Joan Suárez
La tiranía de la superstición y el miedo infundado se combaten con el potencial indómito del Ser.
“La bruja encarna a la mujer liberada de todas las dominaciones,
de todas las limitaciones;
es un ideal hacia el que tender,
No es una cuestión de verosimilitud
ella muestra el camino.”
Mona Chollet
Las alusiones recurrentes a la luna y los actos ordinarios de la vida se conjugan en un espectro de expansión y un temor soberano ante lo desconocido. La intimidación protestante de las voces familiares ante la erupción por querer salir y al mismo tiempo, la lucha por dulcificar los síntomas de liberación, el primer amor y las consabidas preocupaciones. Los humores en la casa abundan y no son ningún remedio ante los gestos de un desenvolvimiento azaroso y temeroso. Estas píldoras se adhieren al relato de la directora Camila Beltrán y su ópera prima Mi bestia (2024), que arriesga con la formidable propuesta visual y sonora un metraje con bisturí.
La bondad de esta película reside en su aspecto estético y las vendas que ofrece al espectador, quien en cada situación asiste a un conjunto de imágenes que se inspeccionan en capas sugeridas, desde un puñado de sonidos para los oídos, hasta el recorrido sin recetas de Mila, con trece años, hacía el colegio o de regreso a casa. Y la eficaz noche que tritura y muerde la oscuridad. Destellos paralizantes y premonitorios con los ojos del búho, con su vuelo nocturno, tenue y silencioso, al ritmo y compás de Mila, quien desea abrir sus alas en dimensiones místicas de rebelión y revelación.
Así, es un relato de aire con el que respira la película y la amalgama contenida en el tríptico por el que pasa Mila, la casa, la escuela regentada por monjas y su propio cuerpo; además, sugiere mirar con deteniendo fantasmagórico la llegada de la bestia, un pretexto para referir el pánico y la dominación por la venida del diablo. Situada en la década de los noventa y en el altiplano, la comunidad (en las nubes de la superstición) espera la presencia fantasmal que se anuncia en la televisión, esa bola onírica del temor y el túnel de la sugestión.
Y, al mismo tiempo, con la manipulación de las imágenes con el uso de la cámara lenta en algunas secuencias, la directora propone un duelo caótico entre la conexión mítica con las manifestaciones de la naturaleza, el eclipse total de luna o luna de sangre, por el resplandor rojo escarlata del temido astro y, por supuesto, los cambios de expansión y crecimiento en el propio cuerpo de Mila y su comportamiento, y los hechos y situaciones que de fondo se enuncian sobre la desaparición de mujeres en sectores populares y la sabana gris que envuelve los instantes de espanto y tinieblas.
…la directora propone un duelo caótico entre la conexión mítica con las manifestaciones de la naturaleza, el eclipse total de luna o luna de sangre, por el resplandor rojo escarlata del temido astro y, por supuesto, los cambios de expansión y crecimiento en el propio cuerpo de Mila y su comportamiento …
Hasta este momento la historia es una dualidad, Mila camina y se atrever a ir por lo que supuestamente es peligroso para una chica de su edad, la calle, los humedales, la acera; y a su vez, está asediada por lo sobrenatural e indescifrable en un entorno que aparentemente es protector, la casa y la escuela. La saturación ruidosa puede obedecer al vínculo de la mente de Mila y su entorno, el ambiente intimidante por la presencia del novio de su mamá, la frescura en las conversaciones con Dora y el impulso del deseo y la atracción, los mismos que se intensifican con la música y los intentos de fuga por los senderos del barrio o los recorridos musicales en compañía con el chico que le gusta.
La directora Camila Beltrán conjuga el misterio desconocido y magnético al insertar la presencia del búho y su relación de fábula con la representación social e histórica de la bruja y la asociación en el despertar de los sentidos, las sensaciones del cuerpo y la sexualidad, una aparición mágica ante el horror y la desconexión con la naturaleza; al mismo tiempo, la joven establece cercanía con los animales sin ningún miedo. De este modo, el relato alcanza una cadencia por la frecuencia de sus planos y la cercanía para generar una percepción diferente que se construye con un ambiente sonoro, entre el rock y el punk, de amenaza y refugio, ya que Mila debe estar al acecho para evitar ser una presa de su atmósfera hostil ante su despertar juvenil.
La película también acude al archivo de imágenes para insertar la verosimilitud de la profecía a la luz del recuerdo y el crecimiento horrífico de la protagonista, en especial, para emanciparse y tener una mirada ante el mundo y su propio universo. Ella está inmersa en un magma de opresión y oscuridad, los apagones eléctricos, los mantras religiosos y la sombra de las velas para contar historias y escuchar a través de la televisión la mitología fantasmal sobre la ciudad y sus espacios de humedales y de fieras salvajes; de ahí que la metáfora de la transformación animal funcione como una proyección expandida del personaje protagonista, ese corpus fantástico que hace singular esta película y su exploración casi novedosa. Por esta razón se plantea un ritmo opresivo que va generando nuevas grietas de valentía en Mila y lo que va mirando en su entorno. Sí, una mirada introspectiva y meticulosa consigo misma tanto en el interior como en el exterior de su universo.
Sí, se puede ser rebelde y abrir los ojos para abandonar la infancia (“asfixiante al convertirse en un objeto sexual”, como dice la directora) y aventurarse por la senda de la determinación, la incertidumbre y la expansión de la consciencia. Un relato que, ante la juventud de los nuevos espectadores de visionado fracturado o encapsulado, ofrece una posibilidad de leer en imágenes algunas pequeñas dosis de la década del noventa (sin internet, ni redes sociales, las telenovelas y mujeres distintas) y una cercanía descifrable para quienes vivieron, por la misma edad de Mila, el extrañamiento documentado de la profecía y su primera chispa al mirar(se) e ir(se).