Samuel Torres Echavarría
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El cine queer solía ser algo de culto, algo relegado a autores que exploraban sin tapujos este tipo de historias y personajes, pero que terminaban siendo un nicho. Desde Fassbinder en Alemania, hasta ese primer y desatado Almodóvar, el cine queer del siglo pasado se entendía como algo rebelde, vanguardista, a veces incluso grotesco por su necesidad de impactar –véase a John Waters o, de nuevo, ese primer Almodóvar, que solo parecía tener interés por contar la historia que más pudiese trastocar la moral–, ¡Ojo! Esto nunca implicó que estos relatos carecieran de fuerza, o de intimidad, pero casi siempre eran películas fundamentadas en varias intenciones: Generar máxima empatía a través de mostrar las situaciones cruentas a las que se veían expuestas estas personas al ser marginadas (Un año con trece lunas), generar shock por los estilos de vida que podían llevar (la trashtrilogy de Waters), o un cine que, aunque no era necesariamente trágico o extravagante, era un cine lleno de estereotipos y, sin ser coincidencia, dirigido por hombres homosexuales. A pesar de esta coincidencia, hay que aclarar que la sexualidad de un cineasta no tiene porqué influir en cómo filma un vínculo, sea del tipo que sea (Wong KarWai, Ang Lee, ToddHaynes, etc.) Sin embargo, pese a su susodicha mención, Almodóvar fue el primer autor que hizo un cine queer popular que buscaba ver la orientación sexual de sus personajes como un rasgo más de su personalidad, y no como el punto de partida de la historia.
Entendiendo esto, llegamos a entre las sombras arden mundos, un cortometraje intrigante, dirigido por el realizador oriundo de Medellín Ismael García Ramírez, que cabe en un nuevo tipo de cine queer. En la película, seguimos a Ramona, una mujer mayor que pasa una noche entera con los amigos de su hijo y su hijo, Julián, dando pie a una intimidad que solo podría crearse cuando chocan dos dimensiones de una misma persona y a una simpatía que alguien solo se permite si se propone habitar otra realidad.
Para empezar, es de Crisálida, una productora con claros intereses en el género, en la sexualidad, en el progresismo. Todo esto se evidencia no por como los personajes se expresan (sus maneras, su lenguaje, sus vestimentas) sino por la naturalidad con la que portan todo esto.Sin ser enfático, Ismael nos adentra en el mundo de estos pelados, que son personas a quienes la gente y las narrativas culturales (incluyendo las cinematográficas) suelen reducir a una etiqueta. Para incidir en nosotros como espectadores, el director toma el punto de vista de esta mujer mayor, que se embarca en un viaje para reconocer también la humanidad de estos protagonistas. Es evidente la transformación que sufre en su manera de mirar a su hijo y a los amigos de su hijo, a priori, parecía asustada, prejuiciosa incluso, pero entre más habita esta intimidad posible gracias a la coincidencia (es casi que un McGuffin) que crea Ismael, pues, aunque se dan indicios (menciones de un esposo vil), en verdad nunca sabemos del todo porqué Ramona estaba buscando a su hijo. Este incidente incitador nos permite que conozcamos a estos nuevos hombres a través de los ojos de Ramona, conocimiento que el director explora con perspicacia. Al inicio del corto, los cuerpos están fragmentados, las luces se ven borrosas; es como una realidad lejana que habitamos con un estupor impuesto por la cámara que casi siempre juega a ser la mirada de la madre.
Ismael crea a estos nuevos hombres, que juzgan los malos tratos de los hombres viejos y misóginos, que echan piropos con adulación y no con morbo, que van en motos de colores brillantes por una Medellín oscura (¡Muy recursivos!), que disfrutan de las drogas como de su sexualidad, que se maquillan y maquillan, que bailan, y, sobre todo, que son complejos. Sus vicios nunca opacan sus virtudes, de hecho, le ofrecen marihuana a Ramona, pues es lo que ellos ven como camino a la paz. No obstante, la paz la obtiene por algo más sagrado que el bareto brindado por esos jóvenes altruistas y pecaminosos, la paz de Ramona se da gracias a que experimenta la libertad que antes juzgaba.
Ismael crea a estos nuevos hombres, que juzgan los malos tratos de los hombres viejos y misóginos, que echan piropos con adulación y no con morbo, que van en motos de colores brillantes por una Medellín oscura …
Entre las sombras arden mundos es un relato moderno, que se toma su tiempo para desarrollarse, sobre todo porque le importa que habitemos un mundo muy específico. Al habitar este mundo, entendemos cómo su historia es una oda a la empatía y a la comprensión. Julián, el hijo de Ramona, es más vulnerable que nunca, ¿Qué más vulnerable que ser el punto de convergencia entre dos grupos sociales, con los que te sueles mostrar diferente según con qué grupo estás conviviendo? Este relato explora la libertad a través de dos miradas, la principal, que es la de Ramona, pasando de estar encerrada en el plano con segmentos de cuerpos sin rostro, a estar bailando y viéndose como esas personas que antes veía difuminadas. Pero también explora la libertad a través de Julián, un hijo que logra ser quién es tanto con su madre, como con sus amigos.
Este relato explora un nuevo tipo de personaje masculino, pues los hombres que crea Ismael no son hombres que hieren, son hombres que abrazan de múltiples formas, hasta abrazar de verdad, acostados en un colchón de una terraza, compartiendo intimidad, no porque se atraigan el uno al otro, sino porque no ven nada de malo en expresar ese amor. Entonces, podemos apreciar también un nuevo cine queer, uno que forja relatos que apelan a la empatía, pero no a través de tejer historias en las que sus personajes son miserables, por lo contrario, como La Agrado en Todo sobre mi madre, que se ganan nuestro amor por la bondad que ofrecen a conocidos y desconocidos, porque gozan tanto como cualquier otro.
