Melissa Mira Sánchez
El conflicto armado ha marcado con dureza la zona rural colombiana, haciendo de ella uno de sus principales escenarios; un territorio caracterizado por el abandono estatal, la marginalidad y la falta de mecanismos de reparación. Así mismo, el cine colombiano de la última década ha volcado su mirada hacia el campo, una tendencia que no solo ha puesto en primer plano sus temas y atmósferas, sino que ha significado la aparición de unas formas estéticas y narrativas en el abordaje de la violencia rural.
Alcira lava insistentemente la camisa de su hijo asesinado, como buscando borrar las huellas de la violencia perpetrada, sin embargo, recibe en casa al verdugo de su hijo, quien, en una suerte de retribución, asiste diariamente para ayudarle con las labores de la finca.
Los matices de esta historia están dados por la condición que amalgama a los personajes, los límites entre víctima y victimario se desdibujan, modificando la lógica de su confrontación, cuando este último se devela a su vez como víctima y cuando la misma forma de presentar a los personajes no responde a convenciones maniqueas: inicialmente, Alcira en su actitud renuente y tosca, y Henry en una disposición afable y subordinada.
El cortometraje ubica estos personajes en una narrativa que puede categorizarse dentro de la mencionada estética de lo rural, el conflicto armado o el hecho violento está narrado desde la ausencia, aparece implícito en la trama como un evento que hace parte del pasado, de manera que la fuerza emotiva se centra el escenario que este dejó como consecuencia y que construye el nexo entre los personajes.
Desde la cinematografía de la pieza se manifiesta el contraste entre la belleza y apacibilidad del paisaje con el lastre de violencia que lleva a sus espaldas, además, no hay ninguna etiqueta que remita a algún grupo armado específico; independientemente de sus actores, el conflicto esboza siempre un mismo panorama, un número exorbitante de víctimas. Esto pone en entredicho la historia oficial que parece siempre señalar la existencia de bandos diferenciados en “buenos y malos”, dando lugar a una escala de grises que comprende la complejidad del conflicto y sus raíces.
Desde la cinematografía de la pieza se manifiesta el contraste entre la belleza y apacibilidad del paisaje con el lastre de violencia que lleva a sus espaldas…
El realismo cotidiano, el tiempo cinematográfico y el uso del silencio son otras de las características que la película sabe conjugar en su búsqueda por representar el duelo; la directora consigue detenerse en un ejercicio contemplativo que deposita el peso expresivo sobre las sutilezas de la interpretación, por encima de las grandes acciones. Las interpretaciones de los personajes se ven entonces contenidas, pero lejos de atenuarlas este recurso potencia su eficacia en pantalla.
Amalgama ofrece acceso a un fragmento de vida de los personajes en el que puede leerse una dimensión social amplificada, sugiriendo la reinterpretación de las formas que puede adquirir la reconciliación y de la escala de grises que permean el concepto de víctima.