Mauricio Laurens
Dunav Kuzmanich (Santiago de Chile 1935 – Santafé de Antioquia 2008). Su período de aprendizaje: la productora estatal Chile Films, durante el gobierno socialista de la Unidad Popular (1970-73). En Santiago, conocería a Pepe Sánchez –asistente de dirección de Miguel Littin en El chacal de Nahueltoro–, quien lo trajo al país en condición de asilado político. Respetado en los medios colombianos de comienzos de los ochenta, por obra y gracia de su impactante ópera prima, marcaría un hito en la cinematografía nacional al dramatizar épicamente la violencia campesina posterior al bogotazo. Duny, posteriormente, sería uno de los tres concienzudos guionistas que adaptaron en imágenes Cóndores no entierran todos los días.
En noviembre de 1981, el II Concurso Nacional de Guiones del Ministerio de Comunicaciones premió a Kuzmanich y al profesor Jairo Obando Melo como coautores de Siete colores, en torno al mítico bandolero santandereano Efraín González –proyecto que nunca dio a luz por divergencias del gobierno turbayista de turno en vísperas de las elecciones presidenciales–. Pero resultó útil la experiencia narrativa e investigativa del cineasta colombo-chileno cuando abordó los contextos políticos y sociales de la odisea guerrillera de Canaguaro, bosquejada muy seguramente durante sus prácticas profesionales con la empresa oficial allendista. Tres años después sería acreditado como coescritor de la excepcional puesta en escena de nuestra violencia sectaria, que dirigiera y produjera Francisco Norden junto con el dramaturgo Carlos José Reyes y el profesor humanista Antonio Montaña.
Porque Canaguaro abrió temporalmente las posibilidades de un cine colombiano nuevo por su contenido histórico y revolucionario de aceptable factura visual para su momento (año 1981). Aunque filmada tres años atrás de su primera presentación pública en Bogotá, esta cinta trascendió la realidad histórica al plantear las maniobras alrededor de una amnistía para los alzados en armas. A partir del ‘bogotazo’, que sacudió a la nación en abril de 1948, su trama realmente combativa se traslada cinco años después a los Llanos Orientales para hacerle seguimiento al sectarismo liberal-conservador de aquel entonces agravado por la violencia social en los campos, con la consecutiva parcialidad del ejército y las intervenciones armadas de frentes populares.
Porque Canaguaro abrió temporalmente las posibilidades de un cine colombiano nuevo por su contenido histórico y revolucionario…
Al comandar una guerrilla liberal surgida como recurso desesperado de la resistencia, el nombre de Guadalupe Salcedo se halla indisolublemente ligado con semejante espíritu de lucha. Desde sus planos iniciales, insertando documentos de la época, el locutor o presentador advertía sobre la confusión reinante para conducirnos a través de aquellos senderos suicidas emprendidos por quienes obstinadamente llegaron a defender un poder transitorio. El itinerario era directo, se atravesaron pueblos y potreros a caballo y se expusieron como línea de acción las trampas del comando en pos de su rendición. Es que Canaguaro mantiene la unidad del relato con claridad y previa ubicación de los hechos, su anécdota es relativamente sencilla para constituirse en su principal acierto narrativo: buscar las armas prometidas por el directorio central del Partido Liberal en determinado sitio de la frontera para equilibrar fuerzas y así dar la batalla definitiva.
“Cuando leímos todo lo que había al respecto –anotaba su director exiliado en Colombia durante los años de la dictadura de Pinochet– nos concentramos sobre un aspecto que apenas daba para una secuencia dentro del proyecto inicial”. Se recurría entonces a la memoria colectiva mediante el recurso técnico del flash-back: pueblo arrasado por los ‘chulavitas’, reacciones locales al conocerse el magnicidio de Gaitán, episodio del culebrero que trae mala suerte y, como punto de referencia, semillero de oprobios que de por vida afectaría a nuestro héroe protagónico –quema del rancho con su respectivo balance de asesinatos y violaciones–. Además de Duny, en la elaboración del guion intervinieron su esposa de aquel entonces, Isabel Sánchez, y el también actor y cuñado Pepe Sánchez.
Hubo diferencias irreconciliables por la autoría de la película y su actor-productor, Alberto Jiménez, guardó las copias y se impidió su exhibición –así mismo sus negativos desaparecieron por muchos años–. “Sería justo resaltar el tratamiento humano que se le otorga a sus diferentes protagonistas, destacando el rostro de los lugareños y valorando sus más mínimas acciones” –escrito por este cronista en el remoto agosto de 1981–. Las figuraciones profesionales eran balanceadas y sería la primera vez que nuestros actores de televisión manifestaron sobradamente sus sentimientos en la pantalla grande –sobresaliente la espontaneidad de Hernando Casanova, el Culebro–. “Los diálogos no estaban impuestos –aseveraba Duny–, apenas les dábamos una idea general sobre lo que deberían decir y ellos mismos improvisaban en el momento de rodar. Surgieron así las expresiones individuales y las palabras cotidianas de cada actor, evitándose esa fastidiosa costumbre de la recitación”.
Su segunda realización cinematográfica: La agonía del difunto (1983), terminó siendo una malograda adaptación de la pieza teatral homónima de Esteban Navajas –ganador del Premio Casa de las Américas, en La Habana–. Cuando los campesinos invaden tierras altas, precipitados por las inundaciones sabaneras, un hacendado sinuano decide hacerse el muerto con la complicidad de su cónyuge y el consecutivo desconcierto de sus arrendatarios. Su ambientación cordobesa quizás exigía actores costeños y un tratamiento a puerta cerrada del episodio dramatizado de una falsa velación. Trazó, sin embargo, una aproximación valedera para ciertas recreaciones con tono dramático que, de una u otra manera, pudiese reflejar la idiosincrasia y las peculiaridades sociales de la Costa Atlántica.
Las figuraciones profesionales eran balanceadas y sería la primera vez que nuestros actores de televisión manifestaron sobradamente sus sentimientos en la pantalla grande…
Fingir la muerte por parte de un ganadero, como último recurso desesperado, fue una macabra jugarreta que obedecía a motivaciones lógicas en la pieza original hasta constituirse en uno de los montajes más comprometidos e inquietantes del Teatro Libre de Bogotá y la dramaturgia nacional. En efecto, don Agustín Landazábal simulaba una velación durante varias horas y resultaba víctima de su propia ocurrencia al ser amortajado dentro del ataúd y… enterrado vivo como cualquier desgraciada criatura de una historia extraordinaria narrada por Poe. Sin embargo, su adaptación fílmica terminó siendo algo difusa.
Siendo fijo el lugar de tan siniestros acontecimientos –el desván de una supuesta hacienda sinuana o cordobesa–, la pareja protagónica reconstruía vivencias frívolas del pasado mientras que otros dos parceleros regaban la noticia entre los campesinos y regresaban a casa con los indispensables servicios funerarios –aquellos exteriores eran vistos a través de un anteojo de largo alcance–. Mediante una cadena ininterrumpida de anécdotas, recurriendo a la consabida técnica del flash-back, Agustín y su esposa Carmen se emborrachaban y recordaban la estruendosa corraleja que organizaron para celebrar sus bodas, con detalles particulares del noviazgo pueblerino y parrandas propias de las despedidas de soltero. Si el personaje en cuestión simulaba intempestivamente estar muerto para cobijarse bajo un acentuado maquillaje, cuando quedaba solo aprovechaba para tararear vallenatos y hacerle el amor a su esposa con desenfreno como si presintiese la inmediatez de su real defunción. El contexto trágico e irónico propuesto por Navajas se desvió sin control alguno hacia la colorida farsa de toques grotescos y concesiones comerciales.
El respetado realizador de la ya comentada Canaguaro, demostró en La agonía del difunto que conocía ampliamente el oficio y pudo conferirle entonces a su película una cierta calidad visual e innegables logros narrativos bastante difíciles de encontrar en nuestros medios audiovisuales de aquellos tiempos. Hubo suficientes reservas al trabajo actoral efectuado por el pegajoso astro mexicano Julio Alemán y por la bailarina cubana Raquel Bardisa, puesto que regía la inexpresividad oral del primero y el despropósito corporal de la segunda. Sobresalía, eso sí, el panorama documental en torno a las inundaciones de la sabana que servía como prólogo, y los oportunos vallenatos o merengues que pidieron a gritos escenificaciones más adecuadas del rico folklore colombiano de la provincia.
Por impedimentos oficiales y persecuciones mediáticas, en tiempos de la Compañía de Fomento Cinematográfico (1984-87), sus proyectos posteriores quedaron inconclusos, anulados o sin distribución comercial. Se le abonaron tres largometrajes: Ajuste de cuentas(1984)–radiografía de la mafia de comienzos de los ochenta–, El día de Las Mercedes (1985) –tachada de subversiva y apología del delito por una de las administraciones pasajeras de Focine– y Mariposas S.A.(1986) –controvertida fábula filmada en la Hacienda Nápoles de Puerto Triunfo–.
…divertimento protagonizado por prostitutas del Magdalena Medio que, en la ficción, retan a las autoridades locales y se ganan las simpatías de la comunidad…
El primero de los mencionados corresponde a una saga de gánsteres con narcotraficantes que se empoderan, liquidan a sus rivales y resisten hasta último momento venganzas o contraofensivas –con el actor chileno Marcelo Gaete y la cartagenera Florina Lemaitre–. En la publicación oficial Focine 10 años: nuestra memoria visual, fui el responsable de transcribir su ficha técnica y redactar la sinopsis: “El jefe de una siniestra organización, que ha escalado posiciones mediante el asesinato de sus rivales más peligrosos, apoyado en el comercio de drogas y su distribución, cae en desgracia con sus mentores y sufre paulatinamente el abandono de todos los que le rodean. Sin embargo, don Waldo da una lucha sin cuartel y resiste hasta el último momento tratando infructuosamente de encontrar al ejecutor de su condena”.
En el segundo título se redondea una atmósfera de tierra caliente, en plena dictadura militar, con la llegada de un alcalde que prohíbe el cine por subversivo y se genera un clima de rebelión hasta desembocar en el partido de fútbol que origina la fuga de los insurgentes opositores. Su quinto y último largometraje, vetado y jamás exhibido: divertimento protagonizado por prostitutas del Magdalena Medio que, en la ficción, retan a las autoridades locales y se ganan las simpatías de la comunidad gracias a sus obras sociales. Es curioso, pero Mariposas S.A. no fue incluida en el balance de las películas producidas por Focine por cuanto había un crédito final de agradecimiento al señor Pablo Escobar G. tal como lo pude constatar en una exhibición privadísima en la Casa del Cine.
Pasaron veinte años… También se habló del difícil rodaje climático de un caso de secuestro y fuga titulado Al otro lado del páramo, pero parece que nunca logró concretarse su posproducción por dificultades financieras. Pero sería incompleto este perfil sin mencionar dos de sus guiones mejor comentados: San Antoñito (1986), dirigido por su cuñado Pepe Sánchez, y La nave de los sueños (1996) realizada por Ciro Durán; además, muy cerca se mantuvo del primero de ellos gracias a los libretos recurrentes para televisión de la ingeniosa comedia popular que conocimos con el nombre de Don Chinche. Su último registro cinematográfico fue en Medellín –permanencia definitiva–, acreditado como diseñador de producción de Apocalipsur (2006) –ópera prima alternativa e independiente de Javier Mejía, que fue muy bien comentada–.