Oswaldo Osorio
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La tierra depende tanto del agua como el campesino de aquella. Los dramas que se han desprendido de esta ecuación son innumerables. Apenas unos años antes, Nelson Pereira Dos Santos impactaba al mundo con Vidas secas (1963) y en Colombia Julio Luzardo adaptaba el cuento de Manuel Mejía Vallejo Tiempo de sequía (1962). En todos estos relatos lo mejor y lo peor aflora en el ser humano cuando la tierra languidece y cada día se toman decisiones que comprometen la dignidad o la vida.
Basada en la novela homónima del escritor colombiano Jaime Ibáñez, y adaptada por Fernando Laverde y Bernardo Romero Lozano, esta película, sin ser coproducción, tiene mucho de mexicana, pues su director y su fotógrafo (Alex Philips Jr.) provenían de esta industria, lo cual se hace evidente en todo el filme y de alguna manera marca la diferencia con la mayoría de películas nacionales de la época, pues tanto su puesta en escena como la concepción de sus imágenes tienen el nivel y la factura propias del país manito, aunque toda la materia prima con que fue hecha sea muy colombiana.
La historia empieza con dos muertos, un cojo carbonizado en su casa y un joven en un despeñadero. Interrogan al padre del joven por lo sucedido, pero eso solo es un forzado artificio narrativo, más propio de un thriller que de ese drama rural, movido por las pasiones y las mencionadas penurias de la tierra, que se desarrolla durante todo el relato. Tanto es el artificio, que solo al final, cuando se retoma el interrogatorio, uno lo recuerda y confirma que la captura del padre no tenía lógica ni consistencia alguna.
Salvado este impase, lo que se viene es un drama de supervivencia (rayano frecuentemente con el melodrama) que pasa por el dilema de abandonar esa tierra yerma y migrar persiguiendo la ilusión de colonizar los Llanos. Con este conflicto de fondo, la tensión se centra en dos triángulos amorosos, contaminados por el deseo, el interés, el desprecio, la sospecha de un negado incesto y el amor verdadero.
En medio de esa tensión está María, el objeto de deseo de todos, ese elemento dramático y pasional que lo desestabiliza todo, el que espolea los más nobles y reprobables sentimientos y acciones. Con la necesidad de las precarias condiciones como el viento que la mueve como veleta, ella es protegida, comprada, despreciada y forzada. Es todo un desborde de pasiones con una clásica y cuidada fotografía, tanto en sus encuadres, movimientos y en el manejo de la luz y las texturas, como en una puesta en escena que para esa época tenía un modelo definido, en su actuación y dicción principalmente, por las formas del teatro y la televisión.
Esto último envejece un poco la película, pero su restauración por parte de la Fundación Patrimonio Fílmico Colombiano debe ser celebrada, porque es una de las películas mejor logradas de los años sesenta del país, en especial teniendo en cuenta que le apuntó a ese difícil término medio de ser una cinta de autor y con un tema de peso, pero con unos elementos y construcción que apuntaban a llegar a un público más amplio (lo cual no consiguió).
