La noche del minotauro, de Juliana Zuluaga y Su madre, Los archivos de Laura Indira Guauque

Profanar imágenes

Kamila Alexandra Acosta


La ceniza es el residuo de lo vivo, la prueba de algo que existió y se ha aferrado a dejar una huella. Al archivo lo pienso como un acervo de ceniza que desea ser vista. El archivo como huella que busca de observador, de ser encontrado y diseccionado, de ser profanado para volver a situarse en lo vivo.

 

¿Cómo se ve el intento de leer los resquicios de lo ausente?

La noche del minotauro, de Juliana Zuluaga Montoya y Su madre, Los archivos, de Laura Indira Guauque son dos cortometrajes colombianos que erran por los bordes de imágenes ajenas y las restituyen al presente para tejer sus propios relatos.

 

Por un lado, en La noche del minotauro, Zuluaga cuenta la historia de Luz Emilia García, la precursora del cine porno en Colombia. Zuluaga construye un relato fantástico y crea atmósferas de lo prohibido en las imágenes que abstrae. Revive en el montaje a aquellas imágenes olvidadas para encontrar lo invisibilizado. Empieza con unas luces fuera de foco. Desde el principio nos anticipa que no hay formas claras en lo que estamos a punto de presenciar. El plano dura un instante, porque lo que esconden las imágenes atraviesa la mirada con la velocidad de un parpadeo. Zuluaga inaugura el cortometraje con el movimiento apresurado de una luz imprecisa y corta el plano con un intertítulo: La abuela Luz ha muerto. Después un faro sumido en la oscuridad. Tres intertítulos más y el faro continúa entre ellos. El relato es precisamente ese faro. Un faro luminoso entre la noche, un faro paradójico porque existe entre montañas. Un faro en un pueblo que vive entre lo podrido. Un faro cerca de un bosque que conjura criaturas. Un cortometraje que es el mismo faro, atisbo de luz entre los cantos de lo prohibido.

 

En el corto, la abuela Luz tiene un teatro en el que hace y proyecta sus propias películas. El teatro es testigo de las corporalidades de la pulsión. Esperan la noche frente a la pantalla del cine para transformar los cuerpos en criaturas que cantan lo libertino del deseo. Zuluaga toma el archivo y lo destroza para narrar su fantasía. El archivo como instrumento de relato cuando no hay rastros previos. Trasmutar el archivo para que emerja algo distinto. No importa la veracidad del pueblo, de las criaturas o de la abuela Luz, importan los gestos que enuncia la reconfiguración de la imagen.

El teatro es testigo de las corporalidades de la pulsión. Esperan la noche frente a la pantalla del cine para transformar los cuerpos en criaturas que cantan lo libertino del deseo.

Por otro lado, en Su madre. Los archivos, Guauque dirige su mirada a los programas de televisión colombiana para navegar en los imaginarios que la pantalla creó alrededor de la figura de la madre. Cuando Guauque pasa de observadora a intervenir las imágenes de la televisión, las activa para problematizar las espinosas representaciones impuestas sobre la maternidad. El cortometraje empieza con la carta de unas barras de color. Estas se deforman en el montaje, les añade un movimiento irregular que distorsiona los colores sobre la pantalla. Las barras de colores intervenidas están ahí para comprobar que todo esté listo en la transmisión de lo no dicho en aquellas imágenes del pasado. Desde el comienzo el montaje anticipa una nueva mirada al archivo. Justo después replica la imagen, la multiplica como un caleidoscopio. Fragmenta y repite las posibles narrativas de la maternidad.

 

El corto repite dos escenas de Señora Isabel. Al principio es ella, anhelando un nombre. Solo es un título: madre, esposa o exesposa, nunca es Isabel. Todo el corto navega en la ausencia de enunciación de lo femenino y precisamente transita las imágenes para hallar una voz propia. Es por eso que al final del corto vemos otra vez a Isabel. Rechaza los títulos: “Quiero ser yo misma, encontrarme, tener una vida”; se nombra: “Necesito ser Isabel”, y corta a un coro de mujeres. Cantan. Alzan la voz. Duplica y triplica a las voces. Las imágenes aquí son la representación de un discurso que por décadas permeó en los ojos de quienes miraban la televisión, repetirlas y deformarlas es el dispositivo para revivirlas, hacerlas conversar con el presente, cuestionarlas y así configurar una nueva mirada para también alzar la voz con aquellas mujeres que cierran la película.

 

Las directoras acuden al archivo, no para comprobar sino para encontrar lo que oculta. Ambas profanan las imágenes y asumen una responsabilidad con la mirada al hacerlo. Los cortometrajes escuchan la urgencia de la imagen, ajustan las lejanías con el archivo, lo interrogan y lo ordenan para hallar las ausencias que grita. Cuando ambos cortos acuden al ejercicio de liberar la imagen, nos afinan la mirada para empezar a bocetar lo extraviado en todo el cúmulo de imágenes que nos rodea.

 

 

 

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