Juan Sebastián Muñoz
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Gustavo Angarita se integró naturalmente al panorama del cine, la televisión y el teatro en Colombia desde los albores de un mundo en pleno replanteamiento, y en Colombia, que se integraba al contexto político y cultural de Latinoamérica, ese aire de vanguardia no era ajeno a Colombia, que había tenido un advenimiento particular de la televisión, vinculado de cerca con un teatro de auténtica vanguardia que se había establecido desde una mirada extensa del mundo, en contacto con todo tipo de disciplinas escénicas y narrativas, y también desde lo experimental.
Gustavo Angarita fue parte de una generación emblemática para todo ámbito escénico, al lado de otros nombres representativos como Vicky Hernández o Frank Ramírez, entre muchísimos más. De la misma forma, directores como Pepe Sánchez, Bernardo Romero Pereiro y Jorge Alí Triana, consiguieron establecer, principalmente en la televisión, un legado cultural que incluso relató a Colombia como ni siquiera el poder gubernamental, mediático o académico pudieron conseguirlo. Triana, específicamente, articuló de forma extraordinaria el cine, la televisión y el teatro; y su presencia, hasta nuestros días, ha instalado obras transversales en el desarrollo de la cultura en el país.
Gustavo Angarita y Jorge Alí Triana confluyeron en Tiempo de morir (1985) y se pusieron al frente de una de las películas más icónicas del cine colombiano. Pero en Tiempo de morir no solamente confluyen las presencias representativas de Angarita y Triana, sino también el aliento mítico de Gabriel García Márquez, quien proporcionó la idea original y el guion de esta película. La historia de Gabo ya contaba con un antecedente latinoamericano esencial, que había significado la ópera prima del reconocido director mexicano Arturo Ripstein.
La historia de Tiempo de morir cuenta la historia de Juan Sáyago (Gustavo Angarita), quien está saliendo de prisión después de dieciocho años de encierro por haber matado en un duelo a Raúl Moscote (un apellido que revive de inmediato a Cien años de soledad). En el regreso a su pueblo, lo esperan Pedro (Jorge Emilio Salazar) y Julián Moscote (Sebastián Ospina), quienes han esperado toda una vida al asesino de su padre para vengar su muerte.
Triana recoge a Angarita desde su salida de la cárcel hasta el abordaje del bus intermunicipal que lo llevará de vuelta a casa. La marcha firme de Angarita, con la vista al frente y el rostro profundo e impenetrable se convertirían en un momento definitivo en la historia del cine colombiano. En la tradición del western, traído aquí para representar la esencia de una condena no solo histórica sino profundamente cultural. Angarita, con su estilo preciso y profundo, poco a poco va revelando la humanidad de Sáyago, en gestos fraternales ante los reencuentros y los descubrimientos de quien ha pasado casi dos décadas lejos de su tierra y ha reiniciado sus propios afectos.
Triana, con la capacidad de Angarita, va revelando todo un modelo del país, que vincula la memoria de los muertos, la memoria de los amores abandonados y el impulso vital para renacer en la pretensión imposible de un mundo diferente. Sáyago no ceja en su compromiso con la vida, a pesar del riesgo inminente del cual se le advierte constantemente. En contraposición a la perspectiva hegemónica del western, Sáyago es un vaquero que se niega a matar o a morir, que ha tomado la decisión filosófica y esperanzadoramente fundacional de construir el mundo sobre el reencuentro con la fraternidad y el amor de sus sentimientos renovados. Sin embargo, se encuentra con la confusión y la furia de unos hijos que han sido empujados, deliberadamente, a honrar el nombre de su padre asesinado en la disputa de honor que representa el duelo en la estructura ontológica del western.
Triana, con la capacidad de Angarita, va revelando todo un modelo del país, que vincula la memoria de los muertos, la memoria de los amores abandonados …
La confusión corre a cargo de Pedro, el menor de los Moscote, quien se encuentra abrumadora y accidentalmente con la bondad sincera de Sáyago y, además, vive un noviazgo silvestre que lo ha llevado a reconciliarse con la vida: un camino casi opuesto al de la venganza y la furia. Esa furia está concentrada intensamente en su hermano Julián, quien ha encontrado en la justicia por mano propia el motor de su vida entera desde la muerte de su padre, recogiendo un legado cultural irrenunciable. Sin embargo, el miedo lo posee, lo devora y lo invade críticamente. El miedo profundo a matar a alguien. La bondad y el apego por la vida que vive en sus profundidades y no le permite cumplir su designio histórico.
Así es como Sáyago, que en realidad esconde a un vaquero diestro en todos los oficios, desde el ensillar a las bestias hasta el matar a un hombre, es empujado irremediablemente por las circunstancias a una violencia inaudita, orgánica, que no tiene cura y que es parte de la naturaleza de un pueblo que convive con la muerte como si fuera otra de las vecinas. Mariana y Sonia, las mujeres que esperan interminablemente por el amor que las arranque de la soledad, quienes aman a Juan (Sáyago) y a Pedro (Moscote) lejos de sus apellidos, como los humanos elementales con los cuales han quedado vinculados eternamente desde la sensibilidad profunda. Pero la espera no termina nunca y tal vez no terminará nunca, porque la violencia se expande y desgarra cualquier intento de la felicidad por asentarse en algún rincón.
El fondo del western de Gabo, Triana y Angarita también es fundacional, como el de los gringos, pero sobre todo es dolorosamente didáctico con respecto a un país signado por la historia, como si se tratara precisamente de una sentencia del western; de un aviso en el que se paga una recompensa por quien consiga cazar a la paz. Como el modelo paradigmático de una pena interminable, de una herida que sangra interminablemente, que no puede convertirse en cicatriz y reconocer de de una vez por todas una nueva superficie transformada por una memoria que debería tenerse siempre presente para no repetirse en sus errores trágicos que han construido una cárcel, que es el encierro al que Sáyago debe regresar, como pasando de su prisión al redondel fatal de la incipiente plaza de toros del pueblo.
