Una historia común y particular del cine colombiano

El fracaso de una ilusión*

Luis Ospina

“La historia del cine colombiano es la historia de un fracaso.”
Fernando Vallejo (Años de indulgencia, 1988)

 

Un Día de los Inocentes del año 1895 los Hermanos Lumière hacen la primera proyección pública del cinematógrafo en París. Un año y cuatro meses después, el 14 de abril de 1897, la Compañía Universal de Variedades del prestidigitador Balabrega presenta cine por primera vez en territorio colombiano en el puerto de Colón, hoy república de Panamá.

Dos meses más tarde, también por Panamá, nos llegaría el cinematógrafo Gabriel Veyre, uno de los operadores entrenados por Lumière, quien al parecer hizo las primeras filmaciones en Colombia.

Bucaramanga y Cartagena compiten, por un día de diferencia en agosto de 1897, el haber sido testigos de la primera función de cine en nuestro territorio actual. En Bucaramanga el empresario venezolano Manuel Trujillo presentó títulos de la casa Edison pero el espectáculo fue desafortunado. Según el periódico local El Norte “el señor Trujillo tuvo que suspender su exhibición con gran pena del público porque se reventó la cinta de celuloide donde están las fotografías”. Por primera vez se rompió la ilusión. Luego vendrían otros fracasos.

El 22 de agosto del mismo año, un desconocido empresario presenta la primera función en Cartagena, con un vitascopio Edison. El comentarista del diario El Porvenir se admira ante “el sorprendente espectáculo”, pero critica la poca habilidad del “manipulador”. El empresario respondió que la dificultad residía en la deficiencia del servicio de energía por no estar funcionando la planta eléctrica, “circunstancia extraña a la voluntad de este empresario”, y razón por la cual “las vistas que se exponen a la mirada de los espectadores no producen, en su mayor parte, el efecto que es de desearse”. Y añade el comentarista: “Maravilloso también es el descubrimiento hecho con motivo del cinematógrafo: nuestro público pierde su cultura habitual cuando desaparecen las luces del teatro”.

El primero de septiembre de 1897 un conocido empresario barranquillero de espectáculos, Ernesto Vieco, presentó el cine por primera vez en Bogotá, en el Teatro Municipal, con un programa de vistas del catálogo de Lumière. En el periódico local El Rayo X se comentó que fue “algo imperfecta la reproducción de los objetos, sea por falta de luz, por no colocarse ésta en exacto foco, por imperfección del aparato o por cualquiera otra causa… esta exhibición es más apropiada para un salón que para un teatro. Los gritos y vocerío del miércoles en el Municipal no son una invitación a volver”.

El primero de septiembre de 1897 un conocido empresario barranquillero de espectáculos, Ernesto Vieco, presentó el cine por primera vez en Bogotá, en el Teatro Municipal, con un programa de vistas del catálogo de Lumière.

El primer registro de proyección de vistas tomadas en tierras colombianas se encuentra en el periódico El Ferrocarril de Cali del 16 de junio de 1899, con comentarios a la velada en el Teatro Borrero, cuyo programa incluyó vistas de la ciudad de Cali: “el puente, ¿por qué no se vieron las grandes ceibas?… la iglesia de San Francisco, ¿por qué no su frontis o su interior?” El cronista aconsejó “aumentar un poco la intensidad del foco eléctrico” y se quejó porque las vistas “no han sido tomadas con bastante arte.

A pesar de estas primeras funciones fallidas la ilusión del cine conquistó al público colombiano.

La Guerra de los Mil Días (1899-1902) y la separación de Panamá (1903) fueron responsables de la primera muerte del cine colombiano, que cual ave fénix ha surgido de las cenizas entre conflictos y guerras desde sus inicios. Sin embargo existen reportes sin confirmar que el general Rafael Reyes, como tantos otros dictadores latinoamericanos, contrató a un camarógrafo francés para el engrandecimiento de su imagen.

La primera década del siglo XX vio nacer una exhibición colombiana propia y unos escasos pero significativos intentos de producción. Personajes claves son los Hermanos Vincente y Francesco Di Domenico. En 1910, los Di Domenico partieron de Italia con el fin de buscar fortuna en Colombia con dos proyectores, un generador y películas para exhibir. El éxito fue tal que en 1912 construyeron el Salón Olimpia, un palacio en el estilo de los que por entonces comenzaron a surgir en todas las grandes ciudades. De acuerdo con un esquema empleado entonces, el telón estaba en el centro. Los espectadores que estaban en la parte de atrás (y que pagaban menos), veían los títulos escritos al revés y debían leerlos con un espejo, o con la ayuda de espectadores especialistas en leer de atrás hacia adelante.

La distribución y la exhibición siempre fueron y han sido el eslabón fuerte del cine en Colombia, superando –y casi siempre bloqueando– los escasos intentos de producción. El primer intento de hacer cine nacional, como alternativa a la competencia extranjera, tuvo lugar en 1913 con la creación de SICLA (Sociedad Industrial Cinematográfica Latino Americana). Para esta empresa Francesco Di Domenico filmaba en las calles su Diario colombiano, imágenes documentales que procesaba con el fin de que pudieran ser exhibidas al día siguiente. Pero el público colombiano, acostumbrado al cine americano y europeo, reclamaba el cine de ficción. Se produjeron, entonces, varias películas argumentales con temas costumbristas e históricos.

El drama del 15 de octubre resulta apasionante hoy por su temática y por su forma y es una verdadera lástima que no haya sobrevivido (como no sobrevivieron la mayoría de las producciones de esta época). Se trataba de un drama histórico de “actualidades reconstruidas”, entre documental y ficción, sobre el asesinato del general Rafael Uribe Uribe. Los propios asesinos se prestaron a recrear su crimen. Desde ahí en adelante el cine y el crimen estuvieron íntimamente ligados en Colombia.

El drama del 15 de octubre resulta apasionante hoy por su temática y por su forma y es una verdadera lástima que no haya sobrevivido (como no sobrevivieron la mayoría de las producciones de esta época).

La década de los veinte es la única en la historia del cine colombiano en que se puede hablar de una industria cinematográfica estable y rentable. Y Cali tiene el honor de ser su cuna. Los españoles Máximo Calvo, director técnico, y Alfredo del Diestro, director escénico, fundan con empresarios caleños la Valle Film Company y filman en 1921 María, el primer largometraje colombiano, inspirados en la inmortal novela de Jorge Isaacs. La película, estrenada en Buga en 1922, se constituyó en el primer gran éxito continental del cine colombiano en toda su historia. Hoy lamentablemente sólo sobreviven cuatro planos de esta película, lo que nos dio pie al archivista Jorge Nieto y a mí para realizar, 63 años después, el documental En busca de “Maria” (1985), rescatando del olvido esta primera huella muda del cine colombiano.

Ante el éxito de María los hermanos Di Domenico respondieron con una adaptación de Aura o las violetas del popularísimo novelista José María Vargas Vila. Ni cortos ni perezosos los Acevedo, Arturo y sus hijos Alvaro y Gonzalo, rodaron La tragedia del silencio, melodrama sobre la lepra. Poco después la empresa de los Di Domenico es adquirida por un nuevo grupo empresarial, conocido desde entonces como Cine Colombia, que hasta el presente es la principal cadena de exhibición y distribución.

Por aquellos días, más que nunca, las esperanzas de una industria cinematográfica estable estuvieron vivas, si bien no faltaron los problemas. Comenzaron a surgir quejas sobre la “mala imagen del país” que estaba dando el cinematógrafo y la sociedad pacata colombiana impedía que las jóvenes colombianas se prestaran a aparecer en la pantalla diabólica. La Colombia Film Company de Cali optó, entonces, por importar de Italia divas, directores y escenografías para un par de melodramas mudos a la italiana que tuvieron poco éxito y de los cuales sólo nos quedan de testigo un puñado de fotos.

En Medellín el empresario Gonzalo Mejía produce en 1925 la primera superproducción del cine colombiano, Bajo el cielo antioqueño, cuadro de costumbres de la clase alta de la ciudad. El año siguiente Félix J. Rodríguez, quien de muy joven trabajó en Hollywood, produce, dirige y filma Alma provinciana, drama de contrastes entre el campo y la gran ciudad. Desencantado con el cine, Félix J. Rodríguez se suicida poco después a la edad de 34 años. Pero no todo quedó en el olvido; tanto Bajo el cielo antioqueño como Alma provinciana, los únicos dos largometrajes que sobrevivieron a la veintena que se produjeron en ese período, han sido restauradas recientemente por la Fundación Patrimonio Fílmico Colombiano.

En 1926, una compañía que tomó el nombre de Cali Films y de la que no se tienen más datos, encargó la producción de nuestra primera película anti-imperialista Garras de Oro, atribuida a un tal P.P. Jambrina (posiblemente un seudónimo), rodada casi totalmente en Italia. Esta “cine-novela para defender del olvido un precioso episodio de la historia contemporánea” se refiere al rapto de Panamá por parte de Estados Unidos, al que se menciona como “yanquilandia”. Esta película insólita, la única de nuestro cine con escenas pintadas a mano, fue perseguida por el Departamento de Estado porque, según ellos, era injuriosa para los intereses de los Estados Unidos. Se sabe que fue exhibida sólo dos veces: en Medellín y Buenaventura y nunca se volvió a saber de ella hasta que un cinéfilo encontró casi todos sus rollos en una antigua cabina de proyección de Cali.

… tanto Bajo el cielo antioqueño como Alma provinciana, los únicos dos largometrajes que sobrevivieron a la veintena que se produjeron en ese período, han sido restauradas recientemente por la Fundación Patrimonio Fílmico Colombiano.

Cali, siempre a la vanguardia del cine colombiano, también fue la cuna del primer cine parlante. La primera película sonora de largometraje hecha en Colombia, realizada en fecha tan tardía como 1941 (el mismo año de la revolución sonora de El Ciudadano Kane y 14 años después de la primera película parlante de Hollywood The jazz singer), fue Flores del Valle del pionero Máximo Calvo. Testarudo, como buen español, Calvo insistió en inventar lo que ya estaba inventado y, con medios muy rudimentarios, captó imágenes costumbristas de bailes y canciones con pésimo sonido. El público, ya acostumbrado al cine parlante de Hollywood, se hizo el de los oídos sordos y no fue a ver la película. La siguiente y última incursión de Calvo en el cine de largometraje fue tres años después con El castigo del fanfarrón que ni siquiera vio la oscuridad de las salas comerciales.

El éxito le fue esquivo al cine colombiano hasta que en 1943 Roberto Saa Silva realiza la comedia costumbrista Allá en el trapiche, con el popular cómico radial Tocayo Cevallos. La ilusión de crear una “fábrica de sueños nacional” llevó a la Ducrane Films a emprender la construcción de unos estudios de cine en una finca en Sasaima que nunca llegaron a feliz término. Las malas lenguas dicen que porque se gastaron todo el dinero haciendo una piscina para las tomas submarinas.

Y aquí el cine colombiano naufraga de nuevo y sólo será salvado de las aguas con la aparición de Camilo Correa, pionero de la crítica de cine y experto en fracasos y empresas quiméricas. Correa fundó dos compañías en Medellín: Pelco en 1945 y Procinal, constituida como sociedad por acciones, en 1950. Después de varios intentos fallidos de largometraje Camilo Correa finalmente pudo producir Colombia linda, que fue un desastre comercial. Acusado de quiebra fraudulenta, Camilo Correa tuvo que pasar ocho meses en la cárcel y luego se exiló en Hollywood.

Ante el fracaso del proyecto industrial surge en Colombia la necesidad de hacer un cine de autor. En 1954 en Barranquilla se reúnen varios intelectuales, que luego serían famosos como Gabriel García Márquez, Enrique Grau y Álvaro Cepeda Samudio, para realizar La langosta azul, el primer corto experimental colombiano, influenciado por la vanguardia europea de los veintes y el underground norteamericano.

Con los años cincuenta y sesenta comienzan a llegar compañías extranjeras a filmar en Colombia. Hollywood por fin llega al país. En 1955 Andrew Marton rueda en las minas de esmeraldas colombianas Fuego verde, con Grace Kelly y Stewart Granger. Los mexicanos y los españoles no se quedaron atrás y filmaron varias películas, pocas de ellas memorables.

Ante el fracaso del proyecto industrial surge en Colombia la necesidad de hacer un cine de autor. En 1954 en Barranquilla se reúnen varios intelectuales, que luego serían famosos como Gabriel García Márquez, Enrique Grau y Álvaro Cepeda Samudio, para realizar La langosta azul …

En 1955 la gran ilusión del cine colombiano se convierte en La gran obsesión, la primera película nacional en color, dirigida por Guillermo Ribón Alba y producida en Cali por el relojero Tito Sandoval, con relativo éxito local pero con pésimas críticas. Cuarenta años después me encontré y filmé en Cali a Sandoval, recién llegado de Venezuela, país al que tuvo que emigrar después de la quiebra de la Down Bayer Films. El desafortunado productor, después de haber abandonado a su familia y haber perdido su casa con piscina y su negocio, cuyo lema era “Si su reloj anda mal se lo arregla Sandoval”, buscaba desesperadamente en todos los juzgados y en todas las estaciones de policía la única copia de La gran obsesión, perdida en un pleito. Nunca la encontró.

Resumiendo la historia del cine colombiano hasta ese momento, el escritor y director Fernando Vallejo, exagerando un poco como es costumbre en él, escribió que “…ni una sola película, pero ni una en cincuenta años se había podido terminar a cabalidad, hasta la exhibición al público. Las unas se quedaban en la filmación, las otras en el copión, las otras en la edición, las otras en la sonorización… A medias todas, inconclusas, como coitus interruptus… Y truncas se quedaban, atrancadas, porque a quienes las hacían se les acababa en el camino la fe, el impulso, el optimismo, el fluido vital, la plata: la plata, don dinero, para salir del atolladero. Pues en efecto: vendida la casa, el carro, la finquita, y quemado en unos cuantos días de filmación el esfuerzo de toda una vida, el patrimonio de la mujer y los hijos, ¿de dónde sacar más para continuar?” (Años de indulgencia, 1988).

El naïf Enoc Roldán fue otra figura pintoresca del cine colombiano. Con una cámara casera de 16 mm. y película reversible, realizó él sólo en 1963 el melodrama histórico El hijo de la choza, sobre los orígenes humildes del presidente Marco Fidel Suárez. Pero más interesante que la película misma fue el sistema de distribución y exhibición de su compañía Error Films. Don Enoc recorría pueblos y veredas en un carro con altavoz, promocionando y proyectando él mismo su película, a la manera de los tradicionales vendedores y culebreros. Este sistema primitivo fue exitoso y le permitió ser de los pocos realizadores que en Colombia obtuvieron una buena respuesta económica con su trabajo.

En los años sesenta otras corrientes comenzaron a influenciar a los nuevos realizadores. La tendencia neorrealista del español José María Arzuaga y la tendencia cinema novo del bogotano Julio Luzardo le cambiaron el curso al cine nacional.

Raíces de piedra (1961) y Pasado el meridiano (1965-7) de José María Arzuaga contienen en sus mejores momentos una visión inédita del hombre urbano colombiano, quizá por eso fueron prohibidas por la censura en su momento. Sin embargo son las mejores “películas imperfectas” de nuestro cine.

La tendencia neorrealista del español José María Arzuaga y la tendencia cinema novo del bogotano Julio Luzardo le cambiaron el curso al cine nacional.

El tema de La Violencia, frecuente en la literatura colombiana más no en el cine, irrumpe por primer vez en El río de las tumbas (1964) de Julio Luzardo. Egresado de UCLA y secundado por el camarógrafo brasileño Helio Silva, Luzardo se aparta del costumbrismo y se enfrenta al drama de un pueblo acosado por la violencia política.

A finales de los sesenta y comienzos de los setenta, el largometraje desaparece prácticamente del panorama del cine nacional y la producción se divide en dos: el cine marginal, con sus documentales independientes de contenido político y social, y el cortometraje de sobreprecio, apoyado en una ley de exhibición obligatoria. A este último no nos vamos a referir, ya que a pesar de que hubo más de 150 directores y más de 600 cortometrajes, es poco lo que se puede rescatar. Pero eso sí, muchos fueron los cineastas que se enriquecieron a costillas del Estado y del público colombiano.

En 1967 Diego León Giraldo, influenciado por el cine cubano, rueda el primer filme militante: Camilo, un cortometraje sobre el cura guerrillero Camilo Torres. Carlos Álvarez continúa esta misma línea con los cortos Asalto y ¿Qué es la democracia?, que lo hacen merecedor de varios meses de prisión.

Si bien estas obras y otras que le siguieron son coyunturales y responden a una urgencia política, los cineastas Jorge Silva y Marta Rodríguez optaron por un cine antropológico de reflexión política al realizar Chircales en 1972, después un largo período de investigación y observación participante. Tanto los films de Álvarez como los de Silva-Rodríguez cosecharon premios en importantes festivales internacionales.

En cuanto a mis inicios en el cine de los años setenta le cedo la palabra al crítico Luis Alberto Álvarez: “Su cine está marcado por ciertas tendencias de vanguardia y, a diferencia del marginal bogotano, por una crítica con toques surreales, sarcástica y distanciada. Oiga Vea (1972), de Ospina y Mayolo, fue una interesante aproximación de contrainformación a propósito de los Juegos Panamericanos de Cali… Agarrando pueblo (1978), de Carlos Mayolo y Luis Ospina, es un ácido e inteligente comentario a la llamada pornomiseria, que estaba cundiendo en la producción cinematográfica del país, sirviéndose de la moda tercermundista y particularmente latinoamericanista, entonces viva en Europa.”

No quiero aquí, por discreción, referirme al fracaso de mis colegas contemporáneos. Que cada cual cargue su cruz de Malta. Entonces de aquí en adelante me limitaré a relatar sólo el mío porque yo también soy víctima de esa ilusión llamada cine colombiano.

Después de Agarrando pueblo emprendí, con Alberto Quiroga, la escritura del guión de Pura sangre. Escogimos el género de horror como punto de partida para crear la primera película de vampiros colombiana, inspirada en noticias de crónica roja mitificadas por la imaginación popular. No se trataba, entonces, de recrear la figura legendaria del vampiro con colmillos sino subvertirla e introducirla en nuestra vena.

No quiero aquí, por discreción, referirme al fracaso de mis colegas contemporáneos. Que cada cual cargue su cruz de Malta.

Sin embargo, Pura sangre no dio en la vena del público y sólo me dejó un saldo en rojo en el banco. Y la sombra de una deuda con el Estado que me persiguió y me cerró las puertas del cine, como a muchos durante la famosa lista negra de Hollywood, obligándome a abandonar mi carrera como realizador para dedicarme al montaje de varios largometrajes y cortometrajes, algunas veces con seudónimo.

Hasta que en 1985 rodé lo que pensé sería mi canto de ci(s)ne, cuando codirigí con Jorge Nieto el documental En busca de “María” sobre la primera película muda colombiana, hoy lamentablemente perdida. El cine en Colombia sólo ha dado pérdidas. Por eso tengo una imagen negativa del cine colombiano cuando todo el mundo pide una imagen positiva del país. En términos cinematográficos, ¿qué más puede esperar un país subdesarrollado sino una imagen negativa?

Al respecto dice el crítico Sandro Romero: “Volvamos al tema de la buena y de la mala imagen. Este conflicto maniqueo ha rondado siempre la interpretación de nuestro cine. En pocas ocasiones, nos hemos detenido a analizar los valores o problemas de nuestras películas desde una perspectiva específicamente cinematográfica. Casi siempre, la lectura que hacemos de las imágenes en movimiento tienen que ver con las equivalencias: si el cine muestra bien o mal lo que somos o lo que debemos ser. Otra vez, la lectura oficial se centra en lo que vamos a proyectar –ojo con la palabrita– en el espectador con lo que tenemos que representar. Es curioso, pero podríamos atrevernos a decir que las películas colombianas que representan la mala imagen de nuestro país, son las más interesantes. Las de la buena imagen, poco a poco, se va quedando en el baúl del olvido.”

Sólo 16 años después de En busca de “María” pude volver al cine, cuando mi hermano Sebastián se ganó el Premio Nacional de Cine por su guión de cine negro Soplo de vida. Entonces me acordé de la anécdota de Billy Wilder: “Cuando uno dirige el primer largometraje es como si le dijeran a uno: ‘Súbase a ese edificio y tírese del segundo piso.’” Uno por las puras ganas de hacer cine se bota y hasta sobrevive. Pero hacer la segunda película es ya otra cosa. Ahí es cuando le dicen a uno: “Bueno, ya que sobrevivió al tirarse del segundo, ahora súbase al sexto y tírese”. Y me lancé al vacío, al “estrellato”. Empecé, entonces, un largo viacrucis. Recorrí desde la Meca del cine hasta la Ceca, moviendo el tarro con la esperanza ilusa de encontrar el millón de dólares que le hace falta al director colombiano para filmar su película. Después de mendigar en el exterior con poco éxito recurrí a la generosidad de mis amigos y, gracias a ellos y a algunos aportes del Ministerio de Cultura de Colombia y del Fonds Sud de Francia, Soplo de vida se pudo filmar en 1997 y se estrenó con poco éxito de público en el 2000. Sin embargo la película se exhibió en más de 25 festivales internacionales y se estrenó comercialmente en Francia, en donde, por aquellas ironías de la vida y del cine, Soplo de vida hizo más espectadores que en Colombia. Nadie es perfecto… en su tierra.

¿Por qué accedí a hacer una película de cine negro en Colombia? Razones no me faltaron. Crimen organizado. Políticos corruptos. Prohibición de sustancias. Ajustes de cuentas. Terrorismo. Masacres. Impunidad total. Los colombianos vivimos una película de cine negro todos los días. Así como la Prohibición dio pie al cine de gangsters en Estados Unidos, el tráfico de drogas propicia el cine negro en Colombia. Desde que Pablo Escobar nos maleducó al enseñarnos las primeras líneas de cocaína, los colombianos no nos hicimos de (d)rogar y perdimos todas las aspiraciones. Del olfato para el negocio pasamos al negocio del olfato. De lavar platos en Estados Unidos pasamos a lavar plata. Nuestra imagen, sobre todo en el exterior, no puede ser peor. Somos el país más violento del mundo. Somos el imperio del mal. Y el cine es nuestra imagen y semejanza.

… por aquellas ironías de la vida y del cine, Soplo de vida hizo más espectadores que en Colombia. Nadie es perfecto… en su tierra.

Es en momentos tan oscuros como los que vivimos actualmente cuando los que trabajamos la imagen podemos encontrar nuevas luces para crear un cine negro nacional. Después de más de 25 años de cultivos ilegales, ya tenemos la suficiente madurez para recoger los frutos podridos de esta cosecha roja.

Siempre se ha dicho que el cine es la fábrica de sueños. Eso podrá ser muy cierto para el público pero no para el realizador. Lo que para el espectador es un sueño para el cineasta es una pesadilla. El director de cine se vela, revela y desvela por el espectador. Y el sueño del director produce monstruos. Por eso una película es tan sólo la huella de un deforme, como bien se lo recuerda el crítico de cine al director en 8 1/2.

¿Y qué se gana a cambio? Cito mi diario: “Hoy, día 21 de abril (el mes más cruel) y casi dos semanas después de haber terminado Soplo de vida, estuve donde el médico. ¿Por qué? Porque tenía el corazón destrozado, los nervios de punta y el estómago vuelto mierda. Y sin un peso en el bolsillo. ¿Por qué? Por pendejo, por tratar de hacer cine en Colombia. En Colombia no hay cine, hay películas. ¿Por qué? Porque en Colombia nunca ha existido una industria de cine. Cada película es un esfuerzo aislado. En Colombia uno comienza a hacer la película que quiere y termina haciendo la que puede. Para aliviar este mal incurable del cine el médico me formuló dos drogas: Prozac, para la depresión y el insomnio y Floratil, para la flora intestinal. ¿Y todo por qué? Por divertir al pueblo. ¡Que los divierta su madre!”

 

Fuentes
Álvarez, Luis Alberto. “Cine colombiano: mudo y parlante” en Gran Enciclopedia de Colombia. Tomo 6. Editorial Círculo de lectores. Bogotá.1993.

Duque, Edda Pilar. La aventura del cine en Medellín. Universidad Nacional de Colombia / El Ancora Editores. Bogotá, 1992.

El’Gazi, Leila. “Cien años de la llegada del cine a Colombia” en Revista Credencial Historia. No. 88. Bogotá. Abril 1997.

Martínez Pardo, Hernando. Historia del cine colombiano. Editorial América Latina. Bogotá. 1978.

Nieto, Jorge / Rojas, Diego. Tiempos del Olympia. Fundación Patrimonio Fílmico. Bogotá. 1992.

Rojas, Diego. “Cine colombiano: primeras noticias, primeros años, primeras películas” en Revista Credencial Historia. No. 88. Bogotá. Abril 1997.

Romero, Sandro. “A imagen y semejanza de Colombia” en Revista Cuadernos de Nación. Bogotá. 2001.

Salcedo Silva, Hernando. Crónicas del cine colombiano 1897 – 1950. Carlos Valencia Editores. Bogotá. 1981.

 

Publicado en Kinetoscopio No 62. 2002 

*Texto de una conferencia del director colombiano en la Filmoteca de la Generalitat de Catalunya, Barcelona, el 19 de marzo de 2002.