Memento mori, de Fernando López Cardona

Memento vivere in Colombia

Sigifredo Escobar Gómez

 

Caronte, en la mitología griega, es el encargado de transportar las almas de los fallecidos al Tártaro. En Memento mori (2024), nos encontramos con una versión criolla de este personaje, cuya tarea, según vemos en pantalla, es llevar a los N.N. encontrados en las orillas, al pueblo que los acoge como última morada. A diferencia de Caronte, el barquero de la película no cobra una moneda de oro, ya que en este universo ficcional llamado Puerto Berrío, más que el dinero, importan los favores espirituales e imperan la voluntad y la solidaridad.

 

Para un cuerpo rescatado, la primera morada, luego de salir del rio, es el hospital, donde lo analizan, lo pesan y lo registran para luego llevarlo al cementerio. La muerte, para los habitantes de este pueblo, se ha vuelto habitual y la larga exposición a su horror ha hecho que, como acto de resiliencia y lucha contra el anonimato, tomen como hijos adoptivos a estas almas perdidas, dándoles un nombre o un apodo, hablándoles y ayudándolos con sus oraciones a transitar al más allá. El silencio del cementerio se ha transformado en un murmullo constante de personas que, con sus rezos, esperan que sus hijos adoptivos puedan descansar en paz. Inevitable entonces pensar en este proceso como un “renacer”, renacer en un mundo más allá de la muerte.

 

Memento mori, en español: “Recuerda que vas a morir”, es una frase en latín que proviene de la filosofía del estoicismo, recordándonos que somos mortales, finitos, y que la muerte está a un solo movimiento de gatillo de distancia. El Animero encarna esta frase, y trabaja todos los días para evitar llegar al infierno al que se siente condenado. El conflicto de la película se centra en encontrar la cabeza de un hombre que, la misma película nos revela, es el hijo del Animero. Dicha cabeza se encuentra en poder del Moro, un personaje descrito como un ser siniestro y oscuro. Su morada está ubicada en el mundo de los espíritus, al que solo se puede llegar muriendo. Como en tantos relatos de la mitología griega, donde el héroe debe entrar al inframundo y rescatar de éste a alguien, el Animero debe arrebatarle al “diablo” la cabeza de su hijo para así ganar las indulgencias por abandonarlo hace treinta años.

 

En este sentido, la película no es metafórica, sino explícita y por momentos, expositiva, pues por medio de diálogos entre el Animero y su hijo, o el Animero y el Moro, nos cuentan los detalles de la historia que no han quedado claros. Sin embargo, a pesar de su explicitud, la película se torna por momentos confusa, y esto hace que, para la mayor parte de la audiencia, no quede claro lo que está pasando. Una posible razón para esto puede ser el trabajo de montaje, que falla en la mayor parte de la película. Si bien la alternancia de narradores en varios momentos de la película no es nueva, como hemos visto en películas como Elefante (Elephant, 2003), en Memento mori, el montaje no aclara completamente las secuencias, lo que obliga al espectador a reconstruir la historia, y mientras este proceso mental ocurre, se pierden detalles importantes de la narrativa.

 

Por otro lado, la fotografía destaca por contar con composiciones cuidadas, y el manejo de la luz alcanza su momento más interesante y expresivo cuando se inserta el misticismo de la noche. Las velas juegan un papel importante en la creación de una atmósfera lúgubre y evocadora, tanto en el pueblo como en la casa del Moro. Además, no puedo hablar de esta sin mencionar la clara referencia a Jesús Abad Colorado, fotoperiodista de guerra que durante décadas nos ha mostrado la cara más cruda de la guerra. Esto se refleja especialmente en el retrato que se hace de los paramilitares fallecidos y en su indumentaria, donde vemos las cruces y el niño Jesús, ironizando con su camuflado. El trabajo de maquillaje y diseño de producción en general es muy realista. La decisión de usar actores profesionales es importante para darle vida a los personajes principales, cuya interpretación funciona la mayor parte de la película y logran transmitir los momentos de calma, tensión y locura de manera efectiva. La única actuación que no se siente creíble es la de Naré, interpretada por Lucía Bedoya, cuya ejecución no logra mantenerse convincente, especialmente cuando sostiene algún tipo de diálogo con otro personaje.

… la fotografía destaca por contar con composiciones cuidadas, y el manejo de la luz alcanza su momento más interesante y expresivo cuando se inserta el misticismo de la noche.

Finalmente, y no menos importante, debo hablar de una de las primeras palabras que me vinieron a la mente mientras veía la película y que se escribieron en mayúsculas luego del paso al mundo espiritual del Animero: Realismo mágico. Este movimiento artístico, que tuvo su mayor exposición en la literatura, ha tenido poca representación en el cine. Leer a Isabel Allende o Juan Rulfo es adentrarse en un universo donde la realidad se mezcla con lo místico y lo fantástico. Allí, la muerte no es un final, sino un elemento narrativo, representado de manera misteriosa, surrealista o incluso irónica. En Memento mori, al ser la muerte parte del camino, los vivos pueden interactuar y ver a los muertos, sin que resulte extraño dentro de las reglas de este universo. Sin embargo, un elemento que no queda del todo claro es por qué el Animero ve a su hijo siendo un niño. Si bien podemos interpretarlo como que lo ve tal cual era cuando lo abandonó, esto entra en disputa con el hecho de que este mismo personaje vea a muchas otras personas tal como murieron. ¿Por qué entonces el hijo es diferente? No se explica en la película, y para este prospecto de crítico, podemos estar frente a un error narrativo.

 

Memento mori se suma a películas como Cantos que inundan el rio (2022), Cicatrices en la tierra (2022), Tantas almas (2019), Ciro y yo (2018) y muchas otras que narran la violencia vivida en Colombia y nos confrontan con el horror que significa ser colombiano, pero también con la humanidad detrás de este pueblo resiliente.