Sumas y restas, de Víctor Gaviria (2004)

La sociedad mafiosa

Juan Sebastián Muñoz Sánchez

 

La presencia del narcotráfico en la historia de Colombia no solamente ha dejado huellas profundas en la política y en la economía, sino también en la sociedad y la cultura. Víctor Gaviria, uno de los pilares del cine colombiano durante los últimos cuarenta años, ha fundado su filmografía en Medellín, la ciudad donde creció, conmocionada transversalmente por el narcotráfico. En los años noventa, Gaviria sentó un precedente desde Colombia hacia el cine latinoamericano, primero con Rodrigo D: no futuro (1990) y después con La vendedora de rosas (1998). En ambos casos, reparó intensamente en los efectos devastadores de la violencia exacerbada del narcotráfico sobre las comunidades marginadas de Medellín. Todo un espacio de sueños rotos, adicciones, abandonos y miedos derivados en tragedias. De fondo y como antecedente, en la posguerra europea, los históricos cineastas del neorrealismo italiano ya habían explorado las terribles consecuencias humanas de esa devastación.

 

El cine latinoamericano siempre fue muy influenciado por esa perspectiva social, especialmente en Brasil, durante la primera etapa del cinema novo, aunque en un escenario menos urbano que el de Gaviria, pero que sí es el telón de fondo en películas como Pixote, de Héctor Babenco (1981). Las películas de Víctor Gaviria a finales del siglo pasado lo instalaron en una posición de gran relevancia para el cine colombiano de cara al siglo XXI. Con esa incidencia en el medio cinematográfico, Gaviria realizó Sumas y restas (2004), un thriller en el que aborda decididamente el laberinto estructural de la mafia narcotraficante, siempre con una mirada cruda y presencial ya consolidada en su estilo. Sumas y restas relata el involucramiento de Santiago (Juan Uribe), un ingeniero de familia acomodada, en el negocio del narcotráfico, quien se asocia con Gerardo (Fabio Restrepo) para mover un cargamento de cocaína a Estados Unidos. Muy pronto, Santiago se ve sumergido en el mundo delirante de los mafiosos y entonces los acontecimientos pierden su cauce para darle entrada al fantasma de un horror mortal.

 

En Sumas y restas Víctor Gaviria se desplaza por un escenario integral de la ciudad de Medellín. Desde las alturas urbanas y sociales de las tradicionales familias privilegiadas de la élite, hasta el círculo de los traquetos autoimpuestos como nuevos ricos que se disputan el poder a dentelladas en la estructura social. En esa deriva, aparecen aleatoriamente los sicarios, en un mundo más callejero. El eterno niño rico que apenas ha estado sumergido en las fiestas de trago y perico con amigos y novias, ahora descubre una parranda mucho más deleitosa, que lo hipnotiza tanto como lo aterra. Gerardo, su guía en ese territorio de convulsiones placenteras y violentas, encarna por sí mismo una inestabilidad crítica, una tendencia psicópata que dispara una adrenalina que es la misma que alimenta los gritos de terror o las carcajadas desquiciadas. El placer embriagante arrastra cada vez más a Santiago hacia el centro de ese infierno que poco a poco se cae a pedazos a su alrededor.

 

Gaviria utiliza una cámara de estilo documentalista que ya había instalado como estilo visual en sus esenciales obras previas. En Sumas y restas, esto aporta considerablemente a un frenesí casi esquizoide, en el que en torno a Santiago giran, a veces como barridos imperceptibles, los delirios de todos aquellos que comparten, y al mismo tiempo nutren, esa atmósfera enloquecida. Es una cámara especialmente presencial, que camina hacia los personajes, que los confronta, que responde constantemente a los estímulos brutales de la violencia circundante.

El placer embriagante arrastra cada vez más a Santiago hacia el centro de ese infierno que poco a poco se cae a pedazos a su alrededor.

Considerar Sumas y restas contemplando también Rodrigo D y La vendedora de rosas ofrece el mapa completo de unas circunstancias que han sido transversales para comprender la influencia del narcotráfico sobre la vida misma en Colombia, sobre la cotidianidad. Se trata de una perspectiva que viene de la observación humanista que es característica del cine colombiano, con una sensibilidad arraigada en un arte comprometido, de una conciencia despierta con respecto a los efectos que la violencia genera en la atmósfera, en la cultura. En el caso de Sumas y restas, Santiago desciende a un abismo en el que son pulsadas las cuerdas menos conscientes de su condición humana. Este abordaje resulta fundamental para darle rostro a lo que usualmente se valora desde una perspectiva estadística, que termina por ser deshumanizante a los ojos de la razón instrumental y de la manipulación política. Da cuenta de una complejidad que va desde lo más íntimamente humano hasta lo más colectivamente social, económico y político.

 

En el contexto del cine colombiano, la obra de Víctor Gaviria, considerando cada uno de sus largometrajes, resulta coyuntural para expresar la transformación transversal de un país lastrado en todos los ámbitos por la cultura de la mafia y la violencia. Una herida convertida primero en cicatriz y después en seña particular que persiste a más de cuarenta años de haberse instalado en el hábitat de la sociedad colombiana. Se trata de una obra fundamental para todo el arte colombiano, más allá del cine mismo. Un legado que es apenas comparable con el que ha surgido de la obra de unos cuantos artistas que han conseguido ser visibles entre los muchos que procuran esa relevancia, como puede ser el caso del fotógrafo social Jesús Abad Colorado.

 

Esa sensibilidad precisa que parte de la condición humana y se proyecta hacia el relato específico de la historia del país, se hace didáctico en el entendimiento de unos avatares que no solamente le competen a Colombia, sino a toda Latinoamérica, específicamente a países como México, conmocionado por el narcotráfico desde hace un par de décadas, y con un tráfico de armas incontrolable en una de las fronteras más extensas del mundo. Además, se trata de un cine que se integra, incluso espiritualmente, a un arte social y político que ha dibujado la prosopografía de una violencia fascista, cruenta y estructural, que se ensaña con los marginados y se beneficia mutuamente con la guerra contra las drogas de Estados Unidos: una política perversa que ha fomentado fundamentalmente la violación de todos los derechos humanos en la región.

 

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