Santiago Nicolás Giraldo Enríquez
Tanto los bosques como sus rugidos, son concurrencias atmosféricas infinitas, que cada cultura interpreta y adapta a sus formas propias; son una parte de la tierra en que germinan y se marchitan las existencias; son parte de las existencias; son, incluso, las existencias. Cada bosque engulle, vocifera, respira y siente a su manera. En sus epicentros, son dueños de imaginarios únicos (que se crean a partir de vidas enteras), que tiemblan y se hunden hacia sí mismos. Como hogares y estancias, acogen a sus habitantes y huéspedes con el fragor candoroso de esos influjos suyos, que les sugieren entre maleza, raíces, riveras y susurros lentos.
Esos habitantes, de temple tan arbóreo como el hogar en que se desenvuelven, suponen una extensión de la naturaleza (en todas dimensiones) que identifica al bosque y sus senderos. Cada figura construye al bosque, que es un ser unitario cambiante. En consideración de esto, para una arboleda particular ubicada a las afueras cercanas de una Medellín informe y ruidosa –de la cual hace parte–, cada ser es emblemático, y distintivo de un propio relato (que camina entre las ramas), en el que los márgenes de la hostilidad y el hormigón (que se intuyen cercanos), cobran relevancia en tanto les rebaten, sin dejar de depender de ellos; de esos jirones de la urbe tras las montañas.
Elba, una mujer indígena de edad avanzada, es una de las moradoras constantes de ese bosque. Lo recorre apaciguada, con un letargo físico que permite adentrarse en cada detalle, cada poro, cada filamento. Lleva consigo su historia y la historia de su territorio. Las lleva marcadas en la piel. En cada uno de esos detalles visibles.
Nosotros, observamos su rutina a través de un pequeño resquicio que deja verdecer su perspectiva solitaria. Allá, al frente, la pausa se mueve y palpita, espera a Elba, camina con ella y le escucha en su silencio. Ese intersticio por el que descubrimos la cotidianidad que construye su paisaje interior (frondoso y en calma), lleva por nombre Diòba (2024), y es un espacio propio –hecho de imágenes y sonidos–, en el que ella también habita. Es, también, su retrato y su hogar; su representación íntima.
Para el relato, los cerrados muros en que este espíritu se guarece de la inmensidad boscosa, son los vigilantes de sus gestos pétreos. Son la muestra de las cenizas que el fuego pasado deja en cada entorno y ser viviente. Impregnado en ellos hay un tizne nostálgico y mustio, que evoca la intensidad de las llamas convertidas en recuerdos. La piel de Elba carga consigo estas mismas reminiscencias, que la persiguen entre la bruma de sus movimientos, y la claridad de sus miradas. Presencia esas memorias indeterminadas cuando duerme y se despierta, cuando mira al río y a la fogata, cuando anda y se recuesta, cuando vive y se deja llevar. En su piel está el paso del tiempo; la distancia entre un anhelo sugerido (que cuelga constantemente frente a ella en forma de una fotografía, en la que se ve a una joven vistiendo un traje de primera comunión, que se siente ajeno a las alusiones del entorno, en el que terminará por cobrar especial relevancia) y un presente ajado.
Presencia esas memorias indeterminadas cuando duerme y se despierta, cuando mira al río y a la fogata, cuando anda y se recuesta, cuando vive y se deja llevar.
El fuego arde como una luz que nos permite ver dentro de las rutinas y perspectivas de una pobladora andante, que, sobre la hierba, atraviesa los estrépitos quietos del bosque. La constitución sonora del espacio contrasta con el silencio característico del que el personaje se vale para contarse. Entre los rayos de claridad que se filtran por las ramas, cada paso tiene un cuerpo correspondiente que lo identifica como conducto de esta construcción fílmica, que se estipula a partir de los elementos compositivos de una naturaleza huraña con la que relacionamos a Elba y a sus interacciones. En el discurrir de las aguas, los movimientos llevados a cabo se mezclan con unos borboteos que rugen su presencia.
La expresión fílmica con que se representan estas ideas, transige ante unos códigos documentales (de una observación detallada y minuciosa, pero también de una posibilidad de engullimiento, ejercida por lo que es filmado) que, pese a sí, nos cuentan una historia en forma de experiencia implantada a la realidad. En esta particularidad reside un interés representativo de la película; sus maneras nos adentran en una recreación de la realidad, que no deja de ser fiel a la realidad en sí misma. Este acercamiento se consigue en tanto aboga por la sencillez que el relato necesita y consigue a su ritmo, con su fondo por delante. En los movimientos y reposos, encuentra las fijaciones que, con una atracción especial dentro del marco del cine colombiano, imprime en la pantalla.
Seguimos a Elba, y en ese proceso conocemos lo más puro de su existencia, su esencia interna. Contra lo que el título nos sugiere (diòba, en la lengua Embera Eyábida, hace referencia a estar en soledad), Elba está constantemente acompañada por los recuerdos y sus cenizas, igual que por la ineludible espesura del bosque y aquellas chispas que se retuercen en el aire. Lo filmado nos adentra en unos fragmentos llenos de vida, en los que esas biósferas andadas se funden con los pies que las andan. Esa interacción profunda e indisoluble adquiere protagonismo lentamente; nos funde incluso con las imágenes. Hacemos parte también de ese bosque en pantalla, como espectadores y habitantes circunstanciales, que presencian su amplitud, desde la mirada detallista y sensible de una de sus hijas.