Mudos testigos, de Luis Ospina y Jerónimo Atehortúa

Experimentar el singular trastocamiento del archivo en una sala de cine

Andrés Múnera


La sombra del archivista

En Elogio de la profanación el filósofo romano Giorgio Agamben conjura la profanación como una práctica que desactiva los dispositivos del poder y restituye al uso común los espacios que este había confiscado. Un sacrificio que restituye el orden de las cosas tocadas de su morada sagrada, de lo que había sido separado y petrificado, a la esfera profana del uso como realidad y deber político. Estas “profanaciones” podrían hermanarse a las prácticas críticas que describe Foucault en sus modos de subjetivación, prácticas que intentan una “desujeción” de los regímenes de verdad y sus dispositivos de poder, y que a su vez provocan una escisión en el archivo de su época, al cuestionar los límites del saber que administran sus regímenes sensoriales. El archivista emerge y atraviesa el umbral de las lógicas enunciativas del archivo (acá como el agente que ordena y distribuye los enunciados que conforman las formaciones discursivas en un momento dado), al posibilitar un camino inusitado facilitando el uso de un material que antes había sido confiscado por los regímenes de una disciplina, promoviendo diálogos de abertura y agitando las lecturas de lo oprimido y lo reprimido en el archivo, este genera nuevos pensamientos no cristalizados por el dictamen de la memoria oficial, no sólo en el ámbito de esa solemnidad de posibilidades históricas, sino que con su juego y contacto con los materiales, vacía la relación obligada y el encantamiento de lo archivado ya emancipado.

… yo débilmente encauzo mis energías en este acto de profanar el raigambre fastuoso y solemne de nuestros antepasados fílmicos para celebrar esta creación como una llave de entrada a nuevos terrenos especulativos …

 

El archivista es imaginativo, es médium y a la vez es arqueólogo, puede ser pintor, un juglar de una tierra lejana o un cineasta-vampiro inmortalizando cuerpos con la mordida del tacto. Desata constelaciones manipulando impresiones de formas. ¿Acaso eso no se la pasó haciendo el cineasta y archivista Luis Ospina a lo largo de una vida de ejercicio fílmico desmesurado y ecléctico, luchando contra el olvido y activando dispositivos dormidos de las camisas de fuerza formales y sensoriales de la imagen y el sonido? En su obra póstuma Mudos testigos (2023), junto al cineasta y crítico Jerónimo Atehortúa, automatizan el archivo del periodo silente de la historiografía cinematográfica colombiana, des-encantan y re-encantan unas mitologías y procedimientos de lectura epistemológicos para entregarse al juego, un juego sensorial e imaginativo, pero también de índole político; algunos sectores pueden advertir en esta película grandilocuencia o ligereza en los móviles representacionales pero precisamente el sismo de dichas automatizaciones hacen del visionado de esta película un goce, una contemplación del desarme de los controles minuciosos de las operaciones de los cuerpos (acá en cuerpos me remito a la fisicalidad del archivo como agente de síntomas) que son métodos propios de las disciplinas y sus poderes censores y aniquilantes. Lo ideal sería haber empezado esta disquisición señalando la naturaleza del artilugio que teje el sentido del montaje de las imágenes de Mudos testigos pero dichos ejercicios podrían encontrarse en otros acercamientos que se han hecho alrededor de la película de Luis Ospina y Jerónimo Atehortúa, yo débilmente encauzo mis energías en este acto de profanar el raigambre fastuoso y solemne de nuestros antepasados fílmicos para celebrar esta creación como una llave de entrada a nuevos terrenos especulativos, el cine de Ospina de Agarrando pueblo (1977) junto a Carlos Mayolo o En busca de María (1985) junto a Jorge Nieto, así lo evidencia; por Mudos testigo laten las profanaciones de autores como Raoul Peck, Bill Morrison, Sergei Loznitsa o João Moreira Salles pero con un brío autónomo, propio de los ejercicios de fe, se desplaza la función comprobatoria y documental del archivo permitiendo una nueva respiración de cine, realizado a través de la exhumación y los últimos hálitos de un cuerpo propenso a la desaparición ( de nuevo el cuerpo físico, como palimpsesto de enfermedades que tanto señala el fotógrafo Fontcuberta, precisamente el carácter milagroso de la impronta visual de esta película sea gracias a su negativa a la restauración institucional del archivo, permitiendo evidenciar las enfermedades de la imagen como una estética del desborde) Las imágenes de la María (1922) de Máximo Calvo y Alfredo del Diesto, de Expedición al Caquetá (1931) de César Uribe Piedrahíta o Aura o las violetas (1924)  de Pedro Moreno Garzón y Vicenzo Di Domenico emergen, después del ritual de profanación, en rumores que circulan por la pantalla en un doble movimiento donde la apropiación pervive con la extrañeza y lo trascendente, un rescoldo de alteridad, esta profanación política celebra la entrega a la fábula, al melodrama (de urgente reivindicación) la abrasiva práctica experimental de la intervención como laboratorio artesanal de resistencia de los “usos  correctos” metodológicos científicos o artísticos, como el estudiante Luis Ospina en la UCLA lo hacía en El bombardeo de Washington bajo el influjo embriagante del cine de Bruce Conner o de Kenneth Anger.

… yo débilmente encauzo mis energías en este acto de profanar el raigambre fastuoso y solemne de nuestros antepasados fílmicos para celebrar esta creación como una llave de entrada a nuevos terrenos especulativos …

Mudos testigos no inaugura una estela ni quiere ser fundacional en una corriente pero logra conjugar pensamiento, práctica y juego con ingenio y talento: advierte una urgencia, señala una necesaria lectura de la memoria archivística de nuestro pasado cinematográfico sin dejar de lado la experiencia de la sala de cine en una época del consumo de imagen en cubículos monocordes de incorporación y desecho vertiginoso, además puede erigirse como un enclave de reflexión, un volver a la locuacidad muda de las imágenes que nos precedieron justo en el momento hiperbólico de producción irreflexiva de “contenidos” de un presente abúlico con las profanaciones. Actualizo la sentencia de Agamben “… la profanación de lo improfanable es la tarea política de esta generación”.