Perfil de Fabián Hernández

Retrato de un corazón en llamas: narrar el barrio desde el centro de la hoguera

Michael Benítez Ortiz

I

La memoria del cuerpo

Era el año 2004, yo estaba en noveno y tenía unos trece años. Me la pasaba capando clase en una vereda de Usme Pueblo, acá en Bogotá. Era una casa en la que había un par de mesas de billar que habíamos cogido de miniteca con mis amigos. Sonaba La trayectoria, de Luny Tunes. Bailábamos mientras compartíamos un cuarto de aguardiente Néctar Rojo y fumábamos Fly, unos cigarrillos mentolados horribles que no volví a ver en la ciudad.

 

Recuerdo que había un muchacho medio rarito, no usaba jeans Levi’s, no tenía el peinado “brandón”, y se veía un poco mayor que nosotros. Estaba bailando con otra gente cuando un amigo comenzó a decirme: pille ese man, severa loca, baila reafeminado. Y no supe qué decir. Estaba entretenido con Aquí está tu caldo, de Daddy Yankee. Una canción que nos gustaba tanto que bailándola hacíamos sudar las paredes. Luego otro amigo me dijo: dígale algo a esa loca. Y otro: pille cómo baila esa loca, dígale algo. Y yo, sin saber exactamente por qué lo hacía, pero dándomelas de noséqué, le grité: baile como un hombre, severo marica. Y el man, que era regrande, se me vino encima. Y claro, mis amigos –gavilleros– me lo quitaron y lo cogieron a pata y puño. En medio del güiro yo saqué una patecabra –yo no sé qué putas hacía con una navaja metida entre la correa del pantalón– y le metí un puntazo en la espalda al muchacho medio rarito. El man se envenenó, cogió un tubo de metal y me sacó corriendo. No lo volví a ver en años. Hace poco, andando con mi mamá por el barrio, lo volví a ver. Me alegré mucho por saber que estaba bien. Creo que el man ni me reconoció.

 

Cuento esta historia –perdón lo larga– porque al ver Un varón (2022) me fui hasta allá. Un varón es la ópera prima del director Fabián Hernández, y también fue la película seleccionada para representar a Colombia en los premios Óscar este año. Recuerdo esa presión, de bultos de cemento, que intenta llevarlo a uno –casi que irremediablemente– a actuar de manera violenta y a buscar problemas donde no los hay; esa también fue mi cuadra. Querer ser aceptado, querer formar parte del grupo, querer sobresalir, para mí, en ese momento de mi vida, implicaba esa violencia, que era simbólica, claro, pero sobre todo física. Casi veinte años después de esa experiencia en Usme Pueblo veo la película Un varón y conozco a Fabián Hernández. Encontré muchas similitudes entre las cosas que pasaron en nuestras realidades y la posibilidad de establecer una línea de fuga (hacia la vida).

 

Fabián empieza a contarme:

–Cuando tenía doce, trece, catorce años, empezaron a aparecer los primeros rasgos competitivos entre nosotros, los chicos, por ganar prestigio, por ganar fama de malito o de malandro, y yo, sin entender mucho, vivía eso. Me gustaba llamar la atención, robarme algo para ser aceptado por los demás… Quería tener cosas, tener acceso al poder a través de las armas.

Su película habla de eso, de esa vida que “le toca” vivir a muchos, en la que la pretensión absurda de ser el más “macho” del parche guía la mayoría de las acciones del día a día.

Si uno no tiene casita, si uno va por el mundo sin tener un lugar adónde regresar, una familia con la que compartir los rituales cotidianos, puede salir a buscar la calle, a intentar integrarse con los amigos. En el caso de Fabián, “integrarse” involucraba demostrar frente al parche que se era “un varón”:

–Que uno era capaz de robarse algo, de ser más osado, que uno no comía, que era capaz de pelearse, de pararse duro y de darse en la jeta.

Eso es lo que problematiza en Un varón: el que los hombres tengamos que ponernos máscaras y corazas para sobrevivir, que no podamos mostrar la fragilidad y la complejidad de nuestras emociones por miedo a ser tomados como débiles, para luego convertirnos en reproductores y cómplices de un sistema absolutamente machista.

Si uno no tiene casita, si uno va por el mundo sin tener un lugar adónde regresar, una familia con la que compartir los rituales cotidianos, puede salir a buscar la calle, a intentar integrarse con los amigos.

 

II

El machismo que nos habita

Un varón refleja algunas de las maneras en que el machismo nos va carcomiendo por dentro a los hombres. Hay un sistema permeado, percudido hasta los huesos, de violencia patriarcal. Violencia que atraviesa todas las capas de la sociedad y encuentra, en cada una de ellas, sus modos particulares de manifestarse. Los hombres violan y matan mujeres, hacen guerras, matan niños, abandonan a sus hijos, se paralizan y son asesinados en nombre de una solapada ideología de odio.

 

En Un varón se proyectan las formas en que crecimos y sobrevivimos en algunos de los barrios populares de Bogotá, donde la lengua fiera y las maneras bruscas se imponen. Fuimos obligados de manera sutil a interiorizar ciertos códigos, a usar determinada ropa y cortes de pelo, a parecer soldados, a amaestrar el cuerpo para la pelea, para la guerra. También nos iniciamos en una falsa educación sentimental: las enseñanzas del porno, que nos introducen en una sexualidad de mentira, obligados a decirle no a la fragilidad, y ocultar nuestros sentimientos y nuestro deseo, para insistir, torpemente, en una ficción. Obligados también a dizque “pararnos duro”, a esconder nuestras grietas para, finalmente, derrumbarnos, pudriéndonos por dentro. Eso le pasó a Fabián:

–Era esa posición fija en la que, para ser normal y aceptado, tenía que encasillarme como un hombrecito y eliminar todas esas cosas tan ricas que había alrededor de mi inquietud y mi deseo, y no demostrárselo a los demás.

 

III

De la Letra a las letras

Fabián Hernández, o Ñeruflac, como le decían en el barrio, “porque era muy ñero y muy flaco”, usó toda su vida para construir esta película. Y eso es mucho. Pueden decir lo que quieran de Un varón, menos que es una película sin alma. Es que Fabián, como muchos, la tenía de pa’rriba: hacer arte en Colombia no es sencillo, y mucho menos cuando se hace desde un barrio marginado. Hay que esquivar los lances de la pobreza, la droga, el robo, las balas. Metidos en esa hoguera, muchos terminan absorbidos, devorados por las pocas posibilidades de elegir. El instinto de supervivencia es quien decide.

Fabián Hernández, o Ñeruflac, como le decían en el barrio, “porque era muy ñero y muy flaco”, usó toda su vida para construir esta película. Y eso es mucho. Pueden decir lo que quieran de Un varón, menos que es una película sin alma.

–Comprábamos droga y nos encontrábamos con otros pelaos con los que robábamos lujos de carros: espejos, antenas, copas, toda esa vuelta –me cuenta Fabián, recordando sus primeros años en el barrio San Bernardo, el “Samber”, en Bogotá.

 

A veces la vida da vueltas y aparece una pequeña posibilidad de escaparse. A Fabián le pasó algo redenso en la L, “La Letra”, la calle del Bronx, en el año 2000, cuando tenía catorce o quince años:

 

–Yo ya estaba muy acostumbrado a ir a la L, a comprar droga y salir de ahí a robar. Un venticuatro de diciembre fui con dos amigos y ahí aparecieron cuatro manes gigantes. Me acorralaron, se enamoraron de mí, me metieron a un sótano, luego me torturaron y abusaron de mí durante varias horas esa noche. Me tuvieron ahí hasta el amanecer. Los cuatro tipos drogados, locos, y yo ahí pidiendo que no me mataran. Me quitaron la ropa, me tocaron, me hicieron muchas cosas. Yo creo que ese día no me mataron porque yo suplicaba por mi vida.

 

Fabián, que a las malas se alejó de la hoguera, siempre ha sido una persona con inquietudes, curiosa. Comenzó a acercarse a la lectura por medio de un amigo que le presentó la Biblioteca Luis Ángel Arango, lo que le hizo pensar que había otras realidades, otras posibilidades de ver y de sentir la vida. Descubrir la lectura de manera amorosa, cuando por herencia se ha estado alejado de la literatura, hace que uno, poco a poco, comience a desacralizar los libros, para incorporarlos naturalmente en la vida cotidiana. Las obras de Carlos Castaneda y Andrés Caicedo, entre otros autores, comenzaron a mostrarle que “había otras cosas, que no todo tenía que ver con ese destino manifiesto que pareciera caer sobre los muchachos de los contextos barriales, sino que existían posibilidades de ver de otra forma”. Los caminos empezaron a abrirse.

 

IV

El hip-hop es la manera de escaparme de la hoguera

Las armas se transforman, y se cambian los cuchillos y las navajas por el rap y el break dance. Se afilan:

–El arte llegó a mi vida por el rap, yo bailaba break dance en el Teatro Embajador, me gustaba el grafiti.

Ser de un contexto popular, en ocasiones, no solo abre las puertas (las tumba a patadas) de la delincuencia, sino que, casi siempre, cierra y blinda la posibilidad de tener acceso a la educación.

–Mi hermano estaba en contra de que yo me metiera a estudiar a una universidad porque no había dinero. Finalmente, yo me rebelé un poco y terminé inscribiéndome en cursos de cine.

Entonces se entra –infiltrado– a la academia:

–Veía que la mayoría de la gente que hacía cine era gente de estratos medios y altos, con dinero, formación o familia culta, y que tenía todo lo que yo no tenía.

Que el acceso a la educación esté restringido para la mayoría de las personas hace que las relaciones de desigualdad, en una sociedad como la colombiana, se sostengan y se profundicen. Las élites están bien preocupadas por que sus privilegios sean cada vez mayores y en no permitir que nadie ajeno a sus pequeñas burbujas entre en sus círculos artísticos endogámicos, construidos a base de plata y adulación.

Mi hermano estaba en contra de que yo me metiera a estudiar a una universidad porque no había dinero. Finalmente, yo me rebelé un poco y terminé inscribiéndome en cursos de cine.

–Está claro que el ochenta por ciento de la gente que hace arte en Colombia y en el mundo es de estratos medios altos. Gente que ha tenido formación, que ha tenido padres o familia vinculada al mundo del arte y que por herencia está allí.

Fabián sabía que si quería hacer cine en Colombia no la iba a tener fácil, pero para él lo realmente importante es “el cine y las películas, la vida y las cosas del barrio”, no la farándula artística.

El tiempo de Fabián en la universidad fue corto. Tuvo que abandonar sus estudios de cine muy temprano. No había dinero, obvio. Después vio un corto de Rubén Mendoza, La cerca, “y decidí intentar conocer al director para saber cómo lo había hecho”. Ñeruflac terminó vinculándose laboralmente con Rubén Mendoza:

–Me contrató para hacer el casting de La sociedad del semáforo, su primera película.

Fabián no tuvo de otra: se despertó en sí el deseo de hacer cine con sus propias manos.

 

V

El valor de la honestidad

El resultado de ese esfuerzo, con el que Fabián trabajó por más de siete años con algunos de sus amigos del barrio y con el vital apoyo del productor Manuel Ruiz Montealegre, fue Un varón, una película a la que le ha ido muy bien: ha ganado algunos premios internacionales y se ha presentado en varios festivales en todo el mundo. A mí eso me conmueve: es como si un vecino mío del barrio hubiera soñado con hacer alguna vez una película, y la hubiera “cometido”, la hubiera “hecho real”, de la manera más contundente. La admiración y el respeto que tengo por Fabián nace también de ahí, de un abrazo amoroso a mis raíces.

 

No es una sorpresa que algunas personas ajenas a estos contextos se acerquen a los barrios de manera facilista y perezosa:

–Yo he visto a varias personas que van y filman en los barrios, o toman fotos, y siempre se acercan a los mismos clichés y estereotipos, y se van y no vuelven. Y veo los resultados de lo que hacen y están plagados de lugares comunes, de diálogos que, en vez de ser profundos, lo que hacen es dividir a las personas; hacen fotos de poca calidad en las que justamente sensacionalizan y romantizan la marginalidad. O buscan poetizar al marginal, pero de una forma miserable. Creo que eso es justamente falta de rigor o falta de compromiso. Creo que eso es facilismo. Creo que eso es pereza.

 

La mayoría de las versiones cinematográficas que existen sobre las personas que viven en estos barrios, y sobre cómo se relacionan en su cotidianidad, han sido creadas por cineastas de contextos externos, que generalmente caen en el facilismo que Fabián menciona. En ese sentido, algo muy poderoso y particular de Un varón es que fue pensada, imaginada y realizada por un director que vivió, padeció y disfrutó lo que implica criarse en un barrio como el San Bernardo de Bogotá. No hay muchos casos en los que la “gente de barrio” tenga la posibilidad de representarse a sí misma en obras de arte.

La mayoría de las versiones cinematográficas que existen sobre las personas que viven en estos barrios, y sobre cómo se relacionan en su cotidianidad, han sido creadas por cineastas de contextos externos, que generalmente caen en el facilismo…

Para Fabián, esos discursos faltos de rigor, con los que en algunas ocasiones se han acercado a estos lugares empobrecidos y marginalizados, “acentúan las diferencias sociales. Los que llaman despectivamente a unos ‘gomelos’ y a otros ‘ñeros’ son personas que no han vivido en esos contextos realmente y no han sentido el rigor de la diferencia social”. Esto hace que los resultados cinematográficos no sean los mejores, porque, para él, “lo más importante es ser honesto y hablar con honestidad”.

 

VI

Las ficciones del machismo

–Colombia es un país en el que el machismo se ha acentuado de una forma dominante, penetrante, tóxica. Desde el narcotráfico, desde las imágenes, desde Pablo Escobar, desde Uribe, desde El Bolillo. El tema de la masculinidad hegemónico-tóxica es un referente de la violencia patriarcal y de la violencia implícita que nos rodea. Entonces, creo que minar un poco ese estereotipo machista, del macho violento, y reflexionar alrededor de él ayuda a crear diálogos de paz y de construcción de nuevas generaciones que sean más críticas frente a esos superhéroes, que en realidad no son superhéroes sino unos machos abusivos, abusadores… Hay que analizar eso para poder construir un nuevo tejido social y, sobre todo, para que haya menos muertes.

 

Fabián sabe de lo que habla, y no solo porque lo ha sentido en su cuerpo, en su vida toda, sino porque está untado, influenciado, por escritoras como Rita Segato y Angela Davis. Mezcla el mundo de la cotidianidad barrial con un mundo más académico e intelectual; mundos que, de no ser por nuestro arcaico sistema educativo, deberían estar juntos desde el principio.

 

El machismo es tan sofisticado que inventa una ficción. De adolescente creía que la única manera de sobrevivir en el barrio era volviéndome cada vez más “malo”, haciéndome a más armas y “parándome más duro”. Eso me metió en muchos problemas que, tal vez por pura suerte, nunca fueron graves. A veces uno cree que no existen más caminos y que todo está muy establecido por el contexto en el que uno nace, y eso en parte es real: las condiciones materiales de existencia sí determinan, de cierta manera, nuestras vidas. Las posibilidades sí varían dependiendo de donde uno nazca. Y más cuando uno vive en un país como Colombia, tan desigual y donde cosas tan básicas como la salud y la educación no son un derecho para todos sino un privilegio de unos pocos. Pero en medio de esa rigidez, en la que parece que ya todo está dado y no existen posibilidades de transformar la vida, aparecen películas como Un varón, que lo hacen reflexionar a uno sobre sí mismo, reconocer la fragilidad de la vida, y pensar en el cuidado, el amor y la ternura como formas más horizontales de relacionarnos con todo el mundo.

Michael Benítez Ortiz

Nació en Bogotá en 1991. Se crio en Usme. Cuando tenía tres años todavía no sabía hablar. A los cinco tomaba tinto al desayuno. A los siete se quedaba con las vueltas de los mandados. A los nueve fue campeón en un torneo de microfútbol, en la categoría “pañales”, con su equipo Duendes Negros. A los once no había nadie en el barrio que le ganara en The King of Fighters ’99. A los trece abandonó las maquinitas por el billar. A los quince escuchaba Barón Rojo a todo volumen. Pueden contactarlo en redes como: @michaelbenitezo

Texto publicado en El malpensante el 23 de febrero de 2024.