FICCI 64 (2025)

El diablo fuma (y el cine también)

David Guzmán Quintero

 

Hubo quien ya había resuelto romper su racha y perderse del FICCI este año. Su decisión, sin embargo, tuvo que ser pensada por segunda vez al enterarse de la asistencia de Pablo Larraín. Al final, al festival revelar que también estaría presente Xavier Dolan, se vio inmediatamente comprando tiquetes y reservando su alojamiento en Cartagena. Tal vez con la misma premura y acosados por la misma previsibilidad de aquella chica, llegaron muchos otros al festival. (Algunos venían siguiéndole los pasos a Dolan desde Medellín, que había estado de paso por el MAMM en una proyección de Mummy con un conversatorio postfunción.) Por esas razones unos, y otros por el calor particularmente atenazante de Cartagena este abril (que cuadruplica el cansancio), es que recién el primer día de proyecciones ya se podían advertir los cabeceos en sala propios del tercer día.

 

El cansancio en el FICCI comienza con la travesía misma que significa a veces reclamar la acreditación (o los kits) o, incluso, con el mero impacto que genera enfrentarse a la programación de tantos eventos: el Master Class de Larraín se me cruza con la única proyección de Horizonte, mientras la segunda proyección de Bienvenidos conquistadores es al mismo tiempo de Adiós al amigo. Al abrir el cuadernillo, se explayaba todo un cronograma de proyecciones que abarcaba siete programas que comprendía cada uno su respectiva sección de largos y de cortos, dos focos (uno español y otro africano), una sección de óperas primas, cuatro tributos, cuatro retrospectivas, entre otras categorías que sumaban más de doscientas películas, de las que llamaban la atención una película de más de tres horas y media y una mexicana, de la que nadie sabe quién es el director, de qué se trata ni dónde ha estado todo este tiempo, pero la agendaremos solo por su título: El diablo fuma (y guarda las cabezas de los cerillos en la misma caja). Uno siempre llega al FICCI con el hambre de llenarse de cine o de fiesta, con la vana esperanza de no acabar, inevitablemente, claudicando ante una de las dos.

 

Como no puede imaginarse de otra forma, uno de los primeros eventos de la programación académica se dio al aire libre, en el patio del Centro de Formación de la Cooperación Española, a eso del mediodía, con el sol encima y la gente abanicándose cuando no usaba el abanico para protegerse la cara. Ese mismo escenario fue el que el FICCI consideró el más óptimo para llevar a cabo las Master Classes de Dolan (que también estaba abanicándose) y de Larraín (que les dijo a los asistentes que eran héroes por aguantarse ese solazo). En este conversatorio participaron Franco Lolli, Dominga Sotomayor y Kiro Russo, a propósito de sus óperas primas, que hacían parte de la programación: Gente de bien, De jueves a domingo y Viejo calavera, respectivamente. La proyección de la primera significaba, además, su reestreno en salas de cine durante el mes de abril.

 

Por lo general, todos los eventos a los que uno se programa significan un peregrinaje que comprende máximo un desplazamiento al día y que vaya del Centro a Bocagrande, aunque esta vez la nueva adquisición de FICCI fueron las proyecciones en el Caribe Plaza. Por alguna razón, algunas personas trasnochadas por la inauguración decidieron hacer el viaje de ida y vuelta: del Centro a Bocagrande para ver alguna película experimental que les permitiera dormir un rato, luego de Bocagrande al Centro a ver el tributo a Xavier Dolan que venía acompañado con la proyección de Laurence Anyways y, finalmente, caminar hasta Getsemaní antes de ir a descansar un par de horas. A fe que lo hicieron. Vieron una película argentina que la directora introdujo diciendo que acababa de venir de ver osos perezosos y luego llegaron al Teatro Adolfo Mejía en donde el evento se retrasó casi cuarenta minutos (teniendo en cuenta que ya el evento comenzaba a las 9 p.m.) y aplaudieron el discurso de Dolan en español: “Perdónenme, soy un gringo que usa Google Translate”.

… luego de Bocagrande al Centro a ver el tributo a Xavier Dolan que venía acompañado con la proyección de Laurence Anyways y, finalmente, caminar hasta Getsemaní antes de ir a descansar un par de horas.

En Getsemaní, entre la algarabía y la cerveza, siempre se las arregla uno para poder mantener una conversación medianamente fluida en torno a lo que hizo cada uno en su día, antes de ir a la fiesta en la que está Juan Pablo Barragán cantando sobre una barra junto a un hombre tocando gaita, con el que llegarían a las murallas una vez cerraran la discoteca.

—Vi el segundo programa de cortos colombianos: dejó mucho qué desear y pocas ganas de ver los otros.

—A mí me gusto Lengua y Sukua.

—A mí Lengua me pareció medio lastimero.

—Yo estoy es como cansada de los cortometrajes que están usando celuloide como para que a uno le dé nostalgia.

 

Ese primer día dejó una cuota de hora y media de sueño con las que se armaron para estar a las 11 a.m. en Bocagrande, en el Caribe Plaza o en el Centro Histórico para sus respectivas proyecciones. O a las 2 p.m., enguayabados, encarando al sol en la Master Class de Xavier Dolan. El trasnocho devino en el que pudo haber sido el nacimiento de un romance en plena proyección de El diablo fuma, cuando una chica, en plena batalla contra sus párpados, resulta hallando reposo para su cabeza en el hombro del desconocido del lado. Al parecer, aquella atracción que se sintió por el mero título del relato fue algo en lo que coincidió más de uno: la proyección se llenó hasta el último asiento, con gente sentada en las escaleras. Personalmente, fue esta una de las joyas que me llevo de esta edición del festival. A primera vista, pareciera ser un drama latinoamericano más sobre la cotidianidad de alguien (con niños de por medio, por supuesto) y, en efecto, es ese el punto de partida. Pero la construcción de los personajes infantiles (lejos de estar infantilizados) hizo transitar al relato por situaciones que pasaban por la comedia y llegaban casi a un género fantástico.

 

El peregrinaje del día anterior se repitió. Ese jueves a las 9:40 p.m., en la Plaza de la Proclamación se erigió una pantalla sobre la que recién se había proyectado De jueves a domingo. Ahora, allí mismo, a dos cuadras del Palacio de la Inquisición, justo al lado de la Catedral de Santa Catalina de Alejandría, una escena en la que un hombre grita: “[…] los curitas que se tocaban los genitales, tenían que haber sido como tres los curitas que se tocaban los genitales. De ahí se procedía a la masturbación, automasturbación, que ellos mismos se hacían con la parte del prepucio, claramente se veía cuando el prepucio se hacía pa’trás, pa’delante, pa’trás, pa’delante, hasta que llegaba la eyaculación. […] Y [un cura] me decía: ‘Eso no es sexo oral, guacho culiao. Esto es sexo oral’. Y me metía el pene en la boca.”… Para fortuna de aquellas susceptibilidades potencialmente heridas, lo dijo en español chileno.

 

Aquel día muchos habían concluido con que lo mejor sería tomarse un par de cervezas y guardarse temprano, pues se habían dormido en todas las proyecciones a las que habían asistido. Uno, incluso, se vio forzado a retirarse de la sala cuando su amigo le dio un par de codazos y le dijo que estaba roncando.

 

El viernes era el día en el que estaba programado, al final de la noche, el tributo a Pablo Larraín (a quien el festival llevaba ya bastante rato persiguiendo) seguido de la proyección de El conde. Durante el día, se proyectaría Youth (Hard times), la película de más de tres horas y media que forma la segunda entrega de una trilogía, cuya tercera película (Homecoming) también estaba en la programación, y cuya primera (Spring) había sido presentada en el festival del año anterior; las tres partes sumaban casi diez horas de duración. Muy seguramente es gracias a Ansgar Vogt que estas propuestas arriban al festival. La primera parte se había estrenado en Cannes, la segunda en Locarno y la tercera en Venecia. Entonces uno se enfrenta a un dilema, pues claramente esto nunca llegará a salas de cine en otras circunstancias y es la única posibilidad que tiene uno de llegar a verla; sin embargo, también es la única oportunidad de uno ver otras películas que tampoco llegarán a salas y que acceder a ver Youth significa renunciar a ver otras cinco películas. Entre las cinco películas a las que no renuncié, recuerdo muy especialmente The sparrow in the chimney, que, muy a propósito de El diablo fuma, también parecería que es una película más sobre una familia de clase media que recibe a familiares en su casa y que, paulatinamente, en el marco de esa atmósfera seudonaturalista se representan los escenarios más pesadillescos.

… también es la única oportunidad de uno ver otras películas que tampoco llegarán a salas y que acceder a ver Youth significa renunciar a ver otras cinco películas.

Con estas películas, además de Bienvenidos conquistadores, es que ya tal vez podríamos empezar a hablar de unas búsquedas del cine que van en contravía de ese hiperrealismo al que ya nos estábamos acostumbrando: ya la realidad parece volverse insuficiente para muchos realizadores. Muy a propósito de eso, Monólogo colectivo, un documental argentino sobre unos animales de un zoológico en Argentina, fue la experiencia que más escuché que había resultado menos estimulante. En contraparte, la fascinación con la que salieron tantas personas de la proyección de Adiós al amigo, parece confirmar que el público que ya está listo para emprender un viaje aparentemente de retorno… de retorno al género, de comprometerse de una forma mucho más libre con aquellos géneros y dispositivos narrativos que el academicismo ha llegado a insinuar anticuados.

 

El último día, después de salir de Bienvenidos conquistadores, algunos recién conocidos (pero que ya se habían cuidado un par de embriagadas en los últimos cuatro días) concluyeron que no había algo más que valiera la pena ver, o, al menos, que valiera más la pena que ir a visitar el mar con cervezas y el sol perdiéndose entre las nubes del horizonte y con el cielo se volviéndose una estampa arrebolada. Al mismo tiempo, se daba inicio a la clausura. Como tiende a suceder con esas ceremonias burocráticas, para cuando se disponían a proyectar el filme, muchas personas ya se sentían agotadas y se salieron.

 

El FICCI nos despidió en Casa Bohême. Desde donde a eso de las 4 a.m., una vez cerrada la discoteca y la gente estaba afuera acabando lo que les quedaba de alcohol, se alzó un coro que gritaba: “¡Fuera, fuera, fuera!” cuando apareció Ciro Guerra.

 

Al igual que el sol se apagaba cada tarde en Cartagena, el FICCI también se apagaba lentamente, como si todo hubiese sido un espejismo. Entre un viaje fugaz por el Caribe y un calendario de proyecciones imposibles de abarcar, el festival nos dejó con ese cansancio reconfortante de haber vivido una experiencia tan intensa y fugaz como el propio cine. El FICCI nos regaló esa extraña sensación de estar, al mismo tiempo, en todos lados y en ninguno. Como si la ciudad misma se quedara un poco con nosotros, y nosotros con ella, en cada película, en cada conversación.

 

El festival terminó, como suelen terminar todos los festivales: con una mezcla de cansancio y euforia. Pero en Cartagena, algo se quedaba flotando en el aire, algo como el humo de un cigarro que no se acaba nunca. Así que al final, nos quedamos con las historias, con las películas que se quedaron atrapadas entre los párpados y las cervezas que se derramaron en el calor de la ciudad. Porque, al final, ese es el festival: nunca acaba del todo, siempre en ese ciclo de humo y luz.