Joan Suárez
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Un festival de cine como el rodaje de una película,
es una obra colectiva,
y se trabaja en condiciones singulares,
ese sentido artesano y espiritual.
La imagen se ha ido, pero ha quedado fijada en el fotograma. Pareciera ser inmortal, o al menos perdurable. Se dice que otros ojos verán la misma imagen: será una sucesión de impresiones, una meditación cíclica sobre el universo cinematográfico y sus dos posibles caminos: producir imágenes y producir conceptos. Los críticos y demás agentes culturales transitan este último camino, mientras que los directores y autoras, es decir, los creadores, recorren el primero. Y, en el centro, pueden nombrarse los festivales de cine: una estampa contemplativa en la que converge, a diferencia de un cineclub y su muestrario, una enorme e inabarcable ternura por el cine. Un ritual tan religioso como infaltable e inagotable para un creyente.
El poder inventor de un festival de cine es la purísima pasión de un espíritu libre y soñador; en este caso, la de un grupo de personas con la convicción y el criterio de que el cine es una necesidad moral y material para las multitudes, el diálogo y el encuentro. De ahí que resulte esencial un escenario de conversación más allá de la linterna mágica sobre la pantalla o el telón. Es necesario aportar un sentido filosófico, discursivo y recreativo que logre romper las barreras del diván doméstico y la manipulación comercial dominante en la exhibición y distribución de películas y el teatro de la confusión por las plataformas streaming.
En un festival de cine, para el espectador siempre hay una invitación, un elijan: “¡Busquen y escojan!”. La selección (cuidada y debatida, ya sea por áreas o por categorías) es fruto del trabajo de sus comités organizativos; es decir, de conceptos derivados de análisis y discusiones, los mismos que le otorgan una impronta única, un estilo propio y singular, un aura espiritual. Pocos festivales logran sostenerse, mantenerse y resistir entre las miradas y las escuchas, entre los otorgamientos, las convocatorias, los patrocinios y los estímulos estatales. Sin embargo, algunos poseen alma, amor, razón y juicio: tal es el caso del Festival de Cine de Jardín, organizado por la Corporación Antioquia Audiovisual, que recientemente cumplió una década de fervor y una persistencia retiniana hecha de terquedad y constancia por parte de sus gestores.
Además de la simpatía social, la cinefilia, los colectivos de realizadores, los estudiantes y profesores, y el público diverso en generaciones; en esta ocasión contó con nuestro propio cine como invitado especial, bajo el lema “El otro cine colombiano” y con el eje temático de los “espectros como reclamos de justicia”. A ello se sumó una nutrida agenda académica, en la cual se habló del tránsito de la narrativa clásica a la moderna, del documental de autor referencial y de un tipo de realismo que también ha irrumpido en el cine: el realismo espectral, es decir, otros códigos estéticos y poéticos. No se trata de las apariciones del realismo mágico; por el contrario, los espectros habitan la tierra y deambulan en busca de justicia o de algún tipo de redención.
… espectros como reclamos de justicia”. A ello se sumó una nutrida agenda académica, en la cual se habló del tránsito de la narrativa clásica a la moderna, del documental de autor referencial y de un tipo de realismo que también ha irrumpido en el cine: el realismo espectral, es decir, otros códigos estéticos y poéticos.
La mayor satisfacción para el Festival de Cine de Jardín es darse el lujo histórico de construir toda su programación curatorial para esta edición conmemorativa a partir de su propio cine: el cine colombiano. Además, ha logrado articular ejes temáticos pertinentes y coyunturales, no solo en cada versión, sino también a lo largo de los años. Así lo evidencian sus ciclos anteriores: Posconflicto, solo se perdona lo imperdonable (2016); Con los pies en la tierra (2017); Cine y democracia (2018); Cine y patrimonios: maneras de encontrarnos (2019); Cine cuir, en busca de una nueva humanidad (2020), en modalidad virtual por la pandemia COVID-19; Campesinos, el corazón de la paz (2021); Corrupción, el derrumbe del espíritu (2022); Narcotráfico, de una guerra impuesta a nuevas posibilidades (2023); y Sociedad líquida: individuos solitarios, una libertad sin mundo (2024).
En esta descripción de méritos, la décima edición del festival contó con un portafolio de actividades, del 25 al 28 de septiembre, que integró, de forma similar a sus eventos pasados, una serie de charlas, talleres, conferencias, seminarios académicos, exposiciones, clases magistrales e invitados del ámbito cinematográfico, comercial y cultural. De manera entusiasta, logró armar una programación con películas colombianas agrupadas por focos o categorías: Narrativa clásica, Narrativa moderna, Realismo espectral, Documental autorreferencial y Nueva mujer en el cine colombiano. Los títulos presentados, quince en total, abarcan una cronología que va desde el cine de los años sesenta hasta nuestro tiempo.
La programación incluyó una selección diversa de obras del cine colombiano. Entre ellas se encuentra Cóndores no entierran todos los días, dirigida por Francisco Norden en 1984, junto con El río de las tumbas de Julio Luzardo, realizada en 1964. También se presentó La primera noche, película de 2003 dirigida por Luis Alberto Restrepo, y El vuelco del cangrejo, dirigida por Óscar Ruiz Navia en 2010. A estas se sumaron La sirga de William Vega, estrenada en 2012, y La tierra y la sombra, obra de César Acevedo del año 2015.
El recorrido continúa con Crónica del fin del mundo, dirigida por Mauricio Cuervo en 2013, y Los silencios, una producción de 2019 dirigida por Beatriz Seigner. Asimismo, se destacó Los reyes del mundo, dirigida por Laura Mora en 2022, junto con Anhell 69 de Theo Montoya, estrenada en 2023. Yo vi tres luces negras, obra de Santiago Lozano del 2024, formó parte igualmente de la selección.
El programa incluyó además Del otro lado, dirigida por Iván Guarnizo en 2021; The Smiling Lombana, documental de Daniela Abad del 2019; Petit Mal, dirigida por Ruth Caudeli en 2022; y finalmente La piel en primavera, una obra de Yennifer Uribe estrenada en 2023.
La edición 2025 se abrió con Horizonte, de César Acevedo (2025), siguió con los estrenos Forenses de Federico Atehortúa (2025) y Andariega de Raúl Soto Rodríguez (2025), y concluyó con la proyección de Cada voz lleva su ausencia de Julio Bracho (1965) como película de clausura. Y la proyección de Bajo el cielo antioqueño de Arturo Acevedo Vallarino (1925), la primera película de ficción grabada en Medellín hace cien años. Una edición asombrosa de un instante en milésimas de alegría. El eco en las gentes sensibles, curiosas y desprevenidas.
Los escenarios de proyección del Festival de Cine de Jardín incluyeron el Teatro Municipal de Jardín y la Casa de la Cultura, que funcionaron como sedes principales; también se llevaron funciones a la Placa Deportiva del barrio Simón Bolívar y a la I.E. Moisés Rojas Peláez, espacio donde se concentró la agenda académica y exhibiciones al aire libre. Asimismo, el Coliseo Municipal acogió varias presentaciones especiales, mientras que la Fonda Hotel Hacienda Balandú, de Comfenalco, sirvió como sede alterna para encuentros y proyecciones adicionales. Dentro de esta diversidad de espacios y experiencias, Caleidoscopio se destacó como uno de los focos más vibrantes del festival, ofreciendo un recorrido por las nuevas voces del cine colombiano.
Caleidoscopio es la competencia nacional de cortometrajes del Festival de Cine de Jardín: un espacio que busca dar visibilidad a nuevas voces del cine colombiano, con trabajos de ficción, documental, experimental o videoclips. No solo rompió récord (recibieron 344 cortometrajes inscritos), sino que también confirma su relevancia como plataforma para cineastas emergentes. Sin duda, es una aventura luminosa: el rebaño en el amanecer y el crepúsculo, un acto sacramental que celebra el talento y dispara la mirada hacia producciones inéditas e inigualables.
Finalmente, en la programación del Festival de Cine de Jardín se han cruzado dos obras que, aunque separadas por tiempo y duración, dialogan a través de la memoria y el territorio. El recuerdo de los últimos, de Simone Cardona (2023, 10 min), ofrece una mirada íntima sobre la persistencia de los recuerdos. El Peñol, dirigido por Alberto Aguirre y Carlos Álvarez en 1978 (38 min), aborda esa misma memoria desde el registro histórico, fílmico y fotográfico de un lugar emblemático, social y comunitario.
Hoy un festival de cine es una evidencia palpable y esencial de múltiples consecuencias y ramificaciones culturales que pueden potenciar otras acciones conjuntas entre curadores, programadores y gestores. Incluso, ya es una ofrenda en cada edición del Festival de Cine de Jardín el lanzamiento del exquisito y significativo evento Fantasmagoría: Muestra de Cine Fantástico y de Terror de Medellín, coordinado por Cristian Jaramillo. Igualmente, en la moderación de uno de los conversatorios estuvo presente Pablo Roldán, director de Cinemancia Festival Metropolitano. De esta manera, se ha gestado la consolidación de abrir posibilidades para futuras colaboraciones y la ocasión para que el público pueda ponerse en contacto no solo con el cine, sino en la cercanía e intercambio con los cineastas e invitados en cualquier esquina del pueblo.
Por último, el Festival de Cine de Jardín, sin ser un certamen grandilocuente ni de pedantería, es el pincel y el cincel para una larga continuidad de futuras ediciones, en concordancia con el crecimiento de las imágenes que hay detrás de la pantalla, tanto del cine nacional como mundial, y con su vitalidad temática: una obligación de placer y pensamiento que enfrenta la incomodidad e incita al diálogo con el espectador.
