David Guzmán Quintero
Fito Páez tiene la teoría de que, en algún momento, en épocas bien lejanas, las tribus hacían sus vidas rutinariamente (como ahora se escurren las nuestras de lunes a viernes), pero al llegar, digamos, el viernes o el fin de semana, a alguien le tocaba guiar al resto a través de viajes musicales, poéticos, literarios, teatrales… Y eso llegó a ser lo que ahora muchos nombran “espectáculo”. Luego, algún director me dijo, refiriéndose justamente al FICCI, que esto era el paraíso: fiesta en la noche, mar en la mañana y cine en la tarde. Es por esto que los festivales siempre significan un retorno a lo que existe, a lo que siempre ha existido: la ebriedad –poéticamente hablando, obvio–, el goce.
Como puede suceder con cualquier lugar que cargue a cuestas una vasta historia, en Cartagena, retazos de vida parecen quedar reposando en las calles oblongas del centro o en los espolones del mar. Desde que empecé a ir al FICCI, no puedo evitar imaginar a Andrés Caicedo saltando de proyección en proyección o a Mayolo gritando “Público hijueputa” en plena exhibición de Saló. Y así, cada Festival, como si lo arrastrase las olas del mar, se lleva consigo lo que involucra cualquier evento, en este caso, de cine: la gente, la música, el vallenato, el mar, las cervezas, los cabeceos en la sala, las comuniones, el regocijo, los tumbos por ebriedad a lo largo y ancho de la ciudad, aquellas películas que naufragan ante nuestros ojos.
Todo muy romántico. Como siempre, se degusta la nostalgia. El vacío al volver.
Bueno. En fin. Supongo que lo anterior, aunque inaportante y torpemente poético, se integra a las experiencias de cualquier FICCI, incluyendo este.
Este año el calentamiento global fue misericorde con el evento. Recién la semana anterior, la sensación térmica había sido de 42°, más de 10° respecto a la de la semana del festival. Y así, Cartagena abrió sus puertas de nuevo a estudiantes de todas las partes de Colombia, a realizadores y realizadoras de todas las partes del mundo y, una parte imprescindible de los eventos artísticos, al público aficionado que tal vez se coló a alguna función tras no tener nada mejor que hacer. Y, como no puede ser de otra manera, el cine fue el medio y la excusa.
Este año el FICCI tomó una nueva dirección artística. Extrañé varias cosas del FICCI anterior. La categoría “Omnívora” parece haber sido reemplazada por “Spaces of time”… Parece. La sección de clásicos estuvo desabastecida: casi extrañé cuando vi Los 400 golpes al aire libre y con un vendedor de piña colada gritándome al oído. La de “Hecho en casa” parecía abrirse paso como un albergue de películas con cándidas pretensiones inocentes, que respondían a una necesidad desesperada de expresión desentendida de presupuestos y financiaciones; y algo similar sucedía con “La gente que hace cine y lo que el cine le hace a la gente”, que también trajo propuestas tan inocentes como provocadoras; ahora vino una sección de cortos universitarios (anteriormente llamada “Cortizona), que, con todo y mis opiniones acerca de (y, sobre todo, en contra de) la academia, es loable que el festival más antiguo de Latinoamérica siga abriendo esa ventana a la realización emergente.
Este año, por lo demás, persistieron las categorías de “De indias”, “Cine afro”, “Cine indígena”, los filmes iberoamericanos, colombianos e internacionales, etcétera. Asimismo, y es algo en lo que quiero detenerme especialmente, persistieron los focos y las retrospectivas. Este año fueron a los cineastas Nele Wohlatz, Leonardo Martinelli, Lois Patiño, Gustavo Vinagre y a un 2×1 de Valeria Sarmiento y Raúl Ruiz (¡Cuánto le debemos a Raúl Ruíz en Latinoamérica!); sin embargo, hubo otro nombre: el de María Lassnig, que no es tan cineasta como pintora; lo resalto porque a lo largo de su historia, el cine ha sido el medio de expresión de otros varios artistas (solo mencionemos a Fernand Léger y al mismísimo Dalí), por lo que esta es verdaderamente una apuesta riesgosa que sí que refresca el panorama. Incluso encontró un lugar la poetiza Raven Jackson con su preciosa ópera prima: All dirt roads taste of salt.
… una sección de cortos universitarios (anteriormente llamada “Cortizona), que, con todo y mis opiniones acerca de (y, sobre todo, en contra de) la academia, es loable que el festival más antiguo de Latinoamérica siga abriendo esa ventana a la realización emergente.
Finalmente, homenajearon a Sergio Cabrera por motivo de los treinta años de La estrategia del caracol (aunque, extrañamente, solo proyectaron Ilona y Todos se van), al increíble y ascético Asghar Farhadi y a Isabel Coixet.
Bien, pues salvo los primeros párrafos, en los que menciono esa parte de integración humana intrínseca a las celebraciones, podrán haberse dado cuenta (o no, y sería más grato) de que este fue un festival de cine. El año pasado manifesté una profunda decepción con el Festival, pues se estaba contaminando de charlatanerías como Master Classes con énfasis en redes sociales, aciagas cuotas de género, espacios cedidos al crispeterismo recalcitrante del showbusiness, etcétera. Hablé de que el FICCI estaba insistiendo no en un cine vivo, sino en un cine resucitado, herrumbrado o en estado vegetal. Bien, pues la nueva dirección artística de Ansgar Vogt ha optado por un cine vivo. Sigamos optando por el acceso a aquellas experiencias de las que nos ha vedado la condescendencia malintencionada de la “industria”: por el cabeceo en la sala, por la lucha en contra de los párpados, por cierta compinchería heresiarca, por la formación de un callo en el culo… Sigamos optando por un festival no apto para necrófilos.
Por eso y por acercarnos a una comunión a través del arte, cuyas memorias quedarán reposando (por un tiempo) en las calles donde el tirano mandó, gracias al FICCI.
Gracias, sobre todo, a lo que atrajo el FICCI.