El día es largo y oscuro, de Julio Hernández Cordón

La vida como simulacro de eternidad

Lina María Rivera (Sunnyside)

“… su espantoso sufrimiento surge de la desproporción entre sus maravillosas facultades, adquiridas instantáneamente por un acto satánico, y el medio, dónde, como creatura divina, se ve condenado a vivir … En efecto, todo ser que no acepta las condiciones de la vida, vende su alma …”

Baudelaire – Paraísos Artificiales

 

La prolífica cinematografía de Julio Hernández Cordón, con once películas realizadas en apenas diecisiete años, exhibe un compromiso visceral con la experimentación cinematográfica, desde la cual ha explorado tanto las complejidades de las relaciones familiares como las fracturas sociales de una Latinoamérica que desgarra y transforma a su juventud. Sus historias se desarrollan en un territorio casi onírico, donde la inocencia infantil se enfrenta violentamente con las certezas implacables de un mundo que obliga a madurar a la fuerza. En ese choque brutal, la mirada pura y mágica se quiebra para revelar, de manera cruda y descarnada, la verdad personal y social que marca a cada uno de sus protagonistas con cicatrices anímicas imborrables.

 

El día es largo y oscuro emerge desde estas mismas obsesiones, pero esta vez, Cordón, se sumerge por primera vez en el cine de género, entrelazando la fantasía y el vampirismo en otro de sus singulares coming of age latinoamericanos. Al inicio de la película propone un dilema poético, al contraponer la inmortalidad de los vampiros con las ideas suicidas de Vera. Con lo que no solo logra retratar una problemática común en la adolescencia, sino desentraña desde la metáfora, la raíz de la dificultad de crecer, denotando que es un momento decisivo de la existencia en el que para poder seguir viviendo tenemos que aprender a aceptar la realidad con todos sus desencantos y matices, tan ingobernables como violentos, a pesar de cualquier obstinación por ser o vivir de un modo diferente.

 

Aunque este conflicto por sí solo resulta profundo e interesante, la narrativa trasciende hacia un plano aún más complejo. Sobre su núcleo, la película rota en torno a una relación filial tan controversial como brutalmente honesta, donde el vínculo entre padre e hija se entrelaza y problematiza a través del gen del vampirismo, explorando el peso de la herencia y la responsabilidad paterna. Revelando progresivamente que, aunque Vera parezca ser la que carga un mayor conflicto emocional, es en realidad el padre quien enfrenta el dilema más profundo, ya que, consciente de las dificultades de su condición, lucha por guiar a su hija según lo que él considera correcto, moldeando su existencia bajo la única forma en la que ha aprendido a aceptar su propia naturaleza. Sin embargo, su verdadero desafío no es solo protegerla, sino entender que, aunque fue su decisión traerla al mundo y legarle sus sombras, no le corresponde decidir por ella. Vera deberá encontrar sus propias respuestas y, en ese camino “largo y oscuro”, enfrentarse inevitablemente al dolor, a la incertidumbre y, sobre todo, a sí misma.

 

En otro sentido, El día es largo y oscuro posee una magia única dentro de la cinematografía de Julio Hernández Cordón, una influencia inconsciente que impacta con fuerza al espectador, tanto en lo emocional como en lo social. En principio, porque a pesar de que el director ha expresado su intención de abordar la neurodivergencia y la necesidad de aceptarla, las imágenes trascienden ese punto de partida y revelan algo aún más contundente y poderoso: la violencia heredada en nuestras sociedades. En este caso, en México, pero con ecos que resuenan fácilmente en Colombia y en toda Latinoamérica. Una violencia que no solo habita en las calles, sino que se gesta en el núcleo mismo de cada familia, transmitida a través de la “sangre”, incrustada en los hogares y en nuestra propia identidad.

 

Por ello, lo que le pasa a Vera y a su padre, revela que lo que nos horroriza y conturba del mundo exterior, no es más que un reflejo de lo que llevamos dentro, y esto corresponde a lo que la película expone con crudeza en su desenlace. La escena, donde Vera finalmente cede a su naturaleza, y su familia queda devastada tras el último acto de violencia hacia el padre por parte de un grupo de fariseos, siendo el cierre de un ciclo inevitable. Esa suerte de equilibrio trágico que nos enfrenta a una verdad incómoda: detrás de los vampiros y las máscaras de animales que dotan de sentido ritual y sobrenatural a nuestros instintos, está la humanidad misma, justificando “que solo podemos sobrevivir haciendo uso de la violencia” e imponiendo nuestra supremacía ante otro más débil. Todo para resaltar que al final, crecer también implica comprender que el destino nos arrastra, tarde o temprano, a ocupar los dos lugares en este juego perverso: ser víctima y victimario.

Una violencia que no solo habita en las calles, sino que se gesta en el núcleo mismo de cada familia, transmitida a través de la “sangre”, incrustada en los hogares y en nuestra propia identidad.

Es precisamente por eso que la analogía del vampirismo resulta tan acertada y profunda: en este relato, los vampiros no son solo los protagonistas, sino también los antagonistas. La verdadera tragedia no recae en esos rostros desconocidos a los que desangran esporádicamente, sino en ellos mismos, atrapados en una existencia donde son a la vez víctimas y verdugos. Así, lo que inicia como un relato íntimo escala hacia una dimensión social y política, revelando el peso de la herencia y la inexorable sombra de salvajismo en nuestras raíces.

 

Por otra parte, el encuentro con esta película se asemeja a lo que viven los propios protagonistas de las historias de Julio Hernández Cordón: la pérdida de la inocencia. Cuando el Festival de Málaga retira El día es largo y oscuro de su selección oficial, tras denuncias por violencia de género, y se conoce que aquello va más allá de un simple incidente, dado que no se trata de un hecho aislado, sino de un patrón que se extiende por más de veinte años, con múltiples denuncias de mujeres que fueron no solo sus parejas sentimentales, sino también sus compañeras laborales. Historias de violencia psicológica, emocional y laboral que se suman a la existencia de hijos no reconocidos, se configura un panorama que no puede ser ignorado.

 

En ese momento la mirada del espectador se quiebra. El cine deja de ser solo cine y las películas meras ficciones para ser reflejo de quienes las crean y del sistema en el que se producen. Obligándonos a ver más allá de la pantalla, para ver que el arte también se gesta en medio de estructuras de poder, dinámicas abusivas y realidades que, al ser reveladas, transforman nuestra percepción de la obra y, en particular, porque no es cosa de Hollywood o del pasado, sino que ocurre aquí mismo en la cuna de nuestro cine latinoamericano.

 

En lo personal, conocer esta información cambió por completo mi apreciación de la película. Antes, la veía desde una perspectiva más superficial, pero ahora su profundidad se resignifica. No porque crea que solo las personas intachables puedan hacer arte, sino porque el arte adquiere un valor distinto cuando se permite escuchar todas las voces, incluso las incómodas. Porque el discurso cinematográfico es esencialmente dialógico y es en esa incomodidad, donde se revela cuánto del arte refleja el mundo. Pero, sobre todo, porque, al igual que Vera, esto nos obliga a ver cada obra como parte de nuestra propia vida, recordándonos que lo verdaderamente importante en el cine –y en cualquier creación– es su capacidad de hablar sobre la humanidad. Ninguna belleza estética puede eclipsar el valor humano de una obra, su verdadero poder radica en revelar nuestra esencia, tan deleznable como gloriosa. Precisamente, porque resulta inescindible la obra y su autor.