Esposas, de Juan Rocha

Lo que une la muerte

Danny Arteaga Castrillón

La muerte puede ser un motivo de reencuentro, una manera de combinar dolores, ponerlos ahí a palpitar entre el diálogo. Esa suerte de intimidad, mezclada con nostalgia, como la de aquellos funerales en los que coinciden honestos allegados, irradia en Esposas, de Juan Rocha, una película que pone todo su énfasis estético en el fluir instintivo de la relación de tres mujeres que, luego de mucho tiempo, se reúnen tras las exequias de una amiga en común que recién había muerto de una falla cardiaca.

 

Tal vez la experiencia con la película es similar a esas relacionas de amistad que inician con cierto resquemor, pero concluyen con una afinidad duradera. En efecto, al principio cuesta un poco empatizar con los personajes, sobre todo cuando se introduce a cada una, individualmente, en el asiento posterior de un carro, de camino al entierro, antes de reunirse. De repente las tres, desde los respectivos vehículos, se comunican telepáticamente, sin mayor asombro, y entablan un diálogo cotidiano, apenas recreado por la expresión de sus rostros. Se percibe en ese momento cierta falsedad en la voz del pensamiento, que no se acerca a la extrañeza que, suponemos, se reflejaría en una conversación de esa índole, parecida en este caso más a la de una llamada telefónica o a simples mensajes de voz.

 

No obstante, aquel componente fantástico, que no deja de ser osado, es quizás una manera precisamente de ironizar sobre ese desencantamiento propio de un dispositivo electrónico en medio de las reflexiones a distancia en situaciones tan frágiles como estas de la muerte. Es tal vez también un símbolo de lo estrecha que puede ser la relación entre las tres amigas, a pesar de la distancia que las había separado tanto tiempo, por sus matrimonios, por el ritmo azaroso de sus vidas. O quizás ese universo en blanco y negro, ese arribo inesperado de la tragedia, ha interrumpido las lógicas de la realidad, incluida la intromisión de un hecho fantástico, que, igual, no altera el sentido de la historia: una reflexión profunda sobre la amistad y la muerte.

 

Es cuando están juntas, también en el asiento trasero del vehículo, donde empieza a evidenciarse el carácter de Julia, Silvia y Mariana, como se llaman las tres amigas. Poco a poco, sin darnos cuenta, logramos olvidarnos de buscarle grietas a la actuación y nos contagiamos de su sensibilidad: las insatisfacciones de una, los temores de la otra, la inestabilidad de la tercera, pero sobre todo la manera como las ha tocado la muerte de su amiga. Ese momento en el carro, esa estrechez, esa casi claustrofobia, en medio de sorbos de licor que una de ellas saca de su bolso, más los constantes primeros planos de sus rostros (son contadas las imágenes en las que no esté presente alguna de ellas), nos sumerge en la intimidad de una vieja amistad, no nos permite escapar. Nos aferramos, entonces, por completo a los personajes, mientras perfilamos en silencio sus personalidades, nos familiarizamos con su voz, adivinamos incluso su pasado; un peso que sin duda llevan a cuestas las actrices (Beatriz Carvajal, Sirley Martínez y Nelly Vargas), junto con la espontaneidad que les imprimen a sus personajes. Todo esto, en últimas, conduce el devenir de esta historia.

 

De forma gradual vamos sintiendo las diferentes formas de ese sentimiento: el de la pérdida, el de la nostalgia, ese extraño oxímoron que es el sentimiento de la alegre tristeza por haber perdido su amiga y al mismo tiempo sentir el calor de estar de nuevo juntas. Así, las personalidades se van transformando o revelando, ocupan con firmeza su lugar, el lugar extraviado en la rutina de sus vidas, pero que se reactiva y florece al estar unidas. Así, de un momento a otro, sin notarlo, los personajes han alcanzado una auténtica naturalidad, muy distinta a las voces impostadas del momento telepático del inicio. Son genuinos los suspiros, los quiebres de voz, los gestos y hasta las risas; son todas estas expresiones espontáneas en los personajes, pero que al mismo tiempo predecimos o, más bien, reconocemos porque son, al final, manifestaciones propias en cualquiera de nosotros cuando nos enfrentamos a esas súbitas dosis de confusa melancolía con las que nos sorprende a veces la vida.

Así, de un momento a otro, sin notarlo, los personajes han alcanzado una auténtica naturalidad, muy distinta a las voces impostadas del momento telepático del inicio. Son genuinos los suspiros, los quiebres de voz, los gestos y hasta las risas;

Hay también una cierta carga poética. Opera casi como una cortina o una transición para salir del flujo constante del diálogo e introducirnos en otros episodios de la conversación o en otro de los pocos escenarios. Son reflexiones sobre el alma y la eternidad, sobre el andar fugaz en el mundo. Resuenan en una voz en off, que bien podría ser la de Sara, la amiga muerta. Acaso susurra desde la eternidad mientras gravita entre ellas, como nos lo hacen ver en sus diálogos y como lo hacemos nosotros cuando queremos creer que nuestros muertos se han diluido en la invisibilidad del entorno. Tal vez esa poesía busca después volverse imagen en ese instante íntimo de locura y borrachera, de fragmentos confusos de imágenes y distorsiones, quizás el clímax de la película, donde pareciera que las tres se hubieran convertido en ebrias nigromantes con el propósito precisamente de conectar con esa voz, con esa alma, a la cual creen estar unidas, hasta caer después en el sopor de la resaca.

 

Es en ese agotamiento, cuando ya el dolor se ha vuelto resignación, donde las tres se perciben más transparentes, sobre todo Mariana, la que ha revelado un carácter más contradictorio, la que carga el licor en la cartera, la que propicia el ritual, la que confiesa su insatisfacción por su “condición” de ser esposa. Hasta ahora la mención de sus maridos, incluido el de Sara, es fugaz, imperceptible, apenas anecdótico, y no había hasta ese momento una pista que nos remitiera con mayor contundencia al título de la película. Después, de nuevo a través de aquella voz susurrante, surge una reflexión más directa, como para reafirmar el tema: “Esposas, ¿qué es eso?, ¿un cargo, una institución, una tradición, una suerte, una mala suerte, una suerte tradicional institucionalizada?”.

 

Es aquí donde brotan entonces los interrogantes sobre el vínculo de la “condición” de esposas de los personajes con su luto y con el reencuentro. ¿Si no estuvieran casadas habrían tenido acaso otra actitud frente a la muerte de su amiga?, ¿quizá nunca se habrían separado y no las perseguiría la culpa de haber dejado tantos espacios vacíos entre ellas?, ¿qué hace que esa “condición” les otorgue una sensibilidad distinta? O, tal vez, el título más bien apela a aquello de lo que se huye, aunque sea de forma temporal. Así, gracias a la partida del ser querido, entonces, las tres dejan de ser esposas para entrar con libertad a esa sororidad que siempre prometen recuperar, aunque el título siga pareciéndonos un presagio, incrustado ahí en el borde de la historia como un inri que nos recuerda la dificultad de mantener unido aquello que el tiempo ya ha fragmentado.