Mauricio Laurens
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Director, guionista y productor de mirada certera, narrativa fluida y destreza para improvisar con sus actores tanto naturales como profesionales. Egresado de la Escuela de Cine y Televisión de la Universidad Nacional, su ejecución detrás de cámara comenzó en 2004 con una estremecedora ficción de apenas veinte minutos en tierras de Boyacá: La cerca. Allí expuso las rivalidades desbordadas entre un padre campesino viudo y su hijo vengativo, huérfano de madre, tras las pesadillas originadas en el pasado tenebroso del taita bandolero para culminar con la quema en vivo del año viejo.
Si La sociedad del semáforo captura el mundo subterráneo del centro bogotano, y explora deterioros mentales de un ingenioso reciclador, Tierra en la lengua recoge las últimas vivencias de un gamonal desgraciado en los llanos de Casanare, Memorias del Calavero es “una desbordante historia de vida en la que sería difícil separar mentiras de verdades”, y La señorita María, en 2017,percibe el alma solitaria de una transgénero auténtica en la tierrita fría que le tocó vivir.
Su ópera prima, La sociedad del semáforo (2010), escrita y dirigida con aptitudes ciertamente experimentales. Imágenes reales, duras y libertarias, que recrean con elementos naturales y poéticos las penurias atravesadas por recicladores y vagabundos, vendedores informales e indigentes, bohemios y malabaristas–incluso una sopladora de fuego–.Son personajes capitalinos del montón: artistas y rebuscadores de oficio,mendicantes en las esquinas de los semáforos y ñeros –sin ofender– que de día duermen y por las noches se amontonan en alcantarillas y basureros.
Docudrama y guion desarrollados con métodos de improvisación, sabedora puesta en escena e intérpretes mayoritariamente extraídos de la calle en un casting elaborado durante varios meses. Temas existenciales tratados con bastante desparpajo, como aquella progresiva pérdida del ingenio y las potencialidades laborales, los altibajos y persecuciones de quienes viven trabados en calles y madrigueras, el sexo entre cartones y la camaradería que sobrelleva vicios rutinarios. Fanfarria orquestada por el músico ecléctico Edson Velandia (728 ambulancias) con trompetas, guitarras, cuatro, redoblante, bajo, acordeón y… lamentos.
Este largometraje, cien por ciento bogotano, busca expresarse colectivamente en la perspectiva intimista de su autor. Despliega la solidaridad de un zorrero, que transporta o acarrea el cadáver de un niño despreciado por quienes tienen techo, y luce una simpática panadera siendo aliciente afectivo para quien estudia la estrategia de prolongar indefinidamente las luces rojas del semáforo, vender más y asegurar el sustento .¿Qué pasaría si tales señales de pare se quedasen así para siempre?Respuesta: “pues que ellos venderían mucho más y tendrían tiempo adicional para divertirse.
Este largometraje, cien por ciento bogotano, busca expresarse colectivamente en la perspectiva intimista de su autor.
Encabeza el reparto un ratero desplazado de origen chocoano (Raúl), provisto de zapaticos para su gente, quien asalta una funeraria para sepultar dignamente a un parcero–“tengo los dedos sucios, pero no untados de sangre”–. Acompañado del viejo Aníbal, de extracción goda, el que inventa historias para conmover al público; también, del lisiado Cienfuegos, no dispuesto a ser desmembrado en la morgue, y de una botafuegos de verdad, que hace de su audacia un espectáculo caliente al aire libre.
Prólogo, apoteósico: desfile de una veintena de ambulancias blancas con luces encendidas, seguido de unas secuencias inolvidables como son las travesías de quien frecuenta los cerros orientales de Santa Bárbara centro y el barrio obrero de Egipto. Asombra el silencio grabado en volumen alto para borrar ruidos metropolitanos y el arte cacharrero de un aventurero de la calle.
Estética humana de la mugre, no siempre suciedad física en la piel.Anarquía, demencia y autodestrucción siendo resultados de la indiferenciao apatía, del pasajero promedio en vehículos públicos y particulares.Es como si la realidad fuese observada con los ojos de quienes se las ingenian para no morir de frío e inanición, en medio de la represión policiva y uno que otro malandrín dispuesto a pescar en río revuelto.
Sus parajes fueron fotografiados magníficamente porJuan Carlos Gil, la edición rítmica corrió por cuenta del maestro caleñoLuis Ospina y una mezcla de sonidos directos gracias al igualmente reconocido César Salazar. En conclusión: una de las poquísimas películas innovadoras e intimistas del cine nacional en lo que va corrido del siglo.
Tierra en la lengua (2014). Últimos días de un viejo gamonal llanero, quien de la capital viaja con dos nietecitos trasla misión de botar al río las cenizas de su aguantadora esposa. Patriarca casanarense sobrelleva su agonía –el dolor extremo– y se precipita hacía el vacío: guache, con víctimas en cada vereda e hijos regados por doquier–sufre y sueña con su panza flotando río abajo picoteada por chulos, gallinazos–.
Relato crudo, directo e implacable, labra un personaje tenaz que tiene “muchos defectos y pocas virtudes”. Él, la ley de los potreros colombo-venezolanos, nadie se atreve a llevarle la contraria. Porque “nadie les ha mandado meter acá la jeta”–una de sus expresiones. Rezago del gamonal cuyos vivientes cree pertenecerles, víctima a su vez de amedrentamientos o extorsiones de grupos ilegales.
Preciosa fotografía naturalista y descarnada descripción de los últimos días del terco abuelo e indeseable patrón postrado por neurosis y enfermedades. Filmada en el departamento de Casanare, dirigida sin ‘pelos en la lengua’ por quien explora ciertos recovecos y contradicciones de la condición humana, con… “una invitación para que conozcan la verdadera calaña de un hombre como estos” –lo dijo Mendoza–.
Memorias del Calavero (2014). Lo conocimos como un documental biográfico que pretendía seguir los rastros de un ex habitante del Cartucho bogotano, proscrito por las autoridades en su condición de indigente y adicto a las drogas duras. Antonio Reyes ‘El Cucho’, quien hizo de Cienfuegos en La sociedad del semáforo, un ciudadano sin rehabilitar que confunde fantasías con realidades y recuerdos distorsionados, pero elocuentes; mitómano. hace verdades de sus mentiras y delira con rastrear o perseguir las locuras de su perdido pasado santandereano.
Antonio Reyes ‘El Cucho’, quien hizo de Cienfuegos en La sociedad del semáforo, un ciudadano sin rehabilitar que confunde fantasías con realidades y recuerdos distorsionados …
‘El cucho’ Reyes siembra el caos a su paso y despierta intranquilidades o profundos vacíos de producción en unos cuantos cineastas al creer que ellos explotarán su muerte–por enfermedad y suicidio, aunque no queda claro–. Hay dosis de intoxicaciones y demencia senil en la confrontación con un hermano del cual había perdido sus rastros; escándalos del sicótico en un prostíbulo y visitas inesperadas a una vieja hacienda. Un delincuente, inofensivo, porque todo él es un mito: “un monumento a la inutilidad, a la inversión de los valores de la sagrada sociedad y la sagrada familia”.
Sus locaciones me son familiares: esquina del Americano en el parque de San Gil, calles empedradas de Curití y Pinchote, talante comunero de Charalá, majestuoso cañón del Chicamocha y bien abajo el río Sepitá. “Flor de anís luminosa como pocas, que encegueció muchos ojos y destempló muchas miradas”; añade, Mendoza: “la cámara es una excusa, una red, para capturar películas que ya están viviendo, que andan volando sin uno”.
Señorita María: las faldas de la montaña (2017). Un documental biográfico (biopic) gracias al ojo agudo (y la sensibilidad) de tan habilidoso realizador. Captura el alma contradictoria y solitaria de una criatura transgénero–auténtica y transparente como la tierrita boyacense que pisa–. Porque ella vive sola en su rancho, trabaja duras faenas en el campo, camina largas trochas para ir a misa, habla de sus desgracias familiares y no se acompleja frente a las burlas e intolerancias de sus paisanos.
En Boavita (Boyacá), pueblo perdido en inmediaciones de los páramos y nevados del Cocuy y Güicán, transcurren las faenas agrícolas y domésticas con machete al hombro y falda escocesa a la rodilla. Hay también simpatías por la campesina ‘pierni peluda’, cercana a los cincuenta y fan dela Virgen; ella (María Luisa Fuentes), replica: “han visto acaso a la virgen usar pantalones”. Agrega Mendoza: “pero la tal señorita es fuerte como una espiga de trigo, a la que los terremotos no le hacen ni cosquillas, y aunque conoce todas las tristezas, no hay una tan vigorosa como para agotar sus lágrimas”.
Niña errante (2019). De línea creativa muy personal, el autor regresó sin éxito comercial a las pantallas grandes con una ficción feminista y de estilo decididamente naturalista. Itinerario paisajístico, sin mayor contenido y en medio de una historia frívola, casi trivial. A partir del encuentro en el entierro del papá de cuatro medias hermanas, sin conocerse entre sí, deciden acompañar a la menor de ellas que vivía con el padre a casa de una tía en un lugar indefinido.
Cuatro hermosas mujeres jóvenes, cada una con personalidades incipientes o a punto de florecer, quienes se sienten irresistiblemente unidas por vínculos de sangre y desprotección hogareña: una viajera infatigable con plata, otra aventurera por naturaleza, la que aborrece al padre del segundo hijo que espera y la llamada ‘niña errante’ –única conocedora del espíritu musical inspirado del progenitor con la capacidad de ver y entender ese mundo caótico e invisible que le tocó–.
Buena factura, tanto fotográfica como visual, aunque adolece de endeble contenido narrativo, incluso tratándose de una película de carretera que destaca la mirada insistente a la piel del universo femenino de sus adolescentes, su abierta relación con el entorno paisajístico y la lente transparente de la vallecaucana Sofía Oggioni. En sus comienzos, la cámara ubica a la niña que flota, o nada boca arriba, en una quebrada de pequeñas piedras y aguas cristalinas rodeada de tropical y exuberante vegetación. Ellas desnudan sus cuerpos sin tapujos, se aman y se tocan o se acarician sin morbo, por cuanto son hermanas del alma que han crecido sin una familia como tal y, como todo lo han perdido, regresan a compartir sus frustradas experiencias con la naturaleza espléndida de ceibas abrazadoras, arroyos que mojan los cuerpos y una brisa susurrante. Aunque las comparaciones pueden parecer odiosas, esta ‘niña errante’ es una Bilitisa la colombiana.
Por último, siendo documentalista de cortos en sus comienzos, cabe incluir en su filmografía la versión televisiva anterior de El valle sin sombras (2015), en la tragedia natural de Armero treinta años después, con historias irresueltas de los desaparecidos y varios testimonios de sobrevivientes en el olvido.
