Camilo Alejandro Pinto
La segunda película de César Augusto Acevedo –ganador de la Cámara de Oro en el Festival de Cannes por La tierra y la sombra– se erige como un canto fúnebre y luminoso a la vez, un poema visual que se enuncia desde una herida abierta: el conflicto colombiano. Con una puesta en escena de metáforas persistentes, de imágenes suspendidas en el tiempo como ecos de la memoria, Acevedo construye un discurso que, sin abandonar la crudeza, apuesta por la compasión, la redención y una esperanza apenas susurrada: la posibilidad de imaginar, entre las ruinas, otra nación posible.
Horizonte (2025) evoca la más lejana línea entre la tierra y el cielo, ese espacio liminal de nuestra realidad, el horizonte hasta donde se cree que la tierra tiene dueño. Pero en la película de Acevedo, los dueños no son sino los espectros que transitan en los espacios donde, testigos desgraciados, vivieron el dolor y la sangre de lo que aquí llamamos la Violencia (y lo que vino después). El horizonte del tiempo: con desesperación, buscamos en la memoria el rostro de nuestro primer muerto.
El viaje que nos propone Acevedo –un hijo victimario que fue, en su origen, una víctima, y de su madre, buscando el último refugio de su padre– es metafórico, atravesando múltiples escenarios del territorio colombiano que fueron testigos del conflicto, levantando una profunda duda: ¿quién otorga el perdón y a quién se le concede?
Acevedo ha dicho que la idea de la película surgió en 2016, cuando un país dijo “No” a una sugerencia de paz. Ese resultado aún retumba como un relámpago, como un castigo divino a la sociedad que no logra entender su rol. Tal vez la madre sea la nación, y el hijo, nosotros, los pobres caínes que aún no hemos visto la sangre en nuestras manos.
Casi pedagógicamente, la puesta en escena en Horizonte se libera de las promesas del naturalismo para dar espacio y voz a personajes arquetípicos. Con fuertes referentes teatrales, como los propuestos por Enrique Buenaventura, Acevedo se permitió experimentar con la continuidad temporal y espacial desde la imagen cinematográfica. Junto a madre e hijo, recorremos desde los altos picos de los páramos, atravesando pueblos del altiplano, las interminables llanuras besadas por el sol hasta los ríos de la selva húmeda, y somos testigos de diálogos declamatorios, tensionados entre lo expositivo y poético, conmemorando las circunstancias de sus muertes, y añorando un final a ese largo viaje de expiación.
Cada imagen enmarcada en onirismo, cada texto declamado por la madre, por el hijo, por el soldado, campesino o víctima, son una declaración coral de redención. Estamos ante un acto de catarsis colectiva donde, a través de fragmentos de memoria, se nos invita a reconstruir lo que fue y asimilar lo que ocurrió.
Cada imagen enmarcada en onirismo, cada texto declamado por la madre, por el hijo, por el soldado, campesino o víctima, son una declaración coral de redención.
Por momentos, la misma cámara permite hacer su exploración poética: por ejemplo, en un plano secuencia, hacemos un recorrido de una pequeña villa templada, ahora en ruinas, en donde los actos perversos que presenció son percibidos solo por el plano sonoro. En tanto la banda sonora, partitura de una marcha fúnebre, nos ubica en la procesión de un pesado ataúd del que, como audiencia, somos paleros.
El gran acierto de Horizonte está en sus formas: aunque el filme se pueda enmarcar en esa corriente nacional reciente de espectros que transitan en representaciones realistas, esta película se deleita en su ambición no solo narrativa sino técnica y visual. Un pequeño fragmento de tiempo que intenta abarcar casi todas las facetas del conflicto colombiano, lo logra, en medida, gracias a su solemnidad.
En últimas, el filme transmite vida. Viva es la historia y el territorio, condenado a ser el parque-paraíso que recorren estos espectros. Vivo es el dolor y la sensación de desasosiego. Y, muy viva, es la pequeña esperanza.
En la guerra, la esperanza es una trampa, cuanto más nos aferramos a ella, más punzante se vuelve la realidad, nos dice uno de los espectros de Acevedo. Así, la película se convierte en otro ladrillo en el muro de lamentos de una sociedad que aguarda, inerte, el fin de un ciclo interminable de violencia… y espera…
Horizonte es esperanza cincelada en material cinematográfico. No sabemos si hay vida después de la muerte, pero el espacio donde madre e hijo logran reencontrarse, donde un muerto logra entender quién lo mató, y donde el desaparecido regresa a casa, es finalmente aquél frente a la cuarta pared. En procesos de representación de la memoria y el dolor colectivo, el cine se vuelve ritual: una plegaria encarnada en luz, donde los silenciados hallan voz, y los muertos, la esperanza de transitar.