David Guzmán Quintero
Yo ya no pertenezco a ningún ismo
Me considero vivo y enterrado
Yo puse las canciones en tu walkman
El tiempo a mí me puso en otro lado
Tendré que hacer lo que es no debido
Tendré que hacer el bien y hacer el daño
No olvides que el perdón es lo divino
y errar, a veces, suele ser humano
–Fito Páez, Al lado del camino–
El primero fue Lenin. Antes de Hitler, Lenin lo pensó: el cine tenía capacidad de sobra para convertirse en una herramienta propagandística de manipulación de masas. Así fue que, desde 1922 hasta los años ochenta, en el marco castrense de la Goskino, el Gobierno soviético se encargó de controlar guiones, presupuestos y cortes finales de los filmes, así como las publicaciones teóricas, investigaciones referentes a lo cinematográfico y hasta los planes de estudio de las incipientes escuelas. Esto trajo como consecuencia la retención y mutilación de filmes (como los de Tarkovsky), en el mejor de los casos, hasta vetos vitalicios del ejercicio cinematográfico o la privación absoluta de la libertad.
Con restricciones menos severas, pero igual de mezquinas, Hollywood y su Código Hays, también hacían de las suyas. Luego, Hitler. Y así, el mismo Bazin pareció aceptar la idea de que el cine era un sinónimo ineludible de propaganda. ¿No es esto una conclusión que parte de la noción preestablecida (eurocéntrica, a más no poder) de que necesitamos imponernos a como dé lugar sobre el otro? ¿Es esta noción cierta? Quién sabe. Pero luego Godard diría que el mero travelling es una cuestión de moral. El feminismo llegaría al cine, junto a movimientos cuir y afro, y, una vez más, el cine sería una herramienta política. Todo arte lo es, a fin de cuentas, pero el cine es esencialmente la más explicativa de todas.
Sin embargo, a partir de los años cincuenta, comienza a fecundarse la idea opuesta, una que parte no de la necesidad impositiva mencionada, sino la de una invitación al diálogo, al debate, a la cosecha de un público brechtiano, o sea dubitativo. Hablo de Noche y niebla, de Alain Resnais: tan explícita como ambigua. Con la herida aún respirando, Resnais se preguntó si el fin del nazismo significaba el fin de las violencias transnacionales, si Hitler fue un hecho aislado e irrepetible o si hay algo intrínseco en esa negociación perenne nombrada “Naturaleza humana”. Al otro lado de la historia, luego vendría Haneke y su Cinta blanca, que reafirmaría las dudas irresolutas de Resnais.
Al parecer la propaganda no es ineludible. Y aún si lo fuera, ahora volvemos a su manifestación más pura: el cine se pone a disposición, una vez más, de intereses gubernamentales. Tampoco es que sea la primera vez en Latinoamérica. Estos documentales siempre cuentan con cierto tono panfletario que uno puede omitir defendiéndolo como obra cinematográfica en sí misma, pues solo así puede apreciarse la obra de Leni Riefenstahl. Recuerdo especialmente el documental sobre Pepe Mujica (dirigido nada más y nada menos que por Emir Kusturica, cuya obra maestra Papá está en viaje de negocios, le da un aire de director reaccionario y crítico), que, más allá de afinidades políticas, es un relato que funciona en sí mismo; recuerdo la escena inicial con Mujica tomando y escupiendo mate y la posterior secuencia con material de archivo narrada por él mismo y musicalizada con un hermoso tango de Mariano Mores. Hay un peso estético importante. No es el caso de Petro.
… Resnais se preguntó si el fin del nazismo significaba el fin de las violencias transnacionales, si Hitler fue un hecho aislado e irrepetible o si hay algo intrínseco en esa negociación perenne nombrada “Naturaleza humana”
La primera duda que saltó a mi mente cuando supe del documental (apenas meses después del estreno de uno sobre la vicepresidenta) fue: ¿Qué hay detrás de un documental que narra la vida de un presidente aún en ejercicio y con los índices de desaprobación con los que cuenta? Y entonces, definitivamente, me he puesto en camisa de once varas. La polarización en la que estamos inmersos me pone, entonces, del bando opuesto. En efecto, el relato llega en un momento muy conveniente y, una vez visto el filme, se reafirman las sospechas: No hay una exploración que involucre una reinterpretación de los hechos, una indagación humana en el personaje en la que valga la pena detenerse, muchísimo menos se ofrece una experiencia estética que vaya mucho más allá de un reportaje televisivo. Lo que hay es una organización de la información ya conocida. Es evidente: el propósito del filme es el de limpiar la imagen pública de un mandatario. No obstante, vale la pena resaltar que, de cualquier forma, un filme con esta temática y, sobre todo, estrenado en el contexto mencionado, corre el riesgo de ser un intento sospechoso de mil cosas, pues de los fragmentos en los que Sofía Petro habla sobre su padre, uno también podría pensar que es un intento de mostrar un lado humano detrás del presidente con el fin de apelar a la empatía de la audiencia.
Como sea, las búsquedas inquietas del lenguaje estético del cine son sordas a intenciones reivindicativas (de cualquier guisa). Entonces despachemos, de entrada, breves acotaciones sobre el relato. Las primeras imágenes son de un campamento que alza una bandera en la que se lee “M-19”, los créditos con los que introducen al personaje principal dicen “un exguerrillero es candidato a la presidencia”, los primeros minutos del documental van sobre la formación del M-19 y la militancia de Petro y posteriormente lo retoma a la mitad del filme. Es evidente que el antecedente sindicalista es lo que más llama la atención a Míster Mattison. Bien, como sea, no es de mi particular interés expandir el argumento del documental. (Prefiero esquivar cualquier indicio de proselitismo).
Este es un documental con una estructura sólida (sólida, para sus intenciones, claro): utiliza la historia de Petro durante las últimas elecciones presidenciales solo como excusa para delinear toda una historia nacional de lucha: desde el M-19 hasta el estallido social del 2021. En este punto sí que vale la pena destacar la inclusión en el relato de Federico Gutiérrez (principal opositor de Petro en las últimas elecciones) y de María Fernanda Cabal (una senadora, opositora radical, que no destaca por su inteligencia). Y lo resalto no por afinidades ideológicas, sino porque es una invitación a poner las posturas sobre la mesa, a tensionar la narración. Pero es evidente el papel antagónico que juegan en este relato que (una vez más) se convierte en el maniqueísmo de buenos y malos, héroes y villanos; como en los relatos de la primera parte de la historia del cine (aquellos que respondían a una agenda política de forma mucho más estricta que ahora), la mejor manera de manipular es a través de los binarismos: bueno/malo, héroe/villano. Ellos y Rodolfo Hernández, que es el aporte cómico (desearía que no me hubieran recordado esa parte de la historia colombiana), siendo un hombre que se hizo nacionalmente famoso por darle una cachetada a un concejal siendo alcalde de Bucaramanga, que se lanzó a la presidencia con un caso de corrupción abierto y que llegó a segunda vuelta con la única promesa de llevarnos a conocer el mar.
Este es un documental con una estructura sólida (sólida, para sus intenciones, claro): utiliza la historia de Petro durante las últimas elecciones presidenciales solo como excusa para delinear toda una historia nacional de lucha …
El uso del material de archivo es impactante y el bullerengue es una acertada decisión estética. Muy bello, muy lindo, muy bueno todo, pero además de que mis opiniones sobre el relato en sí mismo no son muy distintas a lo expresado previamente en mi texto sobre El rojo más puro, lo anterior lo menciono porque creo que esta es la primera vez que escribo sobre un filme sin que este sea lo verdaderamente importante, sino lo extra cinematográfico. Espero que sea la última.
Si bien los párrafos introductorios, lo acepto, pueden antojarse bastante conspiranoicos y son traídos a colación porque creo que es un lugar al que el cine no debería volver, sí que hay dos problemas fundamentales: El primero es que, sí, estoy de acuerdo con que gran parte de la desaprobación de Petro, se basa en lo manoseados que son los más grandes medios de comunicación en Colombia; eso parece que ya era una verdad aceptada por sus votantes, pero ellos mismos parecen haberlo olvidado después de la posesión y volvieron a la información fácil. Allí puede surgir una necesidad contra informativa, que ha sido una vertiente fundamental en la historia del cine documental latinoamericano. Pero esa tal reivindicación apela no a las gestiones presidenciales, sino a las sindicales. Es decir, es como si lo que buscase fuera ganar la aprobación mediante su ardua lucha (cuya importancia no niego) y no mediante su gestión en sí misma. Sí, tal vez allí hubiera sido, quizá descaradamente, más evidente esa necesidad de limpiar la imagen de él; pero, bueno, untada la mano, untado el codo, y supongo que hasta el presidente puede acceder a eso.
Y, segundo, el punto de vista. No es la primera vez que se asoma un personaje de esta índole por un documental latinoamericano. Por La batalla de Chile, que es tal vez el más importante, circunda la muerte de Salvador Allende y, de vez en cuando, se pasea por los capitolios; pero la cámara está ubicada en la calle, al lado de los ciudadanos siendo atacados por las fuerzas policiales, del camarógrafo que filmó su propio asesinato. Si hablamos de esos balbuceos demagógicos que claman “Poder popular”, “El pueblo al poder”, etcétera, esa sí que hubiera sido la estrategia oportuna. Aquí es al contrario: lo importante es Petro, lo demás solo se delinea lo estrictamente necesario.
Al final, cualquier idea impuesta entra en el juego coercitivo de la manipulación. (Supongo que es el riesgo que se corre). Y a estas alturas, hemos podido evidenciar que sí hay un cine que no busca imponer pensamientos, sino sembrar dudas. Pero, claro, pedirle eso a un documental sobre un presidente aún en ejercicio, es pedirle peras al olmo, que se marque un autogol.