Lina María Rivera
¿A qué mujer nunca le han dicho “perra”? ¿Quién no ha fantaseado con serlo y a cuál no la ha atormentado la culpa cuando lo ha conseguido? Podría decirse que, a casi todas, incluso a las más recatadas o virginales. Aquella palabra ronda nuestra vida desde la juventud hasta la vejez, transformando su significado e impacto en nuestra identidad y forma de habitar el cuerpo. Alternándose entre una fuente de poder y humillación. Por ello, el cortometraje animado de coproducción colombo-francesa La perra, de Carla Melo (2023), más allá de ser un hito en festivales y reconocimientos internacionales, es un testimonio conmovedor sobre las vulnerabilidades, conflictos y fortalezas de la feminidad a lo largo de la vida, en un mundo que a menudo nos reduce a estereotipos y expectativas restrictivas.
Este relato íntimo, que surge desde la propia experiencia de la directora. Cuando en su vida confluye la llegada de su perra, Conga, a los once años, la separación de sus padres y el inicio del descubrimiento de su sexualidad y sensualidad. Se transforma trece años después, en la semilla de una obra contundente que, a través de una narrativa audaz y provocadora, nos interpela con un viaje emocional donde el vocablo “perra” se convierte en un símbolo cargado de significado contradictorio. En un formato experimental y artesanal, como lo es la animación cuadro a cuadro, realizada en tintas durante un proceso total de dos años y ocho meses.
La elección de Carla de personificar a las protagonistas de La perra como figuras animales y casi genéricas es un elemento clave que contribuye a la universalidad y accesibilidad de la historia. Al representar a los personajes de esta manera, la directora permite que cada espectador proyecte su propia imaginación y experiencia en la pantalla, incentivando el recuerdo y la introspección.
Este enfoque no solo fomenta la empatía y conexión emocional con el cortometraje desde la subjetividad y la memoria, sino que también trasciende las barreras culturales y lingüísticas, llegando a un público diverso en todo el mundo. Las formas animales, desprovistas de rasgos específicos que se esparcen como bocetos, actúan como lienzos en blanco sobre los cuales cada individuo puede proyectar su propia identidad y experiencia. Dejando espacio para la interpretación individual, la película se convierte en una experiencia profundamente personal, permitiendo que para cada espectador La perra sea de algún modo diferente y única.
En aquella relación dual entre el deseo y la mirada, nos transportamos a una casa en la que habita una niña, una madre y una perra. Fluctuando entre la culpa, el juicio y el amor, así como la misma técnica, trémula e inquieta. Sin embargo, en lugar de adoptar un punto de vista masculino para emitir el juicio de “perra” sobre los personajes, y a pesar de que Carla no intenta esconder ni romantizar el sexo y las relaciones con los hombres, elige narrar la historia únicamente desde la perspectiva femenina. Explorando la complejidad de su experiencia desde diferentes ángulos, mientras enfatiza cómo la comunidad de mujeres ejerce control sobre otras mujeres, estableciendo normas y expectativas limitantes sobre lo que significa ser mujer. Al mismo tiempo, explora cómo la búsqueda por la aprobación y atención masculina nos convierte en las carceleras de nuestras propias expectativas y estereotipos.
Es así como la casa trasciende su significado para representar poéticamente una cárcel para el cuerpo e identidad femenina. Al mismo tiempo que se entrelaza con la emblemática frase de Myriam Reyes en su poema No soy dueña de nada, que expresa: “Mi casa es este cuerpo que parece una mujer, no necesito más paredes…”. Para transformar la casa en una metáfora del cuerpo femenino, siendo un espacio íntimo donde se refugian las contradicciones, el dolor y el éxtasis de ser mujer. Encerrando una paradoja intrigante: a veces, las paredes que nos aprisionan no son físicas, sino que residen en nuestra propia mirada y perspectiva hacia nuestro cuerpo, nuestra libertad y nuestra experiencia personal. Siendo este microcosmos, el espacio en el que se resalta la declaración feminista sobre cómo “lo personal es político”.
Al mismo tiempo, explora cómo la búsqueda por la aprobación y atención masculina nos convierte en las carceleras de nuestras propias expectativas y estereotipos.
La relación entre la madre y la hija, mediada por la presencia de la perra, adquiere un sentido figurado profundo que se refleja en el parecido físico entre la madre y la hija, que es casi idéntico. Promoviendo la reinterpretación de aquellos personajes como dos versiones de la misma mujer, cada una luchando por prevalecer sobre la otra. La idea de una mujer dividida en dos aspectos de sí misma, cada uno con sus propios deseos, miedos y conflictos internos, en un contexto de lucha interna y dualidad, es especialmente reveladora en la escena del espejo. Madre e hija, una frente a la otra, enfrentándose física y violentamente entre sí para deshacer y modificar la imagen opuesta. Sin embargo, esta lucha resulta en vano y, por el contrario, solo permite reafirmar la transgresión y dolor interior que surge de la lucha contra nuestra identidad compleja y a veces contradictoria.
Es precisamente en ese deseo de reconciliarse con una misma que La perra plantea preguntas provocadoras sobre la sexualidad, el poder y la identidad femenina, ofreciendo una reflexión profunda sobre el papel del género en la sociedad y en la familia, haciendo énfasis en la forma en que las mujeres navegan por las complejidades de su propia existencia. Con una suerte poética, esta reconciliación consigo misma se une a la muerte de la perra, que ya no seguirá mediando esa relación, sino que se queda dentro de aquella mujer dual que poco a poco irá unificando su identidad al abandonar aquella mirada pueril sobre lo que significa “ser hija, ser madre, ser perra. Volverse mujer”.