El último carnaval, de Ernesto McCausland (1998)

La serena mordida del tropicalismo gótico

Santiago Nicolás Giraldo Enríquez

Uno de los puntos comunes del cine colombiano –en revisión de su historia y sus principales hitos– ha sido la filmación abierta de costumbres y ritos representativos de espacios concretos del territorio. Estas filmaciones, aunque autónomas a su manera, se han ligado, en gran parte de los casos, a formatos periodísticos y documentales, según los cuales la realidad ha fluido por encima de cualquier imposición técnica o narrativa. Esa relación documental (planteada desde la fidelidad en cuanto a las marejadas de eventos y pulsiones que desfilan en cualquier circunstancia), representa un lugar de encuentro al que los registros pueden acercarse o del que pueden tomar distancia, en consideración de las decisiones y requerimientos que se les adjudiquen.

 

Es natural que la cultura audiovisual del país se haya visto fuertemente marcada por estas instancias, dadas las vicisitudes históricas que ha tenido alrededor de su financiamiento, y las expectativas cinematográficas heredadas de puntales característicos para el imaginario colectivo de los creadores. En este contexto, el Carnaval de Barranquilla se reconoce como un evento identitario al que se vuelve de tanto en tanto, y del que regularmente se suelen desprender nuevas ideas (tanto de sí mismo, como de lo que lo circunda). Una de sus representaciones más particulares nació bajo la dirección de Ernesto McCausland (periodista, cronista y cineasta) cuya óptica atrapó el puro carnaval, ecléctico y abigarrado, en una obra de tan interesante ejecución como lo fue El último carnaval.

 

La película trae a colación un cuadro de costumbres en el que las tradiciones y los ritos entremezclan su naturalidad con los anhelos distintivos de una historia real (que les pertenece), cuyo exótico planteamiento expande las fronteras de lo tradicional hacia referentes y ámbitos creativos, a los que se acopla para descubrir una perspectiva orgánica, propia en su registro. Para este contexto típicamente caribeño, la caracterización de un personaje que solo resulta familiar dentro del barullo del carnaval –el Conde Drácula, en este caso–, conlleva explorar una perspectiva estilística que, aunque lejana en su esencia, se funde de manera hábil con este espacio tórrido y vivaz.

 

A partir de esta mezcla conceptual, se puede observar esta cinta como un resultado de la unión de discursos diegéticos, estéticos y cinematográficos, que se proyecta hacia las raíces de las tradiciones, intercaladas con una exterioridad que le otorga parajes inusitados. Los códigos documentales y periodísticos (frente a los cuales hay incluso una cierta ironía natural al ambiente carnavalero), se mezclan con fragmentos narrativos que les brindan un deliberado hilo a seguir. Producto de esta dualidad, nace una fórmula fílmica cuyo interés se equipara con el de la propuesta estética y narrativa que filma, en la que se reúnen el costumbrismo tropical y un lenitivo vaho gótico (nutridos mutuamente).

 

Alrededor de esta condición dual, se observa la atrapante extrañeza de aquellas alusiones a lo gótico, desde la perspectiva de un trópico chillón y distendido. Su esencia es la de una suave mordida (como las que pueden propinar esos colmillos de yuca), un ataque de colores y sonidos estentóreos, que se atenúa por las circunstancias arcanas en que el personaje principal y su extensión fílmica se imbuyen para descubrir el frío misticismo de esas nuevas formas de comprenderse. La intenciones narrativas y expresivas de ambos discursos se complementan en tanto deciden fundirse y dialogar con agudeza, con fresca lucidez.

Alrededor de esta condición dual, se observa la atrapante extrañeza de aquellas alusiones a lo gótico, desde la perspectiva de un trópico chillón y distendido. Su esencia es la de una suave mordida (como las que pueden propinar esos colmillos de yuca) …

Esta relación se asemeja al planteamiento de aquel fenómeno inherente al cine colombiano que fue el gótico tropical, mas toma cierta distancia conceptual de él. Trae al trópico las intenciones góticas, no lleva el territorio hacia aquellas ideas distantes, sino que trae su sustancia y la acopla a su alegato propio. Seguimos una historia autóctona que presenta las particularidades de un personaje inseparable del carnaval, que no arguye elementos sobrenaturales o de especial criticismo social. Se corresponde con el humor y la cotidianeidad del Caribe, que, gracias a nuevas imposiciones creativas, sobreviene como una atmósfera especialmente llamativa.

 

La profundidad reflexiva de este personaje vive a merced del entorno caricaturesco y prosaico del que proviene, sin el cual su introspección carecería de ese gusto especial que tinta a la narración. Su instauración toca las profundidades oscuras de un ataúd y un castillo, apenas iluminados por los destellos de velas recicladas (o antorchas resecas) y los rayos de un sol tórrido e incandescente, al son de un mar risueño, danzante y frío. La forma en que las imágenes relatan se ciñe al naturalismo acalorado de la región. Su autenticidad puntual radica en la unión y el juego con aquello que podría indicarse problemático, y se resuelve entrañable.

 

La preeminencia que se les otorga a los colores en cada secuencia, subraya esa demarcación cada vez más difusa que se pierde entre la separación y la unión de ambas formas del relato. El ímpetu cargado de la sociedad barranquillera flota y se diluye en la palidez del paisaje que inunda el aislamiento de este Drácula quimérico (al que este le escapa, más no le rehúye); se necesitan, ambas son parte primordial de esa vibración interna que forma un mecanismo externo, observado e interiorizado. En esta misma medida, los espacios con cobijos que comprenden a cada personaje, y viven a la luz de sus ensueños. Formulan, según una lógica artística que detalla las necesidades e impulsos de su historia, nuevos lugares poéticos que se construyen a partir de un uso coherente de sus elementos fílmicos.

 

Para cuando este personaje escapa de su castillo, mientras lleva a Drácula aún adentro, y se interna en los pabellones de un hospital que colinda con ese panorama pintoresco del que se excluyó, vive una transición debatida entre lo cálido y lo gélido, tan intricada y confusa como el fondo de ese abismo al que lanzó su corazón. Este hospital representa el último resquicio gótico con el que cuenta el protagonista para vivir en ese otro ser que lo atribula; una vez finaliza su proceso allí, lo gótico se esfuma, y el cuadro de costumbres vuelve a su primacía compositiva, con un giro que mira hacia sí mismo (con lo caricaturesco e inocentemente humorístico del payaso), pero en cuyo planteamiento hay ahora un nuevo piso de observación, una nueva forma de costumbrismo que toca la diatriba interior del personaje, mientras soslaya aquella reminiscencia ligeramente gótica que apenas se entrevé.

 

La película nos abre un espacio que se reconoce enérgica y calmosamente nuestro, que distingue y señala toda una sustancia contextual –hacia la que transige su desarrollo–, desde la cual el resto de sus planteamientos toma color y movimiento. Esa mezcla de alusiones y vías del relato, nos otorga una postura con respecto a la cual cada mirada puede amalgamarse, fusionarse, o distanciarse. Nos sitúa en la misma posición en que se encuentra el personaje principal de esta historia, cuando debe decidir qué hacer con el tropicalismo gótico que lo sacude. Y esa sacudida va para todos; es decisión propia si bailar con ella, o clavarle los colmillos.