Camilo Calderón Acero*
“¡Mechi, venga! ¡Mechi!”, es el cariñoso llamado que se escucha de un padre a su hija, de un mentor a su pupila y de una memoria que empieza a escaparse. Como en esta, en muchas escenas del documental Como el cielo después de llover (2020) vamos a asistir a un retrato de la relación entre su directora, Mercedes Gaviria, y su padre, el también cineasta Víctor Gaviria.
En este trayecto, lleno de insinuaciones, la realizadora ha querido adentrarse en su entorno familiar, particularmente en el vínculo con su padre en medio del rodaje de La Mujer del animal. Para esto, ha recurrido a un material común en varios documentales colombianos recientes: el archivo familiar. Obras como Carta a una sombra y The Smiling Lombana, de Daniela Abad, o El Culebro: La historia de mi papá, de Nicolás Casanova, han hecho que este recurso ya sea más cercano al espectador, aunque también quede limitado frente a otras formas de narración donde la realidad contada pertenece a un universo más amplio que el familiar.
Lo esencial, como en la vida, queda fuera del foco que podría capturar una cámara casera.
La decisión de la directora de usar el audio como mecanismo narrativo es el acierto más contundente en esta propuesta, muestra del dominio ganado por Mercedes en su previa experiencia como sonidista. Para ella el ruido cuenta y mucho más los silencios, como los de su madre y hermano. Mediante esta aproximación a las posibilidades sonoras es que Mercedes Gaviria logra dotar a la voz en off y el fuera de campo de un sentido que evidencia más de lo que permite ver la cámara y se convierte en una presencia que vibra para hacerse notar, tal como en la elección de no mostrarse en su edad actual sino a partir de sus videos de niña. De ese modo los espectadores intuimos su personalidad y la relación que fue formando con su padre. Oímos sus reflexiones, pero también los sonidos de esa búsqueda de la directora. Lo esencial, como en la vida, queda fuera del foco que podría capturar una cámara casera.
El valor que decide darle la autora a las voces y ambientes logra encajar fluidamente con su propuesta de indagar en aquellos videos familiares filmados por su padre. Son esos ensambles los que permiten que, como espectadores, asistamos a un juego de miradas: la que la directora hace de sí misma y su padre en el pasado, y la que ella va configurando en sus propias búsquedas como realizadora. Se perciben en este caso semejanzas y cercanías entre ambas actitudes. Por ejemplo, al inicio del documental se oyen fragmentos de diversas jornadas de grabación de Mercedes, con sus contratiempos y elecciones, y luego se evidencian esas angustias y búsquedas en el mismo Víctor cuando está en rodaje. Sin embargo, no es tan sencillo definir cómo dialogan esas influencias familiares, ya que no es obvio que sea Víctor únicamente quien se las transmite a su hija. En un compás de ida y vuelta, Mercedes también interpela a su padre, sus vínculos familiares, sociales y laborales. No es una cámara que solo registra momentos sino que los resignifica a partir de sus propios intereses. En una de aquellas jornadas de rodaje ella dirige a su padre mirando al horizonte de las comunas de Medellín: así, el otrora camarógrafo que antes le pedía a la niña que cantara pareciera cederle el testigo.
Incluso la figura de madre y esposa logra resignificarse a partir de lo que crea Mercedes Gaviria con textos ya añejados en el tiempo. Para dotar de corporeidad la presencia de Marcela Jaramillo, su madre, la directora acude a un diario que ella le escribió cuando estaba embarazada. Ciertas palabras escritas en un computador y narradas por la propia Mercedes logran transmitir mucho más que la consabida entrevista testimonial, un contraste que revela los estragos del tiempo en el desarrollo de un matrimonio.
…así, el otrora camarógrafo que antes le pedía a la niña que cantara pareciera cederle el testigo.
Por la capacidad de llegar a esos momentos únicos y transmitir el carácter de esta relación familiar, es que este documental no se siente como una intrusión en ese círculo íntimo. La película se nos va abriendo desde algunos audios y pensamientos individuales, luego al entorno de los padres, después a la casa y, en últimas, a Medellín y el ámbito profesional. Esto no quiere decir que se vaya de menos a más, sino que es en el círculo cercano donde podemos explicar a ese otro ser que se desenvuelve en lo profesional, incluso con fronteras que se diluyen en el caso de su padre. Como vemos en algunas escenas, la cámara para Víctor es un apéndice de su existencia, la cual lo acompaña incluso en los momentos más personales.
Sin duda, el primer largometraje de Mercedes Gaviria logra trascender el impulso expiatorio de su pasado familiar para plantear reflexiones que hablan de crecer y de buscar un camino, de diferenciarse pero, así mismo, de reconocer que en la base hay referencias intrínsecas definitorias. Quizás porque la familia puede ser lo único inmutable en esta realidad que vive con el ritmo vertiginoso de lo cambiante, es también ese puerto seguro que permite la autorreflexión, como aquella habitación de su juventud que su madre mantiene intacta, cual santuario detenido en el tiempo y a la que es posible regresar cada tanto.
* Esta crítica fue realizada en el marco del Encuentro de Crítica e Investigación de Encuentros 2020, organizado por la Dirección de Audiovisuales, Cine y Medios Interactivos del Ministerio de Cultura de Colombia.