Un varón, de Fabián Hernández

El dolor de un varón

Alejandra Meneses

Un varón es la ópera prima del director colombiano Fabián Hernández, la cual se estrenó en la 75 edición del Festival de Cannes 2022. En ella, Hernández retrata un fragmento de la juventud en el centro de la capital. Las localidades Mártires y Santafé son espacios donde también él creció y en donde vivió situaciones similares a las de Carlos, el protagonista de la película. Un varón vuelve una vez más la mirada a la violencia urbana, pero esta vez abriendo puertas de diálogo y debate respecto a los estereotipos construidos en torno a la masculinidad.

Primero está el abandono,

o la ausencia.

No hay padre ni madre, no hay casa,

sólo la vida vivida en falta.

El futuro es una imagen ajena.

El presente es reacción,

acción reacción,

sobrevivir en esa cadena de acontecimientos.

Está la calle,

o el riesgo de vivir en ella,

en donde lo único que tiene valor es la palabra.

Si usted no tiene nada,

su palabra promete y paga las deudas.

Si no es capaz de pagar

y se muestra débil,

la calle lo carcome,

con sus tentáculos lo atraviesa.

Párese duro.

No tenga miedo.

Muestre de qué está hecho.

Tenga criterio.

Sea un varón.

El varón no puede llorar en medio del fuego cruzado. Por ningún motivo se deja humillar. Si es necesario hacerse matar se arriesga, pero apuntando de frente primero. El varón reacciona de pie, sin mente y sin culo, como los muñecos de plástico. Es un ser sin lágrimas, pero con criterio.

Su criterio está hecho de escombros. Si la ciudad está en ruinas, el barrio en ruinas, la familia en ruinas, la casa en ruinas y el cuerpo en ruinas, queda el criterio de piedra. Como la piedra, su corazón se va enfriando y con los golpes se fragmenta. Nadie sabe lo que se esconde bajo ese criterio.

A un cuerpo flaco y sin músculos, como el de una niña, le dan una pela. Por eso el varón tiene que ejercitarse; debe saber sostener un arma, mantener la mirada, disparar y salir ileso. Un varón se construye con poca ternura y mucha venganza. Sus razones tienen el peso y la dimensión del rencor, la justicia por mano propia, la respuesta inmediata, sin espacio para las dudas.

A un cuerpo flaco y sin músculos, como el de una niña, le dan una pela. Por eso el varón tiene que ejercitarse; debe saber sostener un arma, mantener la mirada, disparar y salir ileso. Un varón se construye con poca ternura y mucha venganza.

¿Y si no tiene plata? Se mete a una pandilla. ¿Y si tiene a la mamá en la cárcel? Las vueltas de la pandilla le ayudan a ahorrar la plata. ¿Y si está solo? La pandilla lo respalda.

¿Si le duele el cuerpo? Calla. ¿Si no quiere ser un varón? Calla. ¿Si extraña a la mamá y a la hermana?…

La calle está llena de varones que andan en círculos y hieren,

¿Existe una forma posible de la huida o un cambio de dirección?

El “varón”, sobreviviente de la calle, es quizás la forma masculina más dura del patriarcado: su posibilidad de elección responde a lo inmediato. No tiene tiempo para pensar en cómo ser otro, aunque otro se corresponda con su deseo interior.

A veces, furtivamente, su deseo íntimo se convierte en otra imagen y aparece otra cara de la película. Cuando el varón recupera o descubre sus propias lágrimas, su otro yo se manifiesta. Es la imagen del miedo, del hombre amenazado. Es a su vez la imagen de lo humano, nuestro propio reflejo frágil en el espejo. El dolor y la necesidad de consuelo. La sociedad parece demandar la presencia del bandido como parte de su estructura mecánica, como insumo para la producción del capital. Pero el varón, en medio de todo, intenta resistirse a su condena.

Una voz le susurra al oído:

“Comienza el drama

Me levanto de la cama

Me cepillo los dientes

Y miro el sol salir

Prendo una vela con mucha cautela

Y afuera escucho el barrio sin saber quién va a morir

Y es que el destino no está escrito

Lo escribimos nosotros

A nosotros nos toca el destino escribir

Y aunque la vida esté dura

Y el gobierno la empeore

A nosotros nos toca decidir

Hay días en que yo cruzo el barrio

En pleno tiroteo, él va detrás de mí

Si me aborrezco a veces de estar vivo

Y pierdo la esperanza, él va detrás de mí

Si me confundo y pierdo la fé

A medio caminar el ángel me dice a mí

“Levántate e’ la cama y enfréntate a

La vida porque tu naciste pa’ sobrevivir” ”.

Ese susurro es su propia voz y la de los sobrevivientes de la calle. Por un instante, su canto al unísono se convierte en grito y demanda, fuerza protectora, corazones enlazados, latentes. Pero del instante fugaz se pasa rápidamente a la ciudad en ruinas.

El joven, adormecido en su cuerpo de varón, deambula hasta el encuentro con otros jóvenes disfrazados de varones. Otro instante íntimo se manifiesta. Sus cuerpos se juntan alrededor del fuego. En silencio, y con las llamas iluminando sus rostros extraviados, aparecen en su lugar los niños abandonados, introspectivos, quizá resignados, o maquinando alguna salida al borde del abismo. Nadie los ve, ellos mismos no se miran, no conocen sus nombres, tan sólo ansían el sosiego en medio del ruido.

El varón tiene que decidir si matar o morir. ¿Su retrato es atemporal? ¿Es acaso otro sujeto sin futuro? ¿Una imagen reciclada, sin fin? En medio de la oscuridad, el varón corre con furia. ¿Cuándo amanecerá? No para sobrevivir, sino para vivir dignamente. Cansarse y al fin detenerse. Llorar y sacar el deseo íntimo a flote, sostenerlo entre las manos o en la boca, y lanzarlo sin miedo al mundo. Después de la oscuridad, volver por fin a la ternura, al refugio, al hogar.