Simón Carmona L.
Oculto, más allá de los penumbrosos escondrijos del insondable internet, el miasma verde de un arcano caldero burbujea con parsimonia al ritmo de los estridentes golpes de cuchillo ejercidos sobre una apática tabla de madera. Se trata de una enigmática criada, camuflada entre la luz y la oscuridad de una sombría y decrépita cocina, perteneciente a la arquitectura de una extraña y surreal casona de las tinieblas. Su labor: Extraer el sanguíneo jugo de los tomates carmesí, germinados en las profundidades de la terrible tierra sacra que recubre la superficie de una recóndita huerta, para, de esta forma, dar alimento a los peculiares seres que pululan sobre los crujientes tablones de la casa.
De repente, el golpeteo de unas inocentes e incrédulas manos infantiles interrumpe la espesa calma reinante. Se trata de un trémulo niño parado frente al enceguecedor umbral del portón, quien, en busca de su hermana perdida, debe realizar una predestinada visita hacía el interior de las malévolas fauces de El dragón de Comodo.
Bajo la ocultista dirección de Jose Luis Rúgeles, y su taumatúrgica coescritura junto al Chucky García, El dragón de Comodo es un infernal y bello viaje a través de los silenciosos pasillos de una decadente mansión atávica, cuya sustancia y naturalidad nebulosa, hiciesen parecer que esta habitase en estado de suspensión dentro de un plano existencial apartado de la realidad conocida, en donde las resplandecientes y siniestras luces, filtradas a través de los marcos de las puertas, marcan las fronteras liminales entre el mundo reconocible y la dimensión paralela a la que pertenece la sepulcral edificación.
Su críptica e incitante premisa solo puede alcanzar su paroxismo por medio de la ejecución holística de los artilugios cinematográficos que la totalizan. Un arte fascinante y espeluznante a partes iguales, compositor de espacios y personajes cargados de singulares personalidades; actuaciones puntuales, dotadas de candidez y ocultismo, acompasadas de diálogos ambiguos que remarcan el ostracismo espaciotemporal frente a las lógicas de los contextos reconocidos; todo ello concatenado con el desarrollo de un guion único en su especie, estructurado a manera de fábula fúnebre, con un génesis erigido desde el tétrico relato de La Huerta, creado por la ingeniosa inventiva del Chucky García.
… las resplandecientes y siniestras luces, filtradas a través de los marcos de las puertas, marcan las fronteras liminales entre el mundo reconocible y la dimensión paralela a la que pertenece la sepulcral edificación.
Pero, la guinda sobre el manjar audiovisual que edulcora la obra es, sin miedo a la equivocación, su inaudita cinematografía. Un macabro juego expresionista de luces y sombras, en donde la luminosidad solo halla cabida dentro de los perímetros delimitados por el capricho del ofuscamiento, permitiendo a las maldades latentes permanecer incógnitas entre las umbrosas brumas del misterio, o incluso en las cegadoras trampas de la claridad.
Se trata de un film único en su especie, un producto sui generis en sí mismo. Un mágico cortometraje con una identidad icónica e inigualable, producto de las elucubraciones contrastantes del imaginario de un luminotécnico (el Chucky), a quien su oficio como maestro de lo claro y lo oscuro le autoriza a concebir un universo nutrido de secretos y contradicciones, de ángeles y demonios, de inocencia y malicia. Es la oscura fantasía con la que solo un gaffer puede soñar.
Ver corto:
https://youtu.be/H4KlvIcnYJs?si=x47u3vpi-xgkeWIf