Horizonte, de César Acevedo

Voces que no mueren

Joan Suárez

 

¿Y por qué no entra?
Entré. Era una casa con la mitad del techo caída. Las tejas en el suelo.
El techo en el suelo. Y en la otra mitad un hombre y una mujer.
¿No están ustedes muertos? les pregunté.

Y la mujer sonrió.
El hombre me miró seriamente. 

Pedro Páramo, de Juan Rulfo.

 

En este momento estamos ante un enfoque singular y un abanico subjetivo en el cine colombiano que se observa desde la mirada de algunas directoras y cineastas, Laura Mora, Santiago Lozano Álvarez y Fernando López Cardona, sobre la violencia del conflicto armado en Colombia. En algunos de sus filmes están los espectros que deambulan y desafían su voz desde una dimensión atemporal, es decir, se desplazan el foco de los fantasmas como personajes a la espectralidad como estética crítica y memorias suspendidas de la guerra, incorporando lo espectral en la frontera entre documental, ficción y arte visual.

 

En este mismo panorama de exploraciones espectrales, donde distintas voces del cine colombiano interrogan la memoria de la guerra, emerge nuevamente César Augusto Acevedo. Su regreso, después de una década, no es una ruptura sino una continuidad natural de ese diálogo, ahora condensado en Horizonte (2025), en la que apela al recurso estético y poético de los espectros, más allá de los fantasmas, es decir, los muertos (sus personajes) tienen una percepción sensorial, de silencios y lenguaje, y la temporalidad alterada como formas de representar su presencia y su regreso, en este caso, la guerra en Colombia.

 

Ese pulso íntimo y alegórico que ya latía en La tierra y la sombra (2015) encuentra eco en Horizonte, pero también se expande hacia una dimensión mítica. Para comprender este tránsito es necesario recordar que Acevedo forma parte de una generación que renovó la sensibilidad del cine caleño y, al mismo tiempo, del país. Ya desde su ópera prima se notaba el entusiasmo alegórico y emocional que estaba contenido desde la casa, la inmensidad del samán en el patio, las amenazas invisibles, los senderos de la caña, diálogos cortos y muchos planos secuencia; para ilustrar las interrelaciones de sus protagonistas entre las ausencias, la reconciliación y la separación de los vínculos.

 

César Augusto Acevedo es un director que hace parte de un amplio grupo de jóvenes y “la ilusión de un boom en la producción cinematográfica caleña”, según Óscar Campo, profesor y documentalista prolífico; en otras palabras, “La nueva ola del cine caleño” y responsables de títulos tan emblemáticos y apoteósicos de los últimos años como El vuelco del cangrejo, La tierra y la sombra, Los hongos, La sirga y Siembra. Todas estas producciones desde la ciudad de Cali y la virtud de estar al margen y hacer cine de la periferia e historias más íntimas, como dice Óscar Campo. La formación como cineastas no solo ha tenido el reconocimiento mundial, sino también referentes internacionales.

César Augusto Acevedo es un director que hace parte de un amplio grupo de jóvenes y “la ilusión de un boom en la producción cinematográfica caleña”, según Óscar Campo …

En su película Horizonte Acevedo dispone de un carácter reflexivo y un cruce entre territorio y espíritu. Inés y su hijo Basilio pasan su propia versión de los hechos en un viaje de redención. Su recorrido en expansión busca alivio y perdón, no solo consigo mismos, sino también ante la mirada del otro y la interacción con los humanos. Su fotografía gélida recrea un ambiente onírico y exótico. Es una huida espiritual que implica renuncia psicológica, desplazamiento emocional y transformación de pensamiento y conducta.

 

Las locaciones exuberantes se conjugan en una triangulación, en la que el cuerpo, la mente y el alma de los protagonistas se alinean con la ubicación geográfica y paisajística. El viaje iniciático de la madre y el hijo en búsqueda y exploración, a través del río de su consciencia y la revelación de sus contradicciones, está custodiada por el exotismo y el mundo fotográfico por cada uno de los lugares y los cuatro departamentos del país y la nostalgia del paraíso perdido en los que se filmó: La Calera, Chingaza y Bogotá (Cundinamarca); Soracá, Las Mercedes, El Cocuy y Güicán (Boyacá); Tauramena (Casanare) y Cumaral (Meta).

 

La geografía no opera solo como escenario; es una extensión del estado interior de los personajes. Esta dimensión simbólica del paisaje dialoga con las referencias pictóricas y literarias que Acevedo incorpora, desde Goya y Caravaggio hasta Rulfo y La divina comedia, para exacerbar el carácter corrompido de la condición humana, sin la ligereza del afán, e interpelar: ¿Por qué en mi país deseamos seguir matándonos en un conflicto armado sin sentido, si de la misma tierra siguen naciendo los hijos para todos los ejércitos?, se preguntó el director a partir de su propia desesperanza. De ahí que sus imágenes no son un alud, una tras otra, son contemplación mística y de inmersión literaria en sus diálogos.

 

En este entramado de símbolos, los personajes no son meros testigos del viaje: son su materia misma. Basilio, en particular, carga en su nombre y en su gesto una nobleza fracturada, sometida a la violencia y la desolación, la decadencia y el desmoronamiento. Por eso carga razones subterráneas, la humedad del pensamiento, y una necesidad profunda de conversar con cada uno de los seres que se cruza en el camino, el reencuentro con ese otro salvaje que era y la propia intención de libertad que se contraponen en cada transición y la disección de la guerra en la que se inscriben los personajes y su peregrinación, es decir, su expedición estacionaria. Y la presencia tan sustancial de la madre y su mirada de diferencia abismal y de claridad. Los pasos de ella son una experiencia para ir a lo desconocido y lograr oír, también la audiencia, los gritos que intentan aprovechar los últimos rayos del sol o la oscuridad, la tortura, el ultraje, el despojo, la maldad y la violencia.

 

Basilio, en su andar apresurado, implora en sus ojos y boca la confesión de abuso y poder en procura de alivio y clemencia. En su celda de pecados y acciones subversivas no hay cielo ni privilegio. Él intentó dar dirección con sentido trascendente a su vida en otra dimensión. Basilio y su madre Inés van sin ningún lugar a un desenvolvimiento interior, su camino es un tríptico de cuerpos móviles, mente activa y quietud mística. Y Acevedo nos aclara que no es una historia de fantasía, sino “una película sobre los que estamos aquí, los que todavía tenemos la oportunidad de cambiar nuestra realidad”. Y aunque la película se sumerge en lo íntimo, su eco inevitable es político. El tránsito de los personajes interroga directamente nuestra memoria y la persistencia incomprensible del conflicto armado.

Y Acevedo nos aclara que no es una historia de fantasía, sino “una película sobre los que estamos aquí, los que todavía tenemos la oportunidad de cambiar nuestra realidad”.

Esta historia es una concentración subjetiva de palabras, una verdad oración cinematográfica que absorbe con poesía espiritual la totalidad de lo que somos. Un estado profundo de mediación. Facilita la entrada no solo a la serenidad sino también a su experimentación técnica y estética de ir al centro interior de nuestra violencia. Los protagonistas que separados por la guerra se reencuentran en la muerte para emprender un último viaje físico y espiritual a viajes de Colombia, son al mismo tiempo una vida iluminativa, de reconocimiento y silencio.

 

Esta interioridad no existe sin una organización formal precisa. La fotografía de Mateo Guzmán mantiene ese clima onírico, y la música de Juan Camilo Martínez acompañía el limbo espiritual y concede un ritmo académico. Igualmente, la conjugación envolvente, esa carta de amor para la vida y su universo propio a nivel narrativo se atributo a la poderosa producción de Paola Pérez Nieto, quien está en la ópera prima de Acevedo como productora, al igual que Martínez que trabaja como microfonista. Y toda una maquinaria artística de gente que decretan e intencionan una obra sensible, lúcida y una buena carga estética.

 

Esta película es tan audaz y de luz resplandeciente, una travesía etnográfica sin ningún lugar y que son todos a la vez como almas del mundo. Es el reflejo en movimiento, sin pausa, de la familia y la casa; incluido, cuando se deja del suelo, la tierra. Es la construcción de trascendencia y transformación. Un fruto espiritual y una acumulación de energía en cada una de sus secuencias para interrogar: ¿Quién soy?, ¿A dónde voy?, ¿Qué quiero ser? y ¿Qué me impulsa en la vida? Y al final, en su máxima floración, parece un fluido continuo de vida, la aventura triunfal por la existencia y la expresión del Ser.

 

 Pie de página premonitorio

“Estoy empezando a escribir. Es una historia de la violencia en el país, de modo nos hemos insensibilizado, no es una apología a la violencia ni másará los hechos, es un punto de vista diferente, una reflexión de modo la guerra ha influenciado los cuerpos. Mi protagonista es un fantasma, que ve el camino al cielo y recuerda la violencia en sus vivencias.”

Palabras del director César Acevedo en una entrevista el 4 de junio de 2015.

 

Un punto distintivo

El estreno nacional de la película Horizonte, una obra singular, exquisita y explosiva de magistral dirección y perspectiva mía, quedó un tanto invisible. Tristemente su paso en sales comerciales y alternativas estuvo en las ambigüedades y contradicciones de la exhibición del cine colombiano ante el mosaico narrativo e impacto descomunal de la película Un poeta, de Simón Mesa Soto (2025), en la pantalla, los espectadores, la prensa y las redes. Mediáticamente dominante, revela otra dimensión del cine colombiano. Situación similar ocurrió con el potencial y desenfadado largometraje Adiós al amigo, de Iván D. Gaona (2024). Y aclaro que el estreno comercial en salas de cine para las tres películas se dio en fechas diferentes, agosto y octubre. Este es, en últimas, un disparo en palabras que apunta a las tensiones –comerciales y estilísticas– que atraviesan la circulación y exhibición del cine colombiano.