Daniel Tamayo Uribe
En una antigua casa en el centro de Medellín vemos un par de espaciosos pasillos que conectan las habitaciones con las entradas y salidas del baño, el lavadero de ropa y la cocina. Suenan dos canciones en voz femenina con tonos entre alegres y risueños. Mientras los espectadores oímos las músicas, dichos tonos resaltan al ver cruzar a varios hombres mayores, algunos sin camiseta, otros en toalla y uno que otro en camisa de cuadros y pantalón de dril. Uno se detiene en el camino, otro sigue derecho, alguno mira a cámara por un momento, el que sigue parece no notar nada. Van y vienen entre rincones y esquinas de este laberinto que es su hogar.
Esta es la Estancia (2024) que filmaron los hermanos Andrés (director) y Mauricio (productor) Carmona Rivera en unos de los también marginales sectores de Medellín. En esta mansión santa y demoniaca habitan, entre otros, hombres como Guillermo, Álvaro, Raúl y Javier, quienes sobreviven como inquilinos durante su vejez tan vital como decadente. Al contar, sin pelos en la lengua, anécdotas y reflexiones sobre sus vidas y sus visiones de mundo, transitan entre el humor y la tragedia, la locura y la sensatez, el orgullo y la humildad. Igualmente, a realizadores y espectadores nos han dejado habitar sin mayor escrúpulo las piezas donde viven, sus callejones sin salida.
Allí estos viejos no se angustian de morar en el laberinto. No ansían encontrar una salida, antes se han adaptado a los diferentes recovecos desde los cuales observan panorámicamente el tiempo y el espacio, su pasado y su porvenir, el encierro en el que están y el mundo exterior. Utilizando lentes angulares, los hermanos Carmona Rivera registran la amplitud de su visión así como las pequeñas y grandes ventanas por donde entra la luz de afuera, a donde estos hombres miran con juguetona curiosidad o cotidiana indiferencia. Estos en su Estancia suelen fijarse más bien en el adentro, lo que pasa entre ellos y con ellos. Han decidido quedarse allí hasta cuando les sea posible, ajenos al mundo.
Allí estos viejos no se angustian de morar en el laberinto. No ansían encontrar una salida, antes se han adaptado a los diferentes recovecos desde los cuales observan panorámicamente el tiempo y el espacio, su pasado y su porvenir …
Ya han asumido que están olvidados por el Estado, el capital, Dios y la sociedad, como lo estamos todos en mayor o menor medida. Su mera existencia nos muestra que compartimos una progresiva vejez destinada al olvido. Es tal condición, sin embargo, la misma que puede producir un temple cómico o estoico frente al cada vez más cercano fin. No se evitan los arrebatos de rabia y celos, de lujuria y vicio, de melancolía y risa, de fantasía y mística. Entonces hay actitudes, rituales, trampas, chistes, historias y miradas.
Más allá de potenciales lecciones o ejemplos de vida que se pueden extraer de la película, lo importante son los puntos de encuentro donde las fuerzas tiran hacia la vitalidad, hacia la decadencia o en ambos sentidos, a través de los caminares y hablares errantes de estos viejos en su laberinto. Ahí surge la belleza de la observación interactiva que genera este documental. Quizás como quienes comparten el espíritu del cine de Víctor Gaviria, con películas como Rodrigo D., La vendedora de rosas y La mujer del animal, donde la vitalidad entrañable de los protagonistas ante lo trágico trasciende lo heroico y lo meramente admirable o celebratorio, los hermanos realizadores de esta Estancia en Medellín capturan la fuerza y la fragilidad de estos hombres con los que podemos reír y quedar sin palabras.