En casi toda forma de nuevo historicismo, especialmente las que se piensan desde nuestros territorios, aparece una tensión de poder frente al “relato de los acontecimientos” y “quien lo narra”. Este gesto es ahora una pieza central del cine latinoamericano, que proviene de una amplia tradición de relectura histórica anticolonial, y que en estos años ha encontrado una forma de complejizar la experiencia de los conflictos políticos y sociales a través del archivo fílmico y el relato emocional. Quién lo cuenta, cómo lo cuenta y con qué intenciones lo cuenta son preguntas educadas en nuestras tensiones políticas, sociales e identitarias. De forma transversal, el documental del sur global se enfrenta siempre como primera instancia a su derecho a la narración.
Ante la oposición a una historia monolítica, cada discurso se pregunta la similitud de sus intenciones con las de sus antiguos verdugos. En esta tensión histórica subyacente al documental, Zuluaga plantea su película como un objeto problemático: la entiende como una herramienta de memoria, pero su relato se apoya en otras formas. Influenciado por las narraciones de terror alrededor de la hoguera, la ronda infantil y lo fabulesco, el relato del cortometraje se reconoce como memoria estética y plantea un interés claro por la imagen sensible del relato, se permite la posibilidad del mito, de la fantasía y, con ello, rechaza un tipo de veracidad “rigurosa” que puede ser asociada a una memoria institucional.
La construcción de este lugar en la historia se convierte en una posibilidad a través del material de archivo, que se vuelve una sustancia plástica a través de la cual se reescribe el lugar del pueblo, de la familia y, más importante aún, del ritual erótico. La imagen suplanta la oscuridad de una historia donde no cabemos. Al inicio del cortometraje, la narradora se refiere a una segunda persona que no recuerda la historia familiar, le habla a través del texto sobre negro y le promete incluirle en el secreto que resguarda la película; a través de estos mecanismos, el ritual del cine se materializa y el texto se hace voz, el archivo cobra una nueva vida para narrar la fábula. Y lo que habita este nuevo territorio es el secreto del minotauro, un canon pornográfico que conecta el territorio con la búsqueda de un placer negado, solapado por el dolor de nuestra historia nacional.
La película propone la posibilidad de revisitar la historia con una nueva posibilidad frente al discurso. Se para sobre la tensión entre lo real y el relato para jugar con la erótica misma del acto de contar, y allí, se pregunta por el lugar mismo de ese disfrute. ¿Cómo recontar la historia de nuestrxs cuerpxs? ¿Qué señalamos cuando la anécdota de nuestro placer no deja cicatrices tan claras como las de nuestro dolor? La imagen archivada del placer, las películas de Luz, las de Zuluaga, las personales, todas se encuentran y tejen caminos en el plano oscuro de la noche. Una noche llena de bestias.
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Reverso:
Bueno, ¿qué hay del otro lado? ¿Por qué acudir a una forma tan rococó para hablar de la película? Aquí considero necesario hacer la aclaración más importante del texto. Debemos reconocer, conjuntamente lxs lectores y yo, el juego de la ficción documental presente en el cortometraje; sin esto no podemos seguir. Un gesto problemático, lo sé, pues la propia materia de la película no parece desear que la ficción se revele. Sí, la historia de Luz Emilia García es un invento, una historia imaginada, no por esto menos relevante ni valiosa, al contrario, su materia ficcional es lo que la posiciona como una bomba de problemas y propuestas sobre las búsquedas de memoria cinematográfica, incesantes en el momento actual del cine colombiano, y la reconstrucción de una historia plural del territorio y sus posibilidades.
Sí, la historia de Luz Emilia García es un invento, una historia imaginada, no por esto menos relevante ni valiosa, al contrario, su materia ficcional es lo que la posiciona como una bomba de problemas y propuestas sobre las búsquedas de memoria cinematográfica…
Así que ahora vuelvo sobre ciertas ideas importantes que toman otra relevancia ante la propuesta de la ficción. Primero, apuntemos el gesto mismo, la invención/revelación del pueblo como fundación también del mito. La luz que arroja la película parece una figura doble, en primera instancia puede entenderse como la luz de la memoria, la del documental que recupera el relato de la oscuridad; pero a la vez se nos presenta como vela, luz parcial, ante el misterio del placer que explora el personaje de la abuela. En contraste con la figura de la directora que “encuentra” o “devela” el relato (el papel metaficcional con el que juega la figura de Juliana Zuluaga desde su voz en el cortometraje), “la otra directora”, su abuela ficticia, encarna desde su nombre una figura de la luz distinta: el bosque, el teatro, la cámara, todos son lugares donde la luz serpentea y revela a la vez que oculta su accionar sobre lxs cuerpxs del pueblo. Esta noción, ambivalente y desdibujada, de la luz y sus efectos sobre lx cuerpx, se asemeja al simbolismo místico de la luna (una figura recurrente en los cortometrajes de Juliana Zuluaga); que aparece como espacio de exploración inconsciente y liberación de la sombra oculta; un territorio para explorar lo sutil y lo sensual.
El bosque del relato y la erótica pornográfica se convierten en espacios de exploración lejos de la luz del sol, de la vida “revelada” donde no hay espacio para una nueva curiosidad. La cámara, entonces, permite, dentro y fuera del relato, performar una nueva erótica, inventar un espacio para el disfrute real (curioso) de lxs involucradxs. La película plantea el porno como pregunta sobre el placer de alguien, quizá de todxs. ¿Cómo disfruto con estx cuerpx, con estx específicx y no otrx?
Cabe dedicar mucha atención a la figura que el porno representa en nuestra relación como individuos ante el placer y las maneras hegemónicas de performarlo. Tanto en soledad como en conjunto, la imagen que consumimos del encuentro sexual se convierte rápidamente en la frontera de nuestra imaginación, el placer que nos permitimos representar está inevitablemente atado al que nos permitimos ver y soñar. Aquí, la figura ficcional de Luz, primera cineasta porno colombiana, inaugura un nuevo espacio de representación y se permite imaginar un canon del placer diferente.
Las películas de Luz se graban en colectivo, todas las mujeres que involucran sus cuerpxs participan con ideas y aseguran las herramientas (cámara, espacio, trama) para su juego. El bosque y luego el teatro se presentan como espacios cuya luz parcial permite la transformación, el revelado, de las identidades fantásticas que habitan dentro de las personas del pueblo. La dualidad humanx-bestia, consciencia-inconsciencia, se presenta como una contradicción innecesaria; en su lugar, La noche del minotauro propone la metamorfósis como condición de la búsqueda de un placer digno y liberado.
Pero el proceso de esta transformación es, además, canonizado en el pasado: la historia se reescribe en el filme. Su forma de ficción documental nos invita a reinterpretar nuestra relación con el tiempo y la historia (personal y nacional), a sacudir los fantasmas y contarnos un relato, un pasado, que se convierta en motor y no en carga. La película hace su salto más atrevido al preguntar por la relación que ocupamos como cuerpxs deseantes, cuerpxs en busca del placer, ante el dolor de nuestras historias. Este gesto inicialmente tramposo de la ficción nos señala el pasado como un territorio fértil y maleable, donde el registro/invención de nuestra herencia es también un acto de memoria con posibilidades radicales. El porno que se permite soñar el filme aparece, no como imposición de la hegemonía de un placer, sino como posible resguardo de la curiosidad erótica que se desborda, y se ha desbordado por los siglos de los siglos, de la norma patriarcal. El pasado/ficción/utopía que teje el cortometraje nos recuerda el valor accionante de la memoria y las historias que nos contamos, prefiere la imaginación radical como forma honesta de conexión con el tiempo.
Ficticia o no, esta memoria (el acto de relatar el pasado reconociendo el lugar desde el que ese pasado se enuncia/recuerda) es un ejercicio expansivo que pasa por lo individual, familiar y colectivo. Después de todo, la división de cualquiera de estas esferas en nuestro tejido identitario es más bien una conceptualización técnica y no una frontera clara en los funcionamientos inmateriales de esos relatos. A manera de última oposición y cuestionamiento de los relatos hegemónicos/monolíticos, el cine que propone Zuluaga hace uso de una ficción radical y utópica, inventa su historia con la libertad (nunca inocencia) de unx niñx, moldea el pasado como si fuera aún una materia dúctil. El relato fabulesco de La noche del minotauro se convierte, entonces, en un tipo de invocación, un hechizo para accionar sobre el tiempo, en el cual la película lo dobla y manipula para permitirse un nuevo enunciado: la figura mítica de la abuela Luz. El filme, que es una caldera mágica donde la realidad se puede reformular, fuerza a la historia a reorganizarse a su alrededor, funda un mito, un canon y le permite tanto al público como a la directora reposar sobre un legado místico que se alquimiza allí mismo en el filme.