Óscar Iván Montoya
Toda familia guarda secretos, sucesos que la desequilibran, recuerdos que rompen con la armonía preestablecida. Ana Rosa (2024), es una incursión a esos terrenos vedados, en esas arenas movedizas en las que mientras más escarbamos más nos hundimos, sin temor a encarar verdades incómodas ni de propinarle un buen remezón al universo familiar. “¿Hasta dónde todo lo que somos puede estudiarse, modificarse y ser usado por la psiquiatría con el fin de ‘ayudarnos’ a ‘adaptarnos’ a la sociedad contemporánea?”, es una de las tantas preguntas que deja en el aire Catalina Villar en Ana Rosa, película documental en la que escudriña archivos familiares y médicos en busca de la historia de su abuela paterna, Ana Rosa Gaviria Paredes, a quien le practicaron una lobotomía a finales de los años cincuenta del siglo pasado, a sus 53 años.
Gracias al encuentro imprevisto de un documento de identidad con la única foto que existe de su abuela, la realizadora reconstruye el periplo de Ana Rosa en su entorno familiar, y las circunstancias que llevaron a su abuela a ser sometida a tan brutal procedimiento. La directora cuestiona el silencio familiar que envolvía a Ana Rosa, de quien no hay recuerdos verbales ni fotográficos, solamente la fotografía rescatada a último momento. De ella, lo único que se sabía, era que tocaba piano y sufrió una lobotomía, y esta película busca reivindicar la figura de su abuela y tratar de saber quién era “antes de perderse en los meandros de un cerebro desconectado”, como lo describe su nieta.
Sin embargo, gracias a su primo mayor, un acreditado psiquiatra, Eduardo; y a su tío menor, la oveja descarriada de la familia, Ernesto; Catalina Villar descubre que el destino de su abuela, al igual que el de muchas mujeres en Bogotá, Colombia y el mundo, fue decidido por los hombres de la familia, y en nombre de los “avances” y las “buenas intenciones” de la ciencia. Así mismo, desempolva los recuerdos de muchas personas y familias que enfrentaron en silencio trastornos mentales como la depresión o la ansiedad, para evitar la vergüenza social. En el caso particular de la familia de la cineasta, la vergüenza trasciende el tema de la salud mental porque, aparte de borrar todo rastro de vida de Ana Rosa Gaviria Paredes, también trató de ocultar a algunos miembros prestigiosos del círculo familiar, quienes fueron los que decidieron que se le debía practicar la lobotomía. Un tema que sale de lo familiar e involucra a toda una sociedad y a muchas Ana Rosas de la época.
Catalina Villar no pudo localizar la historia clínica de su abuela pero, basándose en otras, encontró un diagnóstico que habría podido ser el de Ana Rosa: “Notable daño del buen servicio”, lo que se traducía en no ejercer adecuadamente las tareas que la colectividad imponía y esperaba de ellas. Un marcado sesgo sexista, social, cultural y político. Fue en ese momento que la directora decidió realizar Ana Rosa y se embarcó en una pesquisa que la llevó a remover verdades penosas, a visitar manicomios, a escudriñar archivos, para crear una película que rebasa el drama familiar o la denuncia feminista, con el propósito de explorar la obsesión de la ciencia y de la colectividad por mantener lo más alejados posible a los locos, marginales y perturbados mentales: “Los tratamientos que dicen ayudar al enfermo también tienen la intención de proteger a la sociedad de toda esa gente que es distinta a nosotros, a la que hay que encerrar y ponerla lejos”
Uno de los mayores méritos de Ana Rosa, aparte de los cinematográficos, fue que su nieta logró reivindicar su nombre: “En mi familia volvieron a hablar de ella, volvió a existir y, en cierta forma, se reivindicó como pianista, como una madre que sacó adelante a sus cuatro hijos.”
Viendo Ana Rosa recordé la definición que hacían de un personaje histórico del que decían que era un acertijo envuelto en un misterio metido dentro de un secreto. Ese personaje era Stalin, y no lo digo porque tu abuela se pareciera al dictador soviético, sino por la brumosa manera en que tu familia mantuvo el caso de tu abuela, por el manto de olvido y oscuridad que echaron sobre su existencia, y por el ocultamiento sistemático de las personas encargadas de realizar las lobotomías, que fue el procedimiento al que fue sometida tu abuela. ¿Quién era Ana Rosa Gaviria Paredes, y de qué manera el cine con sus herramientas particulares, luz y sonido, logró sacar esta historia del desván de los recuerdos?
Yo no sabía mucho de Ana Rosa, y precisamente eso fue lo que me impulsó a realizar este documental, porque la fábrica de la memoria no es fácil, se les pone nombre a las calles, a las batallas, a los hechos sobresalientes, pero la fábrica del olvido es perversa, pues actúa bajo cuerda, se mueve sin llamar la atención, yo diría que algunas veces hasta de manera inconsciente. Por eso creo que ni mis padres ni mis tíos ni mis primos ni mis hermanos hablaron nunca de Ana Rosa, era porque era un asunto del que nunca se hablaba, y tampoco creo que hubiera una voluntad secreta que dictaminara: “No vamos a hablar de Ana Rosa”, la cosa no fue así, y más bien fue que poco a poco se fue imponiendo un manto de oscuridad sobre su figura, y que en toda familia existen cosas de las que no se habla.
… la fábrica de la memoria no es fácil, se les pone nombre a las calles, a las batallas, a los hechos sobresalientes, pero la fábrica del olvido es perversa, pues actúa bajo cuerda, se mueve sin llamar la atención, yo diría que algunas veces hasta de manera inconsciente.
El asunto fue que, durante el último trasteo de la casa de mis padres, apareció un documento de identidad de Ana Rosa, que fue una especie de lapsus de mi papá, porque lo que me pregunto ahora es por qué nunca hablaban de ella y, en el último momento, dejan abandonado un documento de identificación. Era, posiblemente, porque algo de ella guardó en el fondo, y yo me lo tomé como una misión personal de tratar de entender quién era Ana Rosa, y por qué se habían olvidado de ella. Ahora, esa tarjeta de identidad contenía alguna información, y yo comencé a actuar como una detective detrás de los datos que contenía esa tarjeta de finales de los años cuarenta, que eran unas tarjetas rosaditas escritas en francés, que por el lado del revés contenía datos como la fecha de nacimiento, y ahí fue que me enteré que Ana Rosa había nacido en Mariquita, en 1904, junto con otros indicios y referencias. Lo curioso fue que los datos estaban redactados en francés y no en inglés, como yo esperaría.
También me enteré que esas tarjetas no servían para votar, como ahora, o para existir como persona, sino para sacar plata del banco, que el marido le había depositado, o para los envíos postales, pero no como identificación, porque para esa época, mediados del siglo XX, las mujeres todavía éramos menores de edad y, por supuesto, tampoco podíamos votar. Era como la tarjeta de identidad de los niños, y no una cédula de ciudadanía, y que estuviera en francés me despertó la curiosidad y, a partir de ahí inicié mis investigaciones. Lo primero que caí en cuenta era que para esa época la influencia francesa en Colombia era enorme, no solo en la lengua y en la cultura, sino principalmente en la medicina, y dentro de ésta, en la psiquiatría.
Inclusive las construcciones para recluir a los enfermos, los panópticos, eran de diseño francés. Cuando la psiquiatría gringa llega en los años cincuenta y desplaza un poco a la francesa, las construcciones también cambian. Ya con esos elementos tenía de dónde agarrarme, y me llevaban un poco más allá del caso particular de mi abuela, que despertaron mi curiosidad por ese otro montón de mujeres que fueron sometidas a esos brutales procedimientos.
Primero fue tu órbita familiar, después accediste a los archivos y los lugares en los que encerraban a los perturbados mentales, y en esa labor van saliendo a flote muchas verdades y recuerdos incómodos, tanto para el núcleo familiar como para el establecimiento médico e institucional. Cuando comenzaste a remover todo este pasado oculto, ¿cuál fue la reacción de tu familia cuando se dieron cuenta o los pusiste al tanto de que estabas trabajando en un documental sobre Ana Rosa, después de todos estos misterios y velos en los que estaba sumergida la figura de tu abuela?
Antes de responderte a tu pregunta, estaba recordando que después de que hice Diario de Medellín (1998), lo primero que dije fue que jamás haría una película sobre mi vida, y mírame ahora. Yo juraba que lo que me movía o interesaba era la vida de los demás, y curiosamente, fíjate, que cada uno de los adolescentes del Diario cuentan su propia vida a través de los diarios, que van e interrogan a su mamá, a su papá, a su abuela, en todo caso cada uno de esos testimonios tenía que ver con la memoria, y que mal que bien, uno siempre está hurgando en la vida de los otros, y en este caso de Ana Rosa no era tanto mi familia, era yo misma, que en ciertos momentos me cuestionaba y me decía: “¿Hey, para dónde carajos vas?”, o “¿Cómo se te ocurre hurgar en esos sitios?”, en fin, igual comencé con el ámbito familiar, pero no pensando en una película, sino por saber quién había sido mi abuela, y en su momento no pasó de ser una curiosidad personal.
Ya cuando me enteré de su historia en particular, y también que el 85% de las lobotomías se las realizaban a mujeres, entonces entendí que había un marcado sesgo sexista, social, cultural, político, que muchas veces no tenía que ver con la enfermedad misma, sino con una posición moral y social. Ahí fue cuando me dije que quería cristalizar algo que fuera más allá de la historia de mi abuela en particular, que había algo que contar que rebasaba lo meramente personal. Ahora, cuando mi familia se enteró del hecho que iba a realizar una película sobre mi abuela, la primera reacción fue a la defensiva y decir: “¿A ésta cómo se le ocurre lavar la ropa sucia de la familia a la vista de todo el mundo?”, y se pusieron muy curiosos y recelosos a la vez. Ya después me preguntaban en qué iba el rodaje, qué de nuevo había surgido, y siempre en ese mismo punto un tanto ambiguo, entre curiosos y con mucho susto.
Ya cuando me enteré de su historia en particular, y también que el 85% de las lobotomías se las realizaban a mujeres, entonces entendí que había un marcado sesgo sexista, social, cultural, político, que muchas veces no tenía que ver con la enfermedad misma, sino con una posición moral y social.
Y me imagino que redoblado ese recelo con esa tradición de médicos, psiquiatras y psicoanalistas que existe en tu familia. Yo la verdad no entiendo casi nada de esos campos del conocimiento, pero sí recuerdo de alguna de mis lecturas en la facultad, que gran parte de la terapia psicoanalítica consiste en hablar mucho, inclusive, muchas veces sin demasiada hilazón, y obviamente si es sobre la propia madre o abuela. A mi modo de ver, el psicoanálisis es como una especie de confesionario laico, de ahí no paso. El punto en concreto es ¿en qué consistía el procedimiento de la lobotomía, y realmente quiénes eran los beneficiarios de tal barbaridad?
El procedimiento se lo inventó Egaz Moritz, un médico portugués que se ganó el Nobel de Medicina por la invención de este procedimiento médico, y se sabe que a la primera persona que se la practicó fue a una prostituta. En su primer momento consistió en abrir un par de orificios en el cráneo para llegar al lóbulo frontal y desconectarlo del resto de las estructuras cerebrales, que son las estructuras que generan las emociones, y que funcionan como mediadoras entre las emociones y los actos propiamente dichos. En términos psicoanalíticos es suprimirle el Super yo al individuo para que ya no ejecute cosas que se salen del ámbito de lo normal. Los desconectaban literalmente y ya no tenían conciencia individual. Luego, esta técnica fue perfeccionada por un médico gringo, Walter Freeman, que modificó el procedimiento al introducir una especie de picahielo rompiendo el hueso de la cuenca de los ojos, porque a través de ese sitio también se alcanzaba el lóbulo frontal, y se podía realizar sin anestesia, muchas veces en diez o quince minutos, y de manera ambulatoria. Walter Freeman fue el maestro de muchos psiquiatras y neurólogos de su época, años treinta y cuarenta, que en ese tiempo eran prácticamente lo mismo. Por supuesto que todos los médicos y psiquiatras de esa época en Latinoamérica estudiaron con él.
¿Y cómo era que se llamaba el introductor de la lobotomía en Colombia?
Camacho Pinto.
Me parece casi perverso que este señor Walter fuera de apellido Freeman, que quiere decir hombre libre, cuando en realidad fue casi sin quererlo un carcelero de la mente, porque me imagino que esa debe ser la principal sensación de uno todo desconectado: estar encerrado en la propia mente. Leí también, que le practicaban la lobotomía no solo a personas con desbarajustes mentales, a todo tipo de desadaptados y marginales, sino que, inclusive, las personas que no mostraban muchas habilidades sociales eran candidatos para que les practicaran la dichosa operación. Según esos criterios, yo sería un abonado fijo para la puta lobotomía (Risas)
Creo que yo también (Risas).
Claro que hay que contextualizar y decir que en esa época no existían los medicamentos que existen hoy en día, y la locura en todos los tiempos ha sido un problema, no solo para los especialistas en estos desórdenes, sino para la gente del común. Tú sales a la calle en París o en Medellín, y te encuentras con un loco y lo primero que haces es que le sacas el cuerpo, pues todo el mundo le tiene miedo a la locura, y en la historia de la humanidad abundan los casos en los que los han encerrado, aislado, torturado, estigmatizado, montado en barcos a la deriva, y los asilos siempre han estado repletos. Lo que hay que decir también, es que a este señor Walter Freeman lo movían sentimientos que yo no dudaría de llamar humanitarios, porque su intención primordial era desocupar los manicomios y que algunos de estos loquitos pudieran estar de nuevo con sus familias en un ambiente menos sombrío.
Ahora, lo que me interesaba a mí era cómo la lobotomía es un procedimiento que afecta no solo al cerebro, sino que es un procedimiento bastante salvaje, además que juega un elemento moral que no se puede soslayar. Es decir, querer hacerle bien a alguien, normalmente un familiar, en nombre de un supuesto bienestar social, es algo que me parece súper fascista. Decidir por tu cuenta qué le hace bien o mal a determinada persona, o decidir qué es bueno o malo para tu cuerpo o tu mente me parece algo bastante invasivo.
… a este señor Walter Freeman lo movían sentimientos que yo no dudaría de llamar humanitarios, porque su intención primordial era desocupar los manicomios y que algunos de estos loquitos pudieran estar de nuevo con sus familias en un ambiente menos sombrío.
Efectivamente estos procedimientos eran súper brutales, tanto, que primero se realizaban en animales, a continuación, en mujeres, y si funcionaban bien, en los hombres. Hasta cierto momento la lobotomía se sostuvo porque supuestamente era para casos desesperados, pero desesperados en nuestra época son personas con depresión, o con problemas de adaptación, pero en el pasado eran mujeres que estas afecciones les impedían desenvolverse como se esperaba de ellas en las labores domésticas. A diferencia con los hombres, lo que estaba de fondo era el tema del control de la sexualidad, porque en los hombres, aparte de ciertas mistificaciones, el onanismo nunca ha sido un problema, al contrario de las mujeres, en el que la masturbación adquiere contornos de patología. Todo el tema del placer y la sexualidad femenina tuvo hasta hace pocas décadas un enfoque enfermizo.
Como lo hemos mencionado en varias ocasiones, en tu familia existe una gran tradición de médicos, psiquiatras y psicoanalistas, y en algún momento de tu vida te enrutaste por ese camino, propósito que no llegó a buen puerto, afortunadamente para el cine. ¿Cuál es tu acercamiento al fenómeno de la locura, lo consideras algo excepcional, o estás de acuerdo con el personaje de Chespirito, el loquito Chaparrón Bonaparte, que a cada rato repite: “Todos estamos locos, Lucas” (Risas)
Es un fenómeno muy complicado, comenzando porque la persona que me llevó a involucrarme en ese universo fue mi tío Álvaro, al que yo admiré profundamente, porque fue el que realizó, como lo sostengo en la película, una interesante conjunción entre el feminismo, el marxismo, la psiquiatría… fue un hombre muy de avanzada que quiso abrir los asilos y hospitales psiquiátricos. Lo que yo trato de averiguar en Ana Rosa es si su hijo Álvaro autorizó la lobotomía de su propia madre, porque eso fue una parte de lo que descubrí, y que fue justo por ese motivo que él se vuelve la clase de hombre en que se convirtió, para restaurar un poco el daño que hizo, porque después se dedicó a estudios muy concienzudos sobre la situación de las mujeres, escribió libros y grandes investigaciones; entonces, en el fondo, lo que quiero contar es que en el contexto social y cultural lo que mi tío Álvaro hizo, lo hizo porque pensaba que eso era lo correcto, sin embargo, en esos años ya se sabía que la lobotomía era un procedimiento poco confiable, ya existían estudios que ponían en entredicho esta operación. Entonces yo no culpo a mi tío Álvaro, pues la vida de Ana Rosa es como una tragedia griega, como Edipo.
Caí en cuenta que fueron pocos los miembros de tu familia que salen en la peli, a excepción del barbado, Eduardo, que también es psiquiatra, y el hijo de Ana Rosa, Ernesto. ¿Cuál fue la razón para que tan pocos familiares salieran en tu película, y de qué manera persuadiste a Eduardo y Ernesto para que se involucraran en este documental?
En mi familia no somos muchos, y tampoco tengo muchos tíos o primos. Los Villar Gaviria fueron cuatro hermanos, y uno de ellos es Ernesto, el que sale en la película, que nunca tuvo hijos. Ahora, para mí era muy importante que tanto mi tío Ernesto como mi primo Eduardo estuvieran en la película, en primer lugar, por su cercanía sanguínea, y segundo, porque mi primo es psiquiatra, y es el hijo de mi tío Álvaro, entonces él era en cierta forma el que autorizaba a darle curso a la película, porque, por ejemplo, yo puedo hablar libremente de mi papá o mi mamá porque yo poseo el 20% de ese patrimonio, y el resto 80%, es de mis otros cuatro hermanos. Lo mismo sucedía con mi primo, que poseía el derecho de hablar de su padre, entonces era muy importante tenerlo a él, porque es el mayor de mis primos, además era el único que tenía recuerdos personales de Ana Rosa, y porque era él el quien me daba acceso a la vida de mi tío. Desde el principio yo fui muy franca con él respecto a lo que estaba haciendo, le hice muchas preguntas, muchas de ellas incómodas, aunque reconozco, que siempre hubo muchas dificultades a la hora de cruzar ese umbral de misterio que existía en torno a la vida de mi abuela.
… era él el quien me daba acceso a la vida de mi tío. Desde el principio yo fui muy franca con él respecto a lo que estaba haciendo, le hice muchas preguntas, muchas de ellas incómodas …
Y respecto a tu tío Ernesto, se había replicado a escala el mismo proceso de arrinconamiento que se implementó con Ana Rosa, de oscuridad sistemática en torno a su figura, a punto de declararlo persona no grata al interior de tu familia. ¿Cómo fue la pesquisa para ubicarlo, y de qué manera planificaron su aparición para que tuviera esa contundencia?
La aparición de mi tío Ernesto fue un poco al azar, porque una sobrina mía había ido a La Cumbre, que es el pueblito en el que vivía, y alguien le había dicho que allí vivía un Villar, y después de mucho buscar y que no dar con él, pues le respondían que no conocían a ningún Villar…
¿Que el único Billar del pueblo era el de la cantina, o algo así? (Risas)
Total. Pero mi sobrina insistió hasta que dio con él y me aviso inmediatamente. Yo en ese momento estaba trabajando en la Universidad del Valle, y Oscar Campo lo que me dijo fue: “¿Qué estás esperando para ir a grabarlo?”, inclusive me prestó una cámara, y yo me conseguí una persona para manejarla. En ese momento no tenía muy claro cuál era el rumbo que debía seguir con Ana Rosa, al punto que cuando llegué a La Cumbre yo no lo conocía prácticamente de nada, tenía muy pocos recuerdos de él, no sabía cuáles habían sido las circunstancias de su vida, ni de su comportamiento con mis padres, no sabía qué problemas pudo haber entre ellos. Por ejemplo, a mí me contaban que llegaba a la casa de mis padres supuestamente para quedarse un fin de semana y se quedaba todo un año (Risas), o que pedía plata prestada y no la devolvía, en fin, todo eso podía ser verdad o exageración, pero era una condición inamovible que había que odiarlo, y que siempre perteneció a una esfera no muy grata de la mitología familiar, pero lo que yo no sabía de nada era la vida tan dura que le había tocado enfrentar, a mí nadie me puso al tanto de que su padre había muerto cuando mi tío apenas tenía ocho añitos, que se tuvo que ir con su mamá para Miami siendo muy jovencito, que nunca terminó sus estudios, en gran parte por esa vida tan incierta, que explicaría en parte, no por justificarlo, muchas de las cosas que hizo, y que lo fueron dejando de lado, de lado, de lado, hasta que finalmente desapareció prácticamente, porque durante mucho tiempo solamente un primo segundo lo contactaba de vez en cuando, pero nosotros nunca jamás.
Siempre he pensado que si yo hago documentales es por mi condición de marginal, pues la primera marginalidad es ser mujer, y pienso también que es desde la marginalidad que uno tiene una visión más completa, ya que si uno está en el centro no se ve nada, estás ciego, y fue esa marginalidad lo que me permitió ver y leer otras cosas en el mundo, a no creerme el relato y las mistificaciones de ciertas élites, a no tragarme las normas que rigen al mundo; entonces, esa marginalidad siempre me ha interesado, me ha gustado. Por ejemplo, en Diario de Medellín, lo que hice fue al margen de la ciudad, y fue allí donde conocí un montón de gente maravillosa, y por supuesto que en la locura también existe mucha marginalidad, mucho sufrimiento, generado en gran parte por el rechazo, por no ser aceptado como realmente se es.
Entonces cuando me encontré a mi tío me dije: ¿Cómo es posible que mi tío diga que vive en La Cumbre si ha caído tan bajo? (Risas), y lo más curioso fue que me entendí de maravilla con él, desde el primer minuto. Fue una cosa muy cálida, muy corporal, y ya después sí comenzó a contarme un montón de cosas, y se notaba que estaba muy contento de hablar, porque nunca nadie lo había escuchado, y fue muy bello porque él al poco tiempo murió y por lo menos tuvimos ese último encuentro.
Y desde el trabajo de producción, ¿quién o quiénes tuvieron que realizar las gestiones para acceder al asilo de locas, y que este lugar tan sombrío, pero tan impresionante, estuviera en tu película?
La investigación comenzó con la lectura de muchos libros, informes, y en esa búsqueda di con Angélica Ospina, que aparece en la película, una persona absolutamente maravillosa, y ella fue la que me abrió las puertas a muchos asuntos, y me posibilitó entender muchas cosas que yo no entendía y, finalmente, me brindó el acceso a los lugares en los que estaban muchas historias clínicas, y me encaminó de la mejor manera en el resto del proceso de investigación. Por otro lado, aparte de la investigación, había que filmar, entonces ya una comienza a pensar en la mejor forma de encarar las cosas, y yo había oído mencionar que existía un asilo de locas y fui a buscarlo y no encontré nada, quedaba solamente esa palmera que se ve en el documental. Ya después supe que el asilo había sido trasladado a Sibaté, donde funcionaba en ese entonces el asilo de hombres. Sibaté fue un pueblo que se construyó para los locos. Sibaté fue primero un manicomio y después un pueblo para el personal médico. Desde esa época, las cosas están muy cambiadas en el asilo, aunque ahora mantienen la puerta cerrada, no para que no se salgan los locos, sino para que no se entren (Risas). Eso está completamente clausurado, y se cuentan historias de fantasmas y aparecidos.
… comenzó a contarme un montón de cosas, y se notaba que estaba muy contento de hablar, porque nunca nadie lo había escuchado, y fue muy bello porque él al poco tiempo murió y por lo menos tuvimos ese último encuentro.
Creo que depende institucionalmente del ICBF. Nosotros supimos que un tiempo antes un equipo encabezado por María Angélica había ingresado al asilo y lo que encontró fue un caos absoluto: las historias clínicas estaban arrumadas de cualquier manera, además estaban humedecidas, con manchas de moho. A nadie le importaban estos documentos, pero en el momento en que los investigadores, antropólogos o historiadores mostraron algún interés por estas historias, ahí sí fue Troya, de un momento a otro se convirtieron para la institucionalidad en un “tesoro”, y ya no se podían consultar, y dizque para proteger a los pacientes que nunca protegieron, desplegaron toda una maraña de impedimentos para conseguir el acceso al asilo, y se volvió una vaina bastante difícil, a mí personalmente me tocó hacer mil malabares, porque no querían mostrarnos las historias clínicas para nosotros poder recrearlas, supuestamente con el argumento de defender la integridad y dignidad de personas por las que nunca se interesaron. La mayor prueba es que esas mujeres que ellos dicen defender están hoy día en una fosa común.
Fue un trabajo muy, muy difícil. Para lograr ingresar finalmente al asilo, o a lo que queda del asilo de Sibaté, yo tuve en Colombia el apoyo de los productores de Perrenque Media Lab, que era la gente de los recursos para el rodaje, y ya la gente de Francia, L’atelier Documentaire, la del dinero para la posproducción. Los de Perrenque fueron los que se metieron a fondo a guerrearse el acceso al asilo, para yo poder entrar a rodar. Ellos realmente fueron los que dieron esa dura batalla.
El otro testimonio que es muy vital en tu peli es el de María Angélica, la investigadora y posterior paciente de una clínica de reposo, sometida a una brutal medicación, y que, gracias a su temple y a su vocación artística, logró salir de ese horrible lugar, pues ella cuenta en la película que fue gracias a un cuaderno y un lápiz que logró evadirse de ese pozo tenebroso. ¿Cómo articulaste su aparición en Ana Rosa, y cuál fue su reacción al verse en pantalla dando ese testimonio tan crudo pero tan inspirador?
Cuando comencé la investigación obviamente comencé con google y, buscando, di con un artículo llamado El notable daño al buen servicio [María Angélica Ospina Martínez], que cuenta más o menos que es un síndrome con el que se designaba a las mujeres colombianas de los años treinta y cuarenta que no eran buenas, según las normas sociales, “para dirigir un hogar, para atender al marido y para levantar a los hijos”. Cuando leí ese artículo me interesó demasiado, y me enteré que su autora era profesora en la Universidad Nacional, le escribí un correo en el que me presenté y la puse al tanto de mi intención de realizar una película, y le conté lo que sabía de la historia de mi abuela. Para mi sorpresa, inmediatamente me respondió, y no puedo decir que fue amor a primera vista, sino amor a primer oído, porque la primera vez que hablamos fue por teléfono, y desde el principio fue muy generosa, y fue la primera persona con la que me encontré una vez regresé a rodar.
… di con un artículo llamado El notable daño al buen servicio [María Angélica Ospina Martínez], que cuenta más o menos que es un síndrome con el que se designaba a las mujeres colombianas de los años treinta y cuarenta que no eran buenas, según las normas sociales …
Hasta ahí yo realmente no sabía su historia, fue con el paso del tiempo que hablábamos más y pasábamos más tiempo juntas, que me contó toda su historia referente a ese momento tan duro de su vida, y en ese instante, te cuento, que yo me quedé sin saber si ella me iba a contar esas cosas tan íntimas en la película. Obviamente, yo quería que ella saliera, porque hasta ese momento el mayor problema que se me había presentado era cómo iba a encarnar a Ana Rosa.
Y ella era un ejemplo vivo de tu abuela en la actualidad
Exacto. Y ella lo que consiguió en la película fue una transición histórica del pasado remoto de la investigación a la actualidad, porque el caso de ella era reciente, y ella lo cuenta muy bien, pues afortunadamente en Colombia ya no se practican las lobotomías, pero esas drogas psiquiátricas son como lobotomías químicas, y la forma en cómo le daba vigencia a la historia de Ana Rosa era capital, pero yo no podía forzarla, y finalmente aceptó, y fue como un regalo para la película. Lo que sí hice fue que le dije: “Tú vas hasta dónde quieras”, y creo que se liberó de muchas cosas que la agobiaban durante la película, pues ella ya había escrito un libro sobre el tema, pero un libro científico es una cosa más restringida para el público, y de pronto una peli si alcanza más divulgación. Yo creo que quedó muy contenta, porque yo salgo de todas las proyecciones y mi impresión es que todo el mundo la ama. Todo el mundo la quiere tanto como yo.
La otra faceta de Ana Rosa es la presencia de diversas imágenes de archivo, desde las más de contexto como las de Honda, hasta las grabaciones de las loquitas, y, sobre todo, las de esos procedimientos tan salvajes, en especial las del final, que me dejaron ufff, jueputa, conmocionado. ¿Cómo rastreaste estas imágenes, y cuál fue el costo económico para que estuvieran en Ana Rosa?
Hay tres tipos de imágenes de archivo en la peli. Las primeras fueron las de mi viaje a Washington, porque yo quería entender quién era este señor Freeman, y en la biblioteca encontré mucha información sobre él, tenían una colección gigantesca, yo me quedé unas tres semanas leyendo y mirando libros en los que se describían paso a paso los procedimientos de la lobotomía, están los dibujos, la forma cómo se ideó el procedimiento, las cartas que le mandó a mucha gente. Freeman puso en práctica algo que ya había hecho Charcot en Francia, y fue elaborar un registro fotográfico. En el caso de Freeman, un registro audiovisual de las enfermas, la mayoría catalogadas como histéricas, y filmó antes, durante y después de las lobotomías. Eso lo vine a descubrir allá en los Estados Unidos, y la verdad fue un proceso bastante agotador, y ahí fue también que me enteré que el 85% de las pacientes sometidas a lobotomías eran mujeres.
Una de las cosas que más me llamó la atención era el concepto que Freeman tenía sobre el concepto de sanar, de curar a alguien cuando se le considera loco, y yo me pregunto: “¿curarlo es traerlo de retorno a la sociedad, curar es castigarlo, curar es que se sienta mejor, o curar es apaciguarlo?”.
Entonces cuando yo veo esas imágenes y observo la forma cómo Freeman registró a esas mujeres, en especial las que salen en Ana Rosa, la que filma toda rabiosa en una esquina de un cuarto, porque es una puesta en escena muy curiosa, en la que aparentemente la mujer no tiene salida, tú ves esa imagen y es muy impactante, cinematográficamente hablando, pues la mujer no tiene salida, está arrinconada; en cambio, cuando se “cura”, y está en compañía de la enfermera, hay una ventana atrás, es otro tipo de luz, que a mí me dejó la inquietud: ¿Este tipo es un cineasta o lo hizo maravillosamente bien, de una manera muy intuitiva? Y la forma cómo al final muestra que la paciente está curada, que ya es una buena house keeper, una buena ama de casa que ocupa su tiempo tejiendo y cuidando al bebé. Para mí esas imágenes resumían una buena parte de mi película, eran una especie de bisagra entre lo que se llamaría una situación patológica, una persona desequilibrada, y lo que podríamos llamar una persona curada. Esas imágenes fueron para mí indispensables.
Obviamente, después comencé a buscar en Colombia y, por supuesto, acá nunca nadie había registrado el procedimiento, pero sí entendía que acceder y conocer la historia del asilo de locas era fundamental para entender un poco cómo se instrumentalizaron las lobotomías en Bogotá. Ya buscando propiamente imágenes tanto en Bogotá como en Sibaté, había realmente muy poco, y lo que había, estaba en Patrimonio Fílmico, y es justo reconocer que fue Federico Nieto el facilitador, que hace parte de Perrenque Media Lab, hijo de Jorge Nieto, el investigador que fundó Patrimonio Fílmico, entonces él se mueve allá como en su propia casa, y me ayudó mucho en ese aspecto del acceso, y también por sus costos, él se encargó de negociar directamente esa parte.
El resto de imágenes de archivo las quería para evocar a Ana Rosa, porque yo no tenía nada de ella, y no quería encarnarla con una actriz haciendo el personaje, porque para mí eso era como quitarle identidad. No quería crear un personaje de ficción, eso era impensable para mí. En esa labor de evocación el piano fue fundamental, porque ella era pianista, y lo que hicimos fue conseguir una pianista a la que nunca se le viera la cara. Por supuesto, en vista de que no tenía registros personales de Ana Rosa, entonces lo que hice fue recorrer los sitios en los que seguro estuvo en vida; como ella nació en Mariquita y conoció a su marido en Honda, fueron lugares por los que ella transitó; y ya, por ejemplo, las imágenes del 9 de abril, cuando ella regresó de Miami, que se muestra a una Bogotá totalmente destruida, era también una forma de dar cuenta y de evocar la destrucción de su propio cuerpo y de su propia mente. Esas imágenes también son de Patrimonio Fílmico.
El resto de imágenes de archivo las quería para evocar a Ana Rosa, porque yo no tenía nada de ella, y no quería encarnarla con una actriz haciendo el personaje, porque para mí eso era como quitarle identidad.
Y sobre tu presencia física en Ana Rosa, sobre todo al final que te enfermaste y todo, y así uno no lo quiera está más vulnerable, ¿en qué momento decidiste que era acertada esa decisión así te tocara salir tan expuesta en cámara?
Efectivamente me enfermé, y a la misma edad de mi abuela. Para ese momento yo tenía muy avanzado el proyecto, pero todavía no había decidido qué tan grande iba a ser mi participación frente a cámara, porque para ese entonces mío tío Ernesto todavía era el protagonista que iba a contar muchas cosas. Pero él finalmente murió, y hubo que hacer ajustes sobre la marcha. Yo sabía que mi presencia y mi voz iban a estar presentes, pero fue un azar que llegó la pandemia, lo que postergó el rodaje, y justo se muere mi tío, y ya al final me enfermé yo.
Recuerdo cuando llegué al hospital y me hicieron los primeros exámenes, y pensaron que era como una especie de tumor, y finalmente llegaron a la conclusión de que era una meningitis, pero en todo caso me iban a hospitalizar en Neurología, y cuando entendí de qué iba el asunto, saqué mi celular, y como uno de los síntomas, aparte del vértigo y una especie de parálisis, era que yo veía todo doble; entonces le dije al camillero que me hiciera el favor de hacerme de camarógrafo, y él todo formalito me hizo tres dollys completos (Risas) hasta que quedó bien.
Esa situación de estar hospitalizada inclusive me hizo separarme de mí misma y de mi enfermedad, y preguntarme, “¿cómo es posible que esto me esté pasando a mí”, pero también pensaba, “por lo menos estoy viendo doble pero le puedo preguntar a la gente para dónde me llevan, qué tipo de exámenes me iban a practicar, qué tipo de medicamentos me iban a suministrar”; tan diferente a la situación de mi abuela y de tantas mujeres de su época, y ahí, en ese instante, entendí en carne propia algo de lo que pudo haber sentido Ana Rosa.
Por eso fue que decidí aparecer en la parte final.
Comencé preguntándote por el misterio y el recelo que causaba la sola mención del nombre de tu abuela Ana Rosa en el núcleo duro de tu familia, y todo lo que les costó adaptarse a la idea que estabas haciendo una película sobre ella. ¿Cuáles fueron las reacciones de tus parientes más cercanos cuando vieron la película, los que la han visto, por supuesto?
La primera, fue de sorpresa. Yo hice una primera proyección a puerta cerrada en la que estaban mis hermanos, y la gente que sale en la peli: María Angélica, algunos de los médicos, en fin, muchos de los que registré durante el rodaje. Al principio es muy raro, porque era a la vez lo que ellos estaban sintiendo y, al mismo tiempo, tratando de entender lo que estaban sintiendo o leyendo los otros, porque nadie sabía muy bien en dónde estaban los límites. Lo que ellos me han dicho me ha parecido muy generoso, mis tres hermanos me han apoyado, pese a que creo que en cierto momento les costó trabajo, porque albergaban mucho miedo de que yo enjuiciara a mi tío Álvaro. Ese era el punto álgido de la historia, y mi tío hace parte de un mito gigantesco en mi familia…
El capitán de la familia, como dices en algún pasaje en la peli.
Totalmente. Y él, mejor que nadie, encarna parte de esos mitos, porque existen otros mitos al interior de mi familia, pero el de mi tío es de los más fuertes, y ese es el verdadero problema cuando tocas a tu propia familia, y es que desbaratas una parte del mito familiar, sobre todo, porque cuestionas sus pilares. De todas formas, yo creo que ellos lo entendieron, y espero que lo sigan entendiendo de esa manera, y es que efectivamente yo me tomé la molestia de contextualizar la historia, y no es un juicio directo a mi tío, pese a que todavía me cuesta aceptar que dio su autorización para que le hicieran la lobotomía a su propia madre.
Y también me pongo en los pantalones de ellos, si viviera en aquella época y tuviera un pariente enfermo, que la estuviera pasando muy mal, con síntomas bien difíciles de manejar… es una situación bien complicada. Y en esa búsqueda de soluciones puede que lo termines recluyendo en algún lugar bien horrible, o suministrándole alguna droga bien brutal, y después, sintiéndote como una mierda. Creo que ellos entendieron lo que yo intenté plasmar y era más o menos esta reflexión: “¿Qué podemos hacer nosotros que estamos medianamente bien de la cabeza (Risas) por la gente a la que no le funciona de la mejor manera?”