Un poeta, de Simón Mesa

Prefiero que me quite el sueño José Asunción Silva a que lo haga cualquier hijo de puta

David Guzmán Quintero

 

Y ahora un poema:

Después de tres copas descubrimos la virtud total,
después de un litro, retornamos a la amable naturaleza.
Mas ¡ay! la perfección que alcanzamos ebrios
desaparece a nuestro despertar.

 El vino, por Li Po (aka, Li Bai)

 

¿Alguien ha escuchado de ese tal Li Po? Fue un poeta de hace mucho tiempo. El más leído en el mundo, según dicen. Murió en el año 762. Viajero, idealista, taoísta, pero, sobre todo, alcohólico. Sobre eso escribía. Pero no era el único. En el marco de la Dinastía Tang, hubo muchos otros, de los cuáles resaltan ocho (entre ellos, Li Po), conocidos como “Los ocho inmortales del vino”, o sea, ocho borrachines que escribían poemas. Entonces la relación entre los excesos y la creación artística no es rara, mucho menos nueva, enaltecida como necesaria por muchos. Y todo lo que sucede en el marco de artistas, intelectuales, bohemia, alcohol y drogas (que son usadas desde que hay rastro de vida) también ha sido parte de las historias detrás de las historias. A lo largo del siglo pasado hubo varias: la problemática relación entre Susan Sontag y Annie Lebowitz; el suicidio del novio de Francis Bacon; Burroughts, drogado, creyéndose Guillermo Tell, matando a su esposa; Jim Morrison intentando violar a Janis Joplin.

 

Y en el cine también ha sido usual. El primer caso del que hay registro (o, al menos, el primero en tener un alcance mediático importante) fue el de Roscoe “Fatty” Arbuckle. De ahí en adelante, han desfilado cientos de personalidades del cine por los pasillos de la infamia: el suicidio de Max Linder junto a su esposa, los excesos de Fassbinder, el desprecio de Mizoguchi a su esposa cuando contrajo sífilis. Y después vinieron las películas sobre eso y quién sabe cuántas historias se han quedado sin contar. Entre esas historias, están las que circulan como secretos a voces entre medios tan pequeños como el de Colombia.

 

Eso es lo que se pone en escena en Un poeta.

 

Es una narración mucho más fresca, menos esquemática, menos empujada. Incluso más fresca que Leidi, con todo y la ingenuidad inherente a la primera búsqueda. El gran logro de esta narración en el marco de la filmografía, no solo de Simón, sino de este terreno poroso designado cine colombiano, es el de atreverse a un relato menos contemplativo y más cercano al retrato vertiginoso de un filme que pone en escena, de forma más simpática, las desdichas de un hombre con pretensiones de artista. No por su acercamiento jocoso, empero, carece de profundidad, pues a través del argumento de un poeta fracasado, resulta hablando de todo lo que rodea ese entorno artístico medellinense, que, al final de día, con todo y que no está ni cerca de su reputación, posee todas las problemáticas con las que ha lidiado el medio europeo. Al mismo tiempo, toca algunas cuestiones artísticas a las que no se les ha prestado la suficiente atención, muchas veces, apelando negligentemente a la idea de l’artpourl’art.

No por su acercamiento jocoso, empero, carece de profundidad, pues a través del argumento de un poeta fracasado, resulta hablando de todo lo que rodea ese entorno artístico medellinense …

(Bertolucci mismo puso indirectamente en escena con Los soñadores esa sociedad intelectualoide entregada a las divagaciones de sus propios ombligos que se sostienen gracias a los cheques de una clase aristocrática.)

 

Se han inundado las academias con la idea populista de un supuesto arte democrático, como si el arte no fuera elitista por sí mismo: no se puede ir a cine si primero debe solucionarse la comida del día; además de que si hay algo que deba poseer un creativo es, sobre todas las cosas, tiempo para perder, cosa que es un privilegio al que no todos tienen acceso. Lejos de hacerse con esas pretensiones democráticas, en Colombia ese contexto carente de oportunidades (o mero interés) para acercarse al cine, se ha juntado, a conveniencia exclusiva de los directores, con el cine, mediante los mal llamados “Actores naturales” (a los que también ha recurrido el mismo Simón).

 

Como ha sido puesto de manifiesto en varios filmes de los últimos años, las connotaciones sociales que implica esta estrategia han sido evidentes. Un poeta, en ese aspecto, se torna autorreflexiva: la industria tiene nombre propio: se muestran rostros tan conocidos como los de los cameos de Nelson Camayo y Víctor Gaviria, así como la inclusión de un personaje tan conocido al interior del medio audiovisual de Medellín como Javier Castaño (alias “El cuerpo”, de cariño). Simón adopta un punto de vista preciso para ello a través de un protagonista de clase media que llega con sus ideas artísticas a un contexto en el que se tienen otras prioridades (si es que acaso el arte llega a ser prioridad, siquiera).

 

Lo más fascinante de Un poeta es que sus defectos tienen que ver, justamente, con sus cualidades más atractivas.

 

Creo que es la primera vez que diré esto sobre un filme de los últimos veinticinco años: debería ser más extenso. Una media hora, tal vez. No es que le hagan falta escenas, sino que la primera parte del filme está narrada con una vertiginosidad que no le hace justicia a la precisión de los elementos narrativos ulteriores. Esa vertiginosidad, aunque pueda parecer que responde a un esbozo atmosférico de lo que es el relato, surge más de una forma genérica que de lo que les beneficie a las particularidades del filme. En esa medida, tampoco hay mucho tiempo para que Ubeimar Ríos desarrolle más las situaciones dramáticas de su discurso, lo que repercute en una interpretación que parece una melodía de una sola nota tocada a un mismo ritmo. Y el humor podría acercarse bastante a esa burla propia de Pepe. Pero se solidifica rápidamente: el filme se desenvuelve en una precisión rítmica magistral, la actuación de Ríos es mala pero no tanto y el desarrollo cómico de la puesta en escena se acopla a la perfección con su contexto.

 

Los elementos formales, como un bolero en la música extradiegética y el mismo recurso de rodar con fílmico (que cada vez se va haciendo más trasnochado, más con fines empalagosamente melancólicos y que en este contexto encuentra su oportunidad para marcar un pequeño contrapunto respecto a las entrevistas televisivas y un videoclip de reguetón grabados en digital, marcando también un pequeño discurso formal –como una nota al pie de página– respecto a lo que vive el protagonista en su idealismo artístico y lo que sucede en la realidad ), los elementos formales, digo, también apuntan a jugarle de segunda a esa bohemia de la que es parte el protagonista y su grupillo de poetas.

 

Esa jocosidad mencionada previamente es también debida a que es evidente que el director proyectó sus propias frustraciones en el personaje principal. (Esto no es información extracinematográfica, es más bien una conclusión lógica que resulta de seguir su filmografía.) Esto es un punto de partida que juega tanto a favor como en contra. Por un lado, aunque es cierto que aporta un tono de honestidad a la narración, también lo lleva frecuentemente a tratar a su personaje con condescendencia: él nunca es parte de nada “malo”, todo pasa a su alrededor y él es el que paga los platos rotos, él tampoco es “malo”, pues es demasiado inofensivo incluso para eso, él fue a la primera fiesta en la historia de la bohemia medellinense en la que ocurre una violación y él fue el que pagó los platos rotos. Ese desarrollo cómico del filme, aunque sí que aporta una frescura, también, como herramienta, en ocasiones tiende a ser usada con imprecisión, no solo mediante un desarrollo rítmico que tal vez no fue el más indicado, sino, sobre todo, cuando decide escenificar memes (que tal vez no fuera un recurso tan chillón si no fuera una estrategia tan manida por el teatro comercial más mediocre), que aunque el de Daniel Damián entra perfecto en el contexto, otros están tan empujados como las mismas pretensiones intelectualoides que mencioné al principio.

 

Estos “defectos” no componen, en lo absoluto, un mal filme. Más bien, al tratarse estos de las mismas cualidades expresivas, resultan definiendo su particularidad. Un poeta muestra una forma de hacer cine que vaya tanto en las líneas de expresión cinematográfica más sofisticada que se han buscado los últimos años, como en unas líneas cómicas que reconcilien al relato colombiano con lo que era de su predilección, incluso antes de que llegara el cine.