Ana Rosa, de Catalina Villar

La mujer que no fue

Orlando Mora

Hace muchos años que el documental representa una parte importante del conjunto del cine mundial. Si bien durante largo tiempo permaneció en la sombra y condenado a una exhibición completamente marginal, en el presente siglo esa condición ha mejorado y hoy algunos alcanzan a llegar a salas comerciales, resultado en el que mucho han tenido tienen ver directores como Michael Moore con su popularidad y su Palma de Oro en Cannes en el 2004 por Fahrenheit 9/11.

 

Sin poder responder por cifras o porcentajes exactos, tengo la sensación que en el cine colombiano actual el documental ocupa en cantidad un espacio altamente significativo y que para muchos directores jóvenes se constituye en una opción atractiva para acercarse a una realidad tan compleja como la nuestra, sumida en trances sociales, políticos y humanos que invitan a su registro y análisis.

 

Este año 2024 se abre en este campo con el estreno de Ana Rosa, un documental con guion y dirección de Catalina Villar, una mujer con un largo camino transitado en este tipo de cine, con un recorrido que incluye no solo realización sino también producción y docencia. Por desgracia debo confesar que no he visto sus películas anteriores, lo que me obliga a enfrentarme a este trabajo sin las referencias que tanto ayudan cuando se trata de obras de verdaderos autores.

 

Ana Rosa es un documental en primera persona, dado que Catalina como directora es la que lleva el relato, narrado por ella misma y con una presencia casi permanente en cámara. Solo que esta vez no se trata de evocar recuerdos o compartir experiencias frente a lugares, gentes y situaciones, sino de aproximarse a una persona que no conoció y por la que indaga sin mayores apoyos, en un tipo de búsqueda que me hizo recordar La imagen que falta, del camboyano Rith Panh, de 2013, en cuanto esfuerzo por descubrir un pasado del que no han quedado rastros.

 

En el inicio Catalina cuenta que la muerte de sus padres la trajo de vuelta a Bogotá para desocupar la casa en que vivían y luego de treinta y ocho años de haberse marchado del país. En ese momento y en el fondo del último cajón de un mueble encontró la tarjeta de identidad de Ana Rosa, su abuela paterna y de la que poco o nada había escuchado. Lo único que se mencionaba era que le habían efectuado una lobotomía, lo que despertó el interés de la directora por tratar de saber algo más de esa abuela, aunque partiendo de un supuesto diferente: a ella no le habían hecho una lobotomía, había sufrido una lobotomía.

 

Los hallazgos de la directora en su búsqueda resultan estremecedores y casi trágicos. Ana Rosa en apariencia era una muchacha alegre y con algo especial en su interior, como que de joven tocaba el piano, interpretaba sonatas de Beethoven y era capaz de acompañar fragmentos de óperas como Las bodas de Fígaro o Don Giovanni. En esa medida el dato de su inquietud por la música juega un papel fundamental en cuanto permite intuir qué vida y qué espiritualidad podía haber en una mujer que a esa edad y en esa época tenía tales intereses.

Lo único que se mencionaba era que le habían efectuado una lobotomía, lo que despertó el interés de la directora por tratar de saber algo más de esa abuela, aunque partiendo de un supuesto diferente: a ella no le habían hecho una lobotomía, había sufrido una lobotomía.

Quién fue de verdad Ana Rosa, qué quería, cuáles eran sus sueños, esas son las preguntas que se plantea en el documental la directora, sin alcanzar las respuestas. De esa abuela solo quedan muy lejanas referencias y la sombra del silencio pertinaz que la envuelve, víctima sin redención de lo que claramente fue un pacto familiar de olvido y negación.

 

Sin que se convierta en un discurso sobrepuesto, Catalina Villar introduce en el documental una cierta mirada de género, algo lógico si se tiene en cuenta su propia condición de mujer y que Ana Rosa como personaje fue víctima de una sociedad que asignaba unos roles de esposa y madre a los que no se podía faltar, haciendo que cualquier desviación fuera castigada con una crueldad que hoy aterra. Causa espanto saber que el ochenta y cinco por ciento de las personas que sufrieron en esa época una lobotomía fueron mujeres y constatar la campana de silencio que una familia fue capaz de imponer como castigo frente a unos gestos mínimos de independencia y rebeldía.

 

El documental en primera persona entraña un riesgo cuando lo subjetivo se desborda, empantanado en narrar cosas personales de escasa significación o abiertamente banales. Catalina lo elude porque conduce su exploración con una perspectiva más amplia, integrando el caso de Ana Rosa en un marco histórico preciso, con una neurociencia vista entonces casi como un ejercicio de “carpintería” y que bien servía a los fines de un control social que tenía en los electroshocks y en las lobotomías algunos de sus medios más eficaces.

 

Los instrumentos con los que trabaja la realizadora su película son los propios y más tradicionales del documental: entrevistas en un número cercano a las ocho, material de archivo y tomas de presente que sirven a manera de transiciones en el armado de la obra y que brindan pausas para que el espectador tome un respiro frente a la intensidad de lo que está viendo. Digamos que no existe novedad en cuanto a los recursos (no hay animación, reconstrucciones simuladas, etc.), sino un control soberbio sobre las herramientas empleadas, con una fotografía de hermosa y sobria composición y un ritmo interno para que la película fluya de manera natural, contando con la presencia de Catalina como eje de la narración.

 

Una muestra de la solvencia profesional de la directora es la forma como abre y cierra su película, en el inicio con una puesta en escena en que la música se convertirá en símbolo de los sueños no realizados de Ana Rosa, y el desenlace con la participación de la misma directora enferma, entrando al quirófano de un hospital y contrastando el presente de la Clínica Médica con la barbarie de apenas setenta años atrás, en un final de gran fuerza que alterna planos documentales con música y fundidos a negro, cerrando con una mujer de espaldas, tal vez una imagen onírica de Ana Rosa, que toca una sonata de Beethoven, su sonata.